22. Pizza y champán
Fernando fue un adulto joven en la Argentina de los noventa, una década que prometía modernidad, pero traía el zumbido constante de lo incierto. Como tantos de su generación, intentaba construir una vida entre los escombros de un país que cambiaba de piel demasiado rápido: formación profesional, primeros trabajos, decisiones familiares… todo eso ocurría mientras el país giraba bruscamente hacia el neoliberalismo, vendiendo empresas públicas como si fueran baratijas en una feria de ilusiones.
Al principio, la convertibilidad trajo una sensación embriagadora: un peso, un dólar. Viajes al exterior, bienes importados, pizza con champán, y la fantasía de haber entrado, al fin, en el primer mundo. Para Fernando y su familia, sobre todo su esposa, eso significaba estabilidad. Pero debajo del barniz importado, la estructura nacional se deshacía. La industria colapsaba, el trabajo se precarizaba, y muchos -como él- debieron reconvertirse o simplemente flotar a la deriva.
Fernando recordaba sus momentos de gloria en el gimnasio del barrio, nunca entendió que él había sido la fachada que ocultaba un mecanismo de espía de los argentinos de bien. Incluso había sido participe de movilizaciones que después fueron catalogadas puntos clave del fortalecimiento de la democracia. En ese caminar junto con los vecinos del barrio y otros, que era como el aparentaba ser, algunas ideas y sentimientos se quedaron pegadas en las paredes de su entendimiento. La fachada de su negocio tipo familiar, el gimnasio, lo hacía pasar como si fuera una más de las personas esperanzadas en que la recuperación de la democracia trajera de vuelta lo que la dictadura se había llevado.
La venta de las empresas públicas -las llamadas “joyas de la abuela”- que fue presentada como una modernización necesaria, para muchos significó la pérdida de un horizonte común: Aerolíneas, YPF, ENTEL, Gas del Estado, Ferrocarriles… no solo eran fuentes de trabajo, sino también símbolos de soberanía nacional y orgullo popular.
Fernando asistió al desmantelamiento del Estado como actor social y a la conversión del ciudadano en consumidor. En este contexto, las redes de solidaridad, los sindicatos y la participación política tradicional perdieron fuerza frente al individualismo, el sálvese quien pueda y la cultura del éxito económico rápido.
El dejaba los reportes y las grabaciones en la oficina de su jefe, quien le sonreía y con unas palmadas en la espalda lo animaba a seguir. Con el cambio en la presidencia, cuando llegó Menem su jefe empezó a repetir una frase con convicción de oráculo: “La información está en la noche”.
Así fue como la Beretta calibre 22 empezó a salir con Fernando, apretada entre la panza y el cinturón negro, para acompañarlo a tugurios y puticlubs. Hacían “amigos”, decía el jefe. Pero más que información, Fernando encontraba mujeres, tragos, y un nuevo lugar desde donde ver caer el mundo.
La pasión por la cosa pública que había visto en su padre, recordaba las frases rimbombantes: “Solo el Ejército Nacional podrá salvar a la Patria”. La recuperación de la democracia que trajo un nuevo aire que ya no era aquella esperanza de los ’80.
Ahora se confundía con el espectáculo. Funcionarios en programas de chimentos, romances de poderosos con vedettes de TV, un presidente con patillas y frases como “síganme, no los voy a defraudar”. Fernando ya estaba desencantado. No prestaba tiempo y cabeza a lo que arrasaba con todo, no debatía. Su participación en las manifestaciones le habían dotado de una forma de analizar la realidad. Ahora le parecía que los términos que se utilizaban no servían para este mundo otro.
Trabajaba en la sombra, hacía negocios turbios disfrazados de comisiones, y se asociaba en boliches donde se traficaban cuerpos e ilusiones.
Las enfermedades venéreas fueron el peaje frecuente. El dinero llegaba, limpio en apariencia, con chalé en la costa y silencio cómplice en la familia. Nadie preguntaba de dónde venía. Su esposa había dejado de ser la joven deseada y se había transformado en un engranaje más de la rutina. Las novelas de la tarde reemplazaban las caricias, y el hijo ocupaba todo el espacio emocional que antes pudo haber sido suyo.
Mientras tanto, Fernando se volvía parte del decorado nocturno. Era conocido, respetado -o temido- en ciertos círculos. Viajaba por el país y por las limítrofes, incluso llegó a Miami, donde conoció a gente poderosa. Pero nunca dejó de ser un engranaje. Incluso cuando su jefe empezó a parecer un empleado más.
Algo había sucedido y Fernando no terminaba de entenderlo, siempre había sido más fácil dejarse llevar por la corriente. Esto no le generaba ningún problema y siempre le caía bien a todo el mundo. Su jefe empezó a salir con él, iban espalda con espalda. “Vos tenés que tener siempre la pistola con una bala en la cámara, uno nunca sabe”, le recordaba cada vez que iban a entrar en uno de esos tugurios que eran “la fuente de información”.
