Continuamos con las entregas de nuestro estos capítulos pertenecientes al Libro “La Aventura del Conocimiento”, editado y compilado por el historiador bonaerense radicado en Mar del Plata Ricardo Castillo. El indio que llevamos dentro de nuestra subjetividad, el que forma parte de ella, comenzó a despertarse con la democracia y tomó impulso en la primera década del siglo XXI.
Se nos despertó el indio
Al año siguiente (1985), en Huaico 24, nos referíamos a eso de “no somos un país racista” instalado desde el poder, al tiempo que militantes del partido gobernante entonces calificaban de “negros de mierda” a los peronistas. Llamaba la atención que, enfrente mismo de la estatua del Cid Campeador, se hubiera hecho una reproducción perfecta del Guernica de Picasso, pero poco se hablaba del genocidio que acababa de ocurrir aquí.
Al referirnos al programa televisivo “La cigarra” decíamos: “es demasiado llamativo, sospechoso -aunque crónico- que ese tipo de programas hayan aparecido en un momento colectivo de autoolvido –también crónico- y que no se haya filmado nada entonces sobre la persecución de los indígenas, o simplemente que se haya dejado de lado, en los planes de educación pública, la obra de hombres como Prelorán”.
Ya en esa época habíamos quienes advertíamos el vacío. Guillermo Magrassi hizo punta en la reivindicación del pensamiento popular americano, apoyándose en Kusch.
Estamos en un “año aniversario doble”, el 2019, donde “los indios” ya no son tales, sino que son “originarios” o, como bien decía Magrassi, “ab-orígenes”, que estaban en el origen, que estaban antes que nosotros y que Kusch diría que están dentro de nosotros.
En ese número 24 de Huaico también advertimos que “hoy hay más lugar que durante la dictadura para que las comunidades indígenas se expresen, hagan sus recitales o sean mostrados en televisión. Pero tengamos la audacia de observar que muchas veces eso es puesto en la vidriera a modo de moda cultural, de pintoresquismo y no a modo de verdadero y auténtico rescate de algo que es nuestro, algo que no nos es ajeno”.
Lo indio no sólo es parte de lo humano, sino que puede ser parte central del “nuevo hombre y a la vez viejo” americano. En ese número de la revista alternativa nos preguntábamos qué sucedería si de buenas a primeras un día los indios reclaman a los terratenientes nacionales o extranjeros por sus tierras usurpadas en el siglo XIX. Hoy esa pregunta ya no tiene sentido, porque se ha iniciado la esperada lucha. Milagro Sala, Santiago Maldonado, Rafael Nahuel y muchos otros, ya son símbolos de una América profunda que quiere ser reconocida como tal, y allí poco importa la etnia o color de piel. De una América que llevó a un jesuita americano al Papado, un hombre que reivindica a San Francisco de Asís, aquel contestatario que se rebeló contra la creciente urbanización y consideraba “hermanos” a plantas y animales, varios siglos antes que Darwin. El Francisco del siglo XXI reivindica, nuevamente, al Concilio Vaticano II y su Gaudium et Spes.
No es un dato menor que un jesuita argentino haya sido el primer sudamericano que llega a ser jefe de la Iglesia Católica y que desde allí haya pedido perdón a los pueblos originarios. Y que haya absorbido la visión indiana del mundo y la haya plasmado en una Encíclica que se constituyó en un documento indispensable para entender al neoliberalismo, y luchar contra él.
Detenerse en Maimará
En nuestro viaje a Maimará a menos de diez años de la muerte de Kusch buscábamos justificar quizás nuestro propio exilio interior, en lo “fantástico”, en las religiones orientales, en todo aquello que pudiera reemplazar al psicoanálisis, que en su versión emancipatoria también había sido perseguido o estaba exiliado y por tanto ausente. Pero nos encontramos con algo más que mero “exilio” fuera de las murallas de la civilización enferma. Encontraríamos, allí, fuera de la muralla, la verdadera humanidad.
Por lo que fuere, estuvimos en Maimará, en la biblioteca del pensador llena de libros de filosofía (Heidegger sobre todo), antropología y hasta tomamos contacto con una realidad social de ese pueblito de 2.000 habitantes cuyo intendente era entonces el carnicero, y cuyo centro geográfico era el cementerio.
