21. Las caras pintadas
A la mañana siguiente, mientras se preparaba para ir a la oficina de la calle Viamonte, su esposa cometió el error de abrir un dique que había estado conteniendo desde tiempos inmemoriales.
-No dejés la ropa tirada por todos lados, yo no estoy para servirte. Tenés que aprender a cuidarte vos solo. Tenía razón tu papá cuando decía que eras un inútil…-.
Fernando se abalanzó sobre ella con la Beretta calibre 22 en la mano, agitándola demasiado cerca de su rostro.
-Nunca más te refieras a mí de esa manera. Yo no soy ningún inútil-.
Así le gritó mientras el arma oscilaba sobre el lado izquierdo de la cara de su esposa.
Salió del departamento sin vestirse completamente, terminando de arreglar su ropa en el ascensor. Por suerte, no se cruzó con ningún vecino; tal vez podrían haber visto las lágrimas a punto de estallar en el borde de sus ojos.
Caminó hasta el garaje casi en la esquina, donde guardaba el auto y sin saludar al encargado, quien -sentado en un banquito- tomaba mate con pachorra. Tras pasar a su lado como sin verlo, se metió al vehículo y aceleró bruscamente, adentrándose en el tráfico de la ciudad.
Manejó todo el trayecto sin mirar los semáforos y sin atender a las señales de tránsito. Por alguna razón pensaba sólo en la Beretta calibre 22 apretada a su cintura.
Estacionó en el lugar reservado y subió a la oficina, trepando las escaleras de a dos en dos. Al llegar, cuando intentaba abrir la puerta, apareció del otro lado su jefe quien le increpó.
-¿Qué le pasa?, ¿qué tiene?, ¿estuvo peleando con la hinchada de Chacarita? ¿Con todos juntos? Justo lo estaba buscando, venga conmigo. Vamos a mi oficina que tenemos que hacer un trabajo juntos. Pase por la cocina y pida que nos traigan café. ¿Ya desayunó? Tiene cara de hambre, dígale a la señora que le ponga medialunas a mi cuenta. Y de paso, tómese un vaso de agua, a ver si recompone el ánimo, está hecho una piltrafa-.
El jefe se perdió en el pasillo mientras Fernando trataba de entender de qué se trataba todo esto.
Tampoco le quedó claro cuando, cerca del mediodía, salió de la oficina del jefe. Pasó por su oficina, pensó en tomar la cámara de fotos y revisar la lista de actividades a las que podría asistir para capturar imágenes, pero no. Le habían cambiado su descripción de trabajo. Dejó todo sobre el escritorio y salió a la calle rumbo a la nada.
Se metió en un café, puede haber sido en el de Rodríguez Peña y Montevideo o en el de Córdoba y Callao; no estaba seguro dónde se encontraba ni cómo debía seguir.
Pidió un cortado y sacó una libreta que usaba para anotar datos que solo él podía descifrar. Tardó un rato en poner las ideas en línea, no porque hubiera olvidado el código para entender sus garabatos, sino porque tuvo que luchar con la imagen del padre sacudiendo una regla de metal, tan cerca de su cabeza como la Beretta calibre 22 que había empuñado esa mañana junto al pómulo de la madre de su hijo.
Las amenazas de paliza habían sido una constante, aunque nunca las recibió. Tal vez sentía que se las merecía porque no entendía los problemas de la regla de tres simple.
El jefe le había pedido que se metiera entre la gente. Que fuera a la cancha, que se hiciera habitué en algún bar, que fuera a la iglesia con su esposa y jugara en el equipo parroquial. Que hiciera una vida como la de todos los argentinos. Seguramente, de ahí podría sacar información que ayudara a atravesar el mal momento que vivía el país.
Usted anote todo lo que oye y después lo trae a la oficina. Aquí lo vamos a ordenar. Y como le gusta la fotografía, algunas fotos también pueden ayudar, pero gánese la confianza de la gente, usted tiene cara de buenudo.
Terminó de garabatear sus notas y se sintió feliz. Por primera vez, sentía que su verdadero talento había sido reconocido. Sería cuestión de encaminar lo que le habían pedido hacer.
Buscó su auto y volvió al departamento. Sorprendió a su esposa, tirada en el sillón del living mirando una novela en la tele. La sorpresa sirvió como una excusa perfecta. Fernando la tomó de la mano amorosamente e invitándola, la llevó al dormitorio. No fue una escena armoniosa, pero sirvió para que, en algún momento, entre jadeo y jadeo, evocaran la vida de cuando eran jóvenes y sin el niño rondando. Incluso se ducharon juntos, masajeando con el jabón las peleas recurrentes.
