“…los que aún quedamos vivos”. Eso cantaba Víctor Heredia tras la noche de la dictadura, tras los asesinatos a mansalva de aquella época, esos que se llevaron a su hermana, entre tantos y tantas personas más. Fue luego de que se instalara la muerte como cotidiana. Ahora –por razones muy diferentes- ha sido de nuevo así. Han muertos muchos, y cabe pensar en “los que aún estamos vivos”.
Poca advertencia se nota en la población. Cansados de las limitaciones de movimientos que se debió instrumentar para evitar males aún mayores, los argentinos parece que ignoráramos que la pandemia existió. Que sigue existiendo. Que ya vienen subiendo los índices hace más de dos semanas, los últimos días más rápido. Que, totalmente aparte de ello, surgió en Sudáfrica una variante que no sabemos si acaso eluda las vacunas, y que parece aún más contagiosa que la Delta. Mientras Europa está que arde, con exigencias de vacunación obligatoria y prohibición de concurrencia a sitios públicos para los no vacunados. Todo eso ocurre.
Pero aquí estamos en otra cosa. Aprovechando las facilidades del Pre-viaje para hacer turismo nacional, fascinados con una quizá ilusoria y breve “vuelta a la normalidad”, olvidando a menudo los cuidados elementales. Mucha población argentina niega, simplemente, la existencia de la pandemia. Ya lo mostró un voto donde los cuidados por vacunación y la evitación del colapso sanitario, no importaron a la hora de elegir. Y poco antes, cuando las dificultades para guardar a los hijos en casa derivaron en simpatía hacia una oposición nacional que jamás se interesó por la educación, y que sostuvo la demagogia de decir que quería clases aunque pudiera haber contagios. Se aplaudió a los que arriesgaban la salud de docentes y alumnos en nombre de un súbito y electoral interés por la educación: esos mismos que quitaron las computadoras a los niños, los que disminuyeron fuertemente el presupuesto educativo, los que hablaron de “caer” en la educación pública y hasta pretendieron –durante una huelga- que los cargos docentes fueran cubiertos por “voluntarios” reclutados de la calle.
Hay fuerte negación de lo grave de la situación. Vemos que no es sólo en Argentina; es internacional. Los antivacunas pululan, en tanto todos queremos ir al bar a charlar con amigos y tomar cerveza. En nombre de ello, se pretende ignorar la gravedad de los hechos y actuar como si no existieran.
Todos tenemos nuestros muertos. Conocidos o amigos que se fueron, algunos que se salvaron dando en el poste. La mayoría parece haberlos olvidado, o no quiere abrir la página del dolor. Pero no es con la negación que se supera la angustia por los ausentados para siempre.
En mi caso fueron conocidos, no amigos cercanos. Pero sensibles en ser parte de recuerdos y experiencias compartidas. Juan Amaral, por ejemplo: con su vida difícil, con su rostro sufrido, fuimos advirtiendo por los partes médicos que su situación no evolucionaba bien. Militante del peronismo, presente en todos los actos, silencioso y humilde. Uno de esos rostros de cada movilización, cada protesta, cada acto, en las buenas y en las malas. Un día supimos que se fue, a pesar de respiradores y cuidados: había sido el primero, entre mis conocidos.
Poco después Juan Reta, que acompañó la aventura del Frente Grande en Mendoza allá por 1995. Sindicalista activo, socarrón, simpático, de permanente humor, me regaló siempre una empatía que no sé si he merecido. Lo ví por última vez un sábado por la mañana, sentado yo en un bar con amigos y él pasando por allí. Hizo algún chiste como siempre, había engordado bastante. Diez días después, supe que estaba internado en terapia intensiva. Y pasados otros diez días, que había muerto. Los que se animaron, el dirigente Guillermo Carmona entre ellos, participaron del acto presencial de despedida a su cuerpo y a su vida.
Después fue la pérdida de Sebastián Touza, destacado docente de la Facultad de Ciencias Políticas, que se había formado largos años en Canadá. Persona inteligente, de muchas lecturas y pocas palabras. No lo conocí de cerca, pero siempre lo valoré. Quienes formaron parte de sus grupos de investigación y participaron de sus clases, lo recuerdan como comprometido y generoso. Supimos que estaba internado, luego que la situación se agravaba. Un día vino la noticia fatal, para muchos impregnada en llanto y desconsuelo.
En un momento no lejano de ese, se fue Horacio González en Buenos Aires. Enorme pensador, sencilla persona en el trato, de barroca escritura y simplísima sonrisa. Yo hablé sólo tres o cuatro veces con él, pero nos reconocíamos en valores comunes, militancias, utopías perdidas y a medias recuperadas, memorias del exilio, algunos gustos intelectuales. No mucho antes, él me había enviado un mail en respuesta a uno mío anterior: dicen que eso era una rareza, poco se dejaba capturar por las nuevas tecnologías. También entró a terapia, también fuimos acostumbrándonos a los informes difusos, también un día se nos abismó el ánimo en el aviso de su muerte.
No los olvidaré, no los hemos olvidado. Todos y todas hemos perdido en la pandemia afectos, parientes, amistades, compañeros. No nos distraigamos, entonces, de la densidad de lo que se juega en la muerte, de lo que se instala con el virus, de lo importante de mantener la vacuna y los cuidados. Ojalá no tengamos que agregar nuevos nombres a esa personal lista que cada uno atesoramos en nuestro corazón y nuestra intimidad: para ello, la negación de nada sirve. Hagámonos cargo como adultos, de la gravedad de esta peste planetaria que no termina.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.