Pudimos conocer el Museo Posta de Hornillos, cuya directora era la viuda de “Günther” Kusch, Elizabeth Lanata, y advertimos que en nuestras charlas públicas había gente que estaba por estar nomás, por mero reconocimiento a quienes los estaban visitando. “No entiende lo que estás hablando, no saben leer y escribir” advertía Elizabeth refiriéndose a una mujer con su traje coya que parecía fascinada por el relato, que sabía que el General Belgrano había pasado por allí rumbo al Alto Perú y cuyo camastro estaba ahí, al alcance de la mano. En esa misma semana comimos empanadas, siempre en ronda, con un grupo de unas veinte personas, y al final de la comida se observaban miradas entre ellos, y se escuchaba el silencio. Fue cuando Elizabeth dijo “quieren coquear pero no se animan por tu presencia”, a lo que respondí que, “si van a coquear, que conviden” y se produjo la gran distensión. Aquello no era el simple digestivo, sino un ritual, un espacio de encuentro de humanidades donde una humanidad se dejaba de sentir juzgada por la otra humanidad.
Unos tres años después quedamos fascinados con una película de Adolfo Aristarain, “Un Lugar en el Mundo”, donde se relatan las vicisitudes de una familia de porteños regresados del exilio exterior y obligados al exilio -ahora interior- en los comienzos del neoliberalismo. El personaje central había visto que ése era su lugar en el mundo, “un pueblo de mierda” que recordaba mucho a la “América hedionda” de Kusch. Una especie de infierno del que no podía irse, ni quería hacerlo. Pero no del infierno en la versión cristiana romana, sino en la más profunda de la Antigüedad del Viejo Mundo, pero también de la América Antigua: un infierno iniciático. Nos preparábamos para “festejar” los 500 años, pero que ya no serían un festejo, porque el indio interior se había despertado, aunque no sabía qué hacer. Por el momento alcanzaba con negar los 500 años. Pero no sabíamos cómo, ni en nombre de qué. Sólo sabemos que éramos mayoría, millones de piel cobriza o blanca, quienes no teníamos nada que festejar.
Fue en esos tres años de exilio interior que Kusch escribió “Detenerse en Maimará” (ver Huaico 24), que podría ser “detenerse en Villa Bermejo” para Aristarain, o “detenerse en Malargüe”, etc. En ese escrito Kusch nos transmite lo esencial de su búsqueda, le pone palabras, obviamente no entendidas por el pensamiento de occidente, donde se tiene auto-vedada esa búsqueda: “Maimará está ubicado en una zona en la que no se viviría así nomás. Es como si estuviera del otro lado, como salvando una frontera. Y he aquí el problema: ¿existe esa frontera?. Y más aún: ¿esa frontera está afuera o adentro de uno?”.
Y luego sigue el mismo Kusch: “Los incas vivían en el centro del Imperio, el mismo Cuzco. Y ese centro no era sólo el centro geométrico, sino el ombligo del mundo, donde descendían los dioses y desde donde se administraba el Imperio. El mundo era concebido como una isla de lucidez donde el emperador era asistido por los dioses, pero cuyo mandato llegaba sólo hasta el borde, ya que un poco más allá no cabía ninguna lucidez, porque estaba el caos. Hasta ahí no llegaba el orden impuesto por los dedos divinos. Sin embargo, ahí empezaba un caos que era necesario, ya que al fin de cuentas ahí el ministro debía realimentarse con nuevas energías”
Kusch recurre también a las tradiciones iniciáticas mayas, y agrega: “En un manuscrito maya-quiché denominado Popol Vuh, se relata el descenso de dos héroes gemelos al infierno. Este estaba representado por una ciudad denominada Xibalbá, habitada por doce señores. Los héroes vencen a los doce personajes, y si bien aquellos son sacrificados, de su muerte surge una nueva era, la de los hombres de maíz. Es el tema de la muerte y transfiguración desarrollada frecuentemente por las cosmogonías”.
Esto último nos recuerda que, en esos mismos años ’70, el espeleólogo francés Michel Siffre, que venía de una experiencia de aislamiento en la soledad de una cueva de casi siete meses, investigaba sobre los mayas y sus experiencias con la “atemporalidad” de las cuevas. En ese mismo tiempo también volvían a tener mucha circulación los escritos de René Guénon sobre el reino subterráneo de Agartha en un desconocido lugar del Extremo Oriente, o sea lejos de la “civilización”.
Quizás desde la ciencia convencional, blanca, europea, podríamos decir que de varias maneras el Superyó cultural aplastaba al Ello, lo exiliaba, pero aparecían entonces estos métodos de explorar las profundidades de la Historia Social y de la Historia Individual. Fue un filósofo heideggeriano, no freudiano, quien en América hizo este descenso a los infiernos, esta búsqueda de “lux in tenebris”. Desde Maimará, no desde el diván del psicoanalista, Kusch escribe: “se cruza la frontera de la lucidez, ya sea para recobrar energías… o para recuperar toda la conciencia, o sea una lucidez mayor”. Y luego de pregunta: “vivir en Maimará, ¿significa descender al infierno…? Realmente no distamos mucho de los incas y de los chinos. Nuestro mundo moderno vive enrejado en las telarañas de los viejos arquetipos… ¿siempre nos seguimos creando un pequeño imperio chino para ver a las fuerzas nefastas pintadas enfrente?”. Kusch recurre nuevamente a la tradición de los gemelos mayas: “siempre es necesario descender al infierno, morir y transfigurarnos, para recobrar a través de las tinieblas la verdadera y auténtica lucidez, la conciencia mágica de ser totalmente uno mismo. ¿Y esto por qué?. Pues porque sí. Será también porque en lo tenebroso y en lo infernal también andan los dedos de Dios”.
Y entonces entendemos lo del número 12 común a la religión maya y la cristiana, y la muerte y resurrección del héroe fundador, y el sincretismo que, en el plano popular, se dio entre trabajadores europeos que huían de la guerra o el capitalismo, y se encontraban con indios con quienes tenían más cosas que compartir: una tradición universal común a toda la especie, una luz primigenia que nos habita desde siempre, y una unidad que ha sido transitoriamente deshecha, fragmentada por “el europeo” de Hesse.
Por eso un Papa como Francisco molesta tanto al imperio neoliberal, en mayor medida que la militancia de izquierda marxista. Por eso el irracional populismo es peligroso, porque es inasible, porque pertenece a otro mundo, porque sólo zambulléndose en él es posible ver algo de luz. Por eso, nos decía hace 30 años un antropólogo, en la cultura popular un altar hogareño donde conviven la Virgen María, Eva Perón e Isabel Sarli no es una contradicción como lo es en la cultura “ilustrada”.
Kusch murió diez años antes que la caída del Muro de Berlín. No pudo ver eso, ni ver el transitorio triunfo de la visión capitalista. Ni pudo ver el muro de Trump en la frontera con México, casi cuarenta años después. Ni el muro de agua que es el Mediterráneo, más bien un cementerio de originarios que van a Europa a rescatar algo de lo que fueron despojados durante cinco siglos. Los muros están; pero, si están, es porque hay al menos dos mundos, no uno solo. El hegemonismo neoliberal es pasajero, casi una fantasía. El fin de “la” Historia quizás sea sólo el comienzo de otra Historia.
Magrassi estaba en la misma búsqueda, pero aquende la muralla que nos separa del mundo de los indios. Magrassi buscaba la indianidad en el mundo blanco, huinca, o como se quiera llamar. Kusch también, pero además fue a las fuentes. Magrassi se lamenta de que Kusch no haya tenido “herederos”, quizás ignorando que él mismo lo fue.
Kusch se detuvo en Maimará, casi en el corazón del Tahuantinsuyo. Magrassi se detuvo en Buenos Aires, donde el Tahuantinsuyo sobrevive soterrado, en el inconsciente colectivo, en una subjetividad que también empieza a emanciparse. Y descubrimos que sí, tiene herederos. Hicimos un repaso de la obra de quienes se apoyan en Kusch y encontramos gratas sorpresas. O una página de Facebook de la agrupación estudiantil que lleva el nombre de Kusch en la Universidad Nacional de La Plata
Este tema da para más, mucho más de lo que imaginamos…..
Columnista invitado
Carlos Benedetto
Museólogo, jubilado docente y presidente de la Federación Argentina de Espeleología. Escritor y periodista. Miembro de la Comisión de Ambiente del Instituto Patria. Director del quincenario Sin Pelos en la Lengua, Malargüe.