La muerte no existe para el artista.
No existe la muerte de todos, ésa que trae el llanto de un día, ceremonias, remordimientos y olvido. La muerte de los cementerios y las lápidas.
La muerte del artista es otra muerte. Enorme, poderosa, vital, agresiva y fiera. El artista convive con esta muerte porque con ella ha hecho un pacto: es un pacto entre guerreros. La existencia del artista es una lucha hasta la última gota de sangre contra esta muerte, para atisbar la eternidad a través de una obra que muta, se empequeñece y se agiganta y por momentos parece erguirse victoriosa sobre el horizonte definitivo, y por momentos deja caer las armas y se derrumba extenuada.

Pero sin la muerte, el artista no emprendería esta batalla. No existiría su obra, porque no existiría el motivo de la lucha.
El pacto de sangre entre el artista y la muerte pende como un estigma sobre el creador de la obra de arte, se cierne sobre cada una de sus palabras y acecha detrás de las bambalinas esperando un resquicio para deslizarse y murmurar a su oído la frase final de la obra.
El artista mantiene alertas las fronteras que resguardan a la humanidad, para que los demás hombres y mujeres puedan transitar las calles, dormir en sus camas, acudir a sus pequeños compromisos cotidianos. La muerte está controlada, el arte la mantiene a raya, le dice a cada instante: vos no existís, el hombre es más, puede ser más que vos, porque es capaz de crear algo que te supera, te trasciende, te sobrevive.
El arte es la única prueba visible de la existencia del alma.
La muerte no cierra los ojos. Alerta en cada noche se esconde en las taquillas de los teatros y silba en los oídos de los críticos y los escépticos palabras ácidas contra los artistas. Apaga las luces de los escenarios y congela los aplausos, que son para ella el sonido de la derrota más grande que pueda sufrir.
Cada teatro abierto, cada atelier, cada instrumento de música rozado por manos humanas, cada libreto repetido por la voz de un actor que estudia su parte, cada piedra golpeada por un cincel, cada tela manchada por un pincel, cada verso que cae sobre la hoja en blanco y se expande como un pétalo al primer calor del alba, son victorias contra la muerte. Porque alejan a la guerra, exorcizan las dictaduras, demuelen los fanatismos, abren los ojos y cantan a la vida.
Pero hay días en que vence la muerte.
Son los días en que cierran un teatro, levantan una obra, desalojan un artista. Entonces la muerte sonríe, y su sonrisa helada prepara el camino a los dictadores y abre las puertas a los prejuicios, tiende una alfombra roja para los demagogos y les sugiere discursos.
Las victorias de la muerte son muy populares, y se llevan muy bien con la política.
La muerte tiene amigos en los diarios y siempre le sacan fotos abrazada con alguien que nunca pisó un teatro.
El artista no puede morir.
Para él la muerte es un contrincante que nunca lo derrotará definitivamente. Ambos, artista y muerte, se enfrentan y pelean cada día por un pedazo de pan, por un teatro, por un libro, por un verso. Si el artista cae y la muerte se ríe, una oleada de sombra cubre el mundo.
Pero aún en el suelo mientras muerde el polvo, el artista ya imagina una nueva obra, piensa un verso diferente, las notas de una sinfonía le dan fuerza y entonces se levanta, y con él se pone de pie el día, el día eterno que ilumina al mundo y a todas sus criaturas, y siembra el aire y la sangre de semillas que van a cubrirlo todo de renovada vida.
Hay que darle gracias a la muerte.
Gracias por empujarnos a escribir, