La derecha argentina controlaba el país como elite dirigente, en tiempos en que votaba una minoría pretendidamente “selecta”. Antes del voto universal (no tan universal: las mujeres, al menos 50% de l@s adult@s, no votaban), ganaba cómodamente elecciones, si fuera necesario apelando al fraude, el robo de urnas y parecidos recursos, ilegales pero impuestos. Luego Alem y la revolución del Parque interrumpieron el cielo diáfano de los grandes exportadores y terratenientes, y después Yrigoyen llevaría a las clases medias al manejo del Estado.
Serían tiempos en que la represión a los trabajadores no desapareció: la tristemente célebre Ley de residencia (ley Cané) había satanizado a los inmigrantes, que pasaban a ser el nuevo objetivo a perseguir, luego del indio y el criollo. Ya en tiempos de Yrigoyen sobrevinieron la Semana Trágica en Buenos Aires (700 muertos por la represión), y en 1921 la matanza en la Patagonia, que Osvaldo Bayer plasmara en el relato que luego se llevó al cine. Incluso vimos en Mendoza la persecución –finalizada en muerte- del “gauchito” Lencinas.
Pero sin dudas que se avanzaba en derechos ciudadanos, en comenzar a hacer funcionar lo republicano, en la soberanía por vía de Mosconi y la creación de YPF. El sector conservador no podía tolerar esto: comenzó la triste saga de los golpes de Estado. Lugones, literato/estrella de la época, lanzaba la consigna brutal de “la hora de la espada”.
No poca paradoja es que ese Lugones que de joven fuera socialista y escribiera “La guerra gaucha” en admiración del Gral. Güemes, terminara enredado en un oscuro amor con una joven, espiado por su propio hijo, jefe de policía por entonces. Leopoldo Lugones acabó en el suicidio, su hijo tuvo el triste legado de inventar la picana eléctrica y ser torturador, una hija de este último fue gran animadora de la cultura y luego, cercana a Rodolfo Walsh y habiendo asumido la militancia revolucionaria, murió asesinada por la dictadura. Una saga trágica, digna de leyenda.
La familia Lugones muestra a lo que llevó la derecha argentina, incapaz de aceptar la democracia y la decisión popular. Se dio el fomento de la represión violenta y del Estado gendarme, a la vez que el empuje por paradoja de la protesta social, dada la falta de legitimidad del sistema político dictatorial.
Lo cierto es que empezó la Década Infame, el “fraude patriótico”, luego del golpe de Estado de 1930, al que nunca el Poder judicial argentino sancionó como lo que fue: atropello ilegal. El posterior golpe nacionalista de 1943 llevó a Perón como Ministro de Trabajo y Previsión, de modo que cuando quiso recuperar una posición conservadora, este ministro se había convertido en líder popular, y era rescatado por el 17 de octubre de la isla Martín García.
Pero derrotada la fórmula Balbín-Frondizi en las elecciones de 1952, volvió el stablishment a mostrar que no soporta la democracia. Vino el intento de golpe de Menéndez y Lanusse, que fracasó y los llevó a ambos a prisión. Y en 1955 llegó el golpe cívico-militar autodenominado “Revolución Libertadora”.
Después, el desquicio fue permanente: gobiernos civiles que llegaban por elecciones con proscripción del peronismo (Frondizi, luego Illia), que de cualquier modo no eran represivos y excluyentes, al menos como la oligarquía y la seguridad geopolítica de los Estados Unidos exigían. Golpe de Estado contra ambos: Onganía que en 1966 viene para quedarse 20 años, Cordobazo y revueltas populares crecientes, retorno del peronismo tolerado para evitar la radicalización juvenil y el crecimiento de la guerrilla, y luego el golpe cruento y criminal de 1976.
Se recuperó la democracia en 1983: los carapintada no aceptaban que se investigaran los atentados a derechos humanos, y la hiperinflación mostraba que el mundo financiero no admitía tibiezas como las de Grinspun o Sourruille.
Recuperaron el pleno poder con Menem, que festejaba a Alsogaray, a Isaac Rojas y el capital extranjero. Siguieron con De la Rúa, que dejó 37 muertos en una sola tarde. Vino el helicóptero, “que se vayan todos”. Y como era necesario recomponer el sistema político, la derecha soportó a Néstor Kirchner, no sin antes “ordenarle” qué debía hacer. El hombre desobedeció, y ya en el gobierno de CFK comenzó el trabajo de ataque y esmerilamiento.
Por fin, triunfaron limpiamente en 2015. Primera vez que ganaban elecciones libres: en segunda vuelta y por poco, pero ganaron. Y con los medios masivos a favor, los dineros pródigos hasta el absurdo del FMI, jueces y fiscales lanzados a la persecución permanente de los líderes entonces opositores, la Mesa de Enlace, los Ratazzi y compañía en pleno apoyo, igual perdieron en 4 años, de modo inapelable, en primera vuelta. En las PASO habían perdido por mucho más margen.
Siempre “ganaron” con golpes de Estado. Una sola vez lo hicieron democráticamente y actuaron de modo persecutorio, además de endeudar salvajemente al país sin pasar por el Congreso. No están acostumbrados a la democracia.
Por eso hoy los vemos en una oposición que no critica sino ataca, que se opone sin saber de qué se trata, y que ha perdido toda noción de programa o de proyecto. Es sólo el “anti” de lo popular en un ciego abandono de la política, llevado hacia el chisme mediático, la maledicencia superficial, y la satanización extrema de quienes han triunfado democráticamente.
Extrañan los golpes de Estado, por eso aplicaron el lawfare, en clara coincidencia con lo que Washington plantea hoy para la región. Sólo que los pueblos son tenaces: no desaparecen, no se esfuman. Y su voluntad puede torcerse a ratos, pero nunca definitivamente ni por mucho tiempo.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.