Si consideramos la realidad como resultado de una visión clasificada de nuestra mente, y por lo tanto como producto ordenado de nuestro propio raciocinio, deberíamos considerar también la representación teatral como un escenario más, una sobredimensión de esta proyección del pensamiento construido por la palabra. El teatro, sin embargo, comparte con las otras categorías del arte la capacidad de penetrar y exteriorizar estratos inconscientes del universo mental humano, corredores escondidos del pensamiento que no componen la construcción “real” de lo cotidiano, sino que bucean en planos posteriores de la mente. Si todo en el ser humano se estructura como un lenguaje, también estos planos posteriores adoptarán esa codificación sostenida y configurada por la lógica del lenguaje.
En la historia del arte, esta constante se mantiene hasta la irrupción de las Vanguardias, entre fines del siglo XIX y principios del XX, cuando la composición lógica se desmiembra y se reestructura en nuevas formas que apuntan a nuevas dimensiones, aunque íntimamente sigan ligadas a la interpretación lingüística. La posmodernidad arrojará una bomba sobre toda forma, y de esa disgregación resultante hará su propia expresión artística, en un nuevo intento por liberar al arte de las calles conocidas de la estructura del lenguaje, que ya había vuelto a trazar los recorridos de su lógica a través de las composiciones vanguardistas. Posiblemente el éxito de este nuevo intento haya sido parcial, o al menos bastante convincente, aunque la exasperación rayana en la histeria de la atomización posmoderna termina su camino siempre en la encrucijada lingüística, o sea en la inevitable racionalización a que obliga el pensamiento estructurado.
En este proceso evolutivo en el cual el arte se ha debatido y sigue haciéndolo, ¿cuál es el lugar del teatro? Sin duda el teatro no puede escapar a la explosión disgregadora de la posmodernidad, pero su misma condición de carne y hueso, su misma instrumentación del lenguaje como herramienta no sólo sonora sino física, lo ponen en una situación especial respecto de las demás artes.
Intentar liberar al teatro del lenguaje sería un contrasentido, algo así como excluir las palabras de la literatura. Pero he aquí que estas cadenas que en ciertos planos atan al teatro al sólido racionalismo del lenguaje, en otras dimensiones son sus mismos instrumentos de liberación, las anclas de diamante que lo hunden en profundidades incógnitas donde no llegan los rumores de la lógica lingüística. Porque mientras otras expresiones artísticas se disgregan apenas se subvierte de lógica discursiva, como en el caso de la literatura -y en otros códigos no menos sujetos a esta lógica, la música y la escultura-, el teatro no sufre la autodestrucción sino una metamorfosis que puede conducirlo a inesperadas formas de expresión.
En este estadio de la experimentación, sin embargo, el teatro tendrá que hacer las cuentas con el proceso de retroalimentación que de una manera indispensable se establece con el espectador. Esto quiere decir: es necesario, imprescindible, mantener la espectacularidad; en otras palabras, el teatro sucede en una relación directa con el espectador, por lo tanto, por más enrarecido que se encuentre su código, forzosamente debe preservar ese vínculo, mantener los hilos de una comunicación que no debe ser obligadamente racional, pero sí profundamente humana.
Tal vez sería oportuno preguntarse si esta aparente cadena estructuralmente lingüística no puede ser transformada, reconvertida en otra cosa. O sea, si el teatro escapase del mapa lingüístico que supone la racionalidad humana, ¿adónde podría llegar? ¿Cuáles serían sus instrumentos? ¿Seguiría llamándose teatro?
La construcción de un nuevo código no significa un cambio de paradigma necesariamente, por lo tanto el teatro posmoderno se enfrenta con el mismo laberinto circular en el cual deambulan sin solución de continuidad las demás artes. Pero a diferencia de la literatura, por ejemplo -aunque también se pueden mencionar las restantes disciplinas artísticas-, el teatro cuenta con el cuerpo del actor como fuente incógnita de nuevos códigos. Este concepto no contempla la improvisación ni ninguna de las técnicas o pseudotécnicas con que actualmente se justifica la falta de investigación y de entrenamiento actoral, sino que plantea un interrogante que, esta vez, no tiene respuesta lingüística, sino orgánica. Y quizás esa respuesta finalmente supere las trabas lógicas y racionales que encadenan a todas las artes, y que encadenan también al teatro hasta bien avanzado el siglo XX, y proponga el enigma que sólo el cuerpo teatral podría enfrentar.
Pero ésta es una hipótesis, aunque el hecho de que pueda ser planteada ya indica la posibilidad de un nuevo camino para el teatro. La posmodernidad ha obligado al arte a transitar entre los restos innumerables del campo de batalla en el que pulverizó dos mil quinientos años de cánones estéticos y conceptuales. La guerra ha terminado, el desafío es construir con esos vestigios del pasado un nuevo arte, que seguirá llamándose teatro, pero que vivirá con otro organismo, biología que aún no conocemos y mucho menos comprendemos, pero que está llamada a recolonizar el mundo.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).