En ese ambiente conoció a nueva gente -si bien se renueva todos los días hay algunos que siempre están-, le repetía su superior antes de ir a sentarse a una de las mesas de cualquier local.
Ahora parecía que la oficina era el puticlub de la Gran Ancha Avenida. Por allí desfilaban artistas, músicos, escritores que habían sido famosos y luego fueron los escritores fantasmas de los políticos de turno. Algunos de ellos también aparecían en compañía de alguna vedette o modelo de moda. El que rondaba siempre era el hijo de un empresario ligado a un club de fútbol que no le simpatizaba y que ahora estaba de buenas. No solo por haber tenido al mejor jugador del mundo, sino por las copas que cosechaba en todos los campeonatos, locales e internacionales. Ese flaquito de voz gangosa y afectada le caía pesado. Su aspecto de nene de mamá que jugaba a ser grande. Pero su jefe le advirtió que allí estaba el futuro.
Una noche llegó temprano al local de la Gran Ancha Avenida, saludó al portero y vaya a saber porqué fue que el gordo a cargo de la entrada le cerró el paso con el cuerpo. Le sonrió confianzudamente pero el portero ni se mosqueó, no se dio por enterado.
Entonces, queriendo parecerse a uno de esos héroes de las películas de cowboy, hizo ampulosamente un paso hacia atrás y aparatosamente manoteó la Beretta calibre 22. Antes de poder empuñarla, ya estaba cayendo de sus manos, con tan mala suerte que al chocar con el suelo se accionó el pestillo y la bala de la cámara, siempre lista, salió disparada a incrustarse en medio de la frente del hombrón que hacía de custodio del local del puticlub de la Gran Ancha Avenida.
Fue la primera vez que la Beretta calibre 22 era parte de una acción destacada, destacable y deleznable.
Pero nadie se enteró. Rápidamente el jefe lo sacó de circulación. Para la policía fue un acto de servicio de un agente. Para los dueños del puticlub una gran pérdida que costó una tajada de la ganancia de un par de meses, pero al fin todo se olvidó entre rumba, alcohol y el reemplazante de portero que consiguió el jefe.
Los parroquianos cambiaron. Los políticos se alejaron. La farándula de la TV se fue a otro bar cercano y el flaquito hijo del empresario y fan de ese club hizo mutis por el foro, hasta que llegara su propio acto.
Fernando vio como todo se derrumbó igual que un castillo de naipes. El jefe le dijo que venían tiempos difíciles, le consiguió una jubilación anticipada computando doble los meses que estuvo “en comisión”, por destinos peligrosos; lo puso en la planilla que al fin nadie podía mirar porque todo se paga con gastos reservados.
-El que pasa por esta oficina siempre queda atado a este lugar- le dijo como despedida antes de estrecharlo con un abrazo.
El día que guardó todas sus cosas, las pocas que tenía en la oficina, el banderín del club, la foto del día de su casamiento, con su mamá con vestido largo que la hacía parecer una maceta de jardín y los papeles que no supo nunca por qué guardó durante tantos años. Miró la caja de caoba lustrosa, la abrió. La Beretta calibre 22 estaba allí, limpia luego del único disparo certero. Guardó todo en la caja de cartón de la que sobresalía un poster de un dúo de cantantes, hermanos ellos, que hicieron famosa la noche de los puticlubs.
Salió despidiéndose de cada uno de los otros empleados, al fin y al cabo había pasado allí muchos años. Envejeció con algunos de ellos. Muchas caras nuevas lo miraban partir, como la del flaquito que se encargaba de las computadoras. Fue al último en saludar. Se paró frente al escritorio del informático, lo miró y nunca supo bien porque, le dijo: -¿Querés quedarte con mi pistola?, yo no la usaré más-.
El flaquito lo miró, tampoco entendió muy bien el porque de esa generosidad, como para salir del paso en una situación al meno extraña y le dijo: -Pero es tuya, a lo mejor la necesitás en el futuro. Quizás vos no, pero otra persona, alguna persona amiga. Uno nunca sabe. Guardatela vos, parece una buena- completó abriendo la caja.
–¡Es una Beretta calibre 22!-, exclamó con admiración el flaquito informático.
-No la voy a usar, no la necesitaré. Alguna otra cosa voy a tener que hacer con mi tiempo libre. Mi pibe dice que tengo que bajar la panza, ya no estoy para abrir de nuevo las puertas de un gimnasio Quizás me pongo con un Video Club Porno-.
Y diciendo esto, Fernando acarició la caja de caoba lustrosa con la pistola Beretta calibre 22 y se la dejó. Tomó el resto de sus cosas y salió sin mirar atrás. Tal vez cansado. Tal vez sabiendo que todo había sido una ilusión. Como la convertibilidad. Como la democracia de cartón. Como la promesa de no ser defraudados.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