Al poco tiempo, la vida de Fernando y su familia cambió de imagen. Iban juntos al Jardín de Infantes a llevar al niño, luego Fernando iba al local que había alquilado y subía la cortina que daba acceso al galpón. Se calzaba ropa deportiva y construía día a día, la imagen de un vecino de barrio que ahora tenía un gimnasio.
Contrató a un profesor de kung-fu y a una maestra de danzas que daba clases de gimnasia artística. El galpón no estaba mal y era una muy buena fachada, por la que pasaba mucha gente que siempre encontraba al profe Fernando con ganas de conversar.
El gobierno de Alfonsín enfrentó una economía en crisis, con medidas que intentaron estabilizarla, pero que provocaron descontento social y huelgas. Su mandato finalizó en 1989, cuando tuvo que ceder ante la presión de una crisis económica insostenible y a las demandas de cambio, allanando el camino para la presidencia del riojano gobernador.
Durante esos años Argentina atravesó un período de transición política, donde la democracia se restableció en un contexto de tensión. Fernando participó de cada uno de los 13 paros generales y muchas de las más de 4 mil huelgas sectoriales que sucedieron en esos años. También se sumó y aportó información para los cuatro alzamientos de militares ‘carapintada’ que rehuían ser juzgados tras la dictadura del ’76.
Incluso marchó a la Plaza de Mayo con la gente del barrio y se volvió caminando cuando el presidente dijo “la casa está en orden”.
Compartió las penurias de la hiperinflación junto a la gente del barrio. En su gimnasio se juntaban para hacer compras comunitarias en el mercado central de frutas y verduras, que después repartían equitativamente entre todos los participantes. En algún momento se le ocurrió que podría venderlas, pero por suerte su mujer le hizo ver la inconveniencia de ganarse enemigos y encima perder plata.
Para cuando llegó el menemismo a la presidencia, ya había cerrado el gimnasio por falta de clientes y porque su jefe le había anticipado que en cuanto cayera Alfonsín se abría un horizonte nuevo en su carrera.
No sin pesar entregó el galpón que había sido su lugar en el mundo y volvió a la oficina de calle Viamonte. Su hijo iba a la escuela primaria, pero era la madre quien lo llevaba.
Fernando mantuvo esa mirada de vaca viendo pasar el tren, se calzó la Beretta calibre 22 e intentó mostrar su mejor cara al mundo. Así llegó aquel lunes de verano a la oficina de calle Viamonte, expectante, sabiendo que su jefe siempre tenía algo “tan excitante” preparado para él, pero también temeroso de lo que podría deparar ese nuevo día.
Salió del ascensor y en la puerta de la cocinita vio a alguien de espaldas. El pelado tenía una postura que le resultaba extrañamente familiar. ¿Raúl? El mismo Raúl que siempre pasaba por la casa de sus padres a esas horas en las que el mundo parecía haber caído en un sueño profundo, o en el amanecer cuando todo parecía a punto de estallar.
-Raúl -dijo, sorprendiendo incluso a su propia voz, intentando disimular el nudo en el estómago–, déjeme alguna medialuna, que aún no he desayunado-.
El mayor Raúl le devolvió una mirada inexpresiva, fría, como si dijera “yo te conozco”. Quizás era un ejercicio de olvidar para no recordar todo aquello que viniera del pasado. Pero antes que pudiera agregar algo, apareció el jefe. Traía una taza vacía y parecía no notar esa tensión naciente en el ambiente.
-Necesito ponerle combustible a la máquina, hay que atar muchos hilos sueltos, no queremos que se vea el rey desnudo- dijo mientras se disculpaba con la señora del buffet. Volviéndose hacia Raúl y Fernando les dijo en tono firme: – Vamos, lleven su café que tenemos una larga jornada de trabajo. Hoy debemos tener el plan armado-.
Las palabras del jefe quedaron flotando en el aire, como una amenaza sin resolver. Algo en su tono indicaba que las horas siguientes serían decisivas. Pero lo que ninguno de los tres sabía era que aquella jornada de trabajo, no sólo definiría el futuro, sino que desataría un juego mucho más grande del que cualquiera en aquella oficina podría imaginar.
Y ahí, entre el roce de las tazas y la tensión que apenas se contenía, Fernando sintió que el lunes recién comenzaba… pero que no sería una jornada como las demás.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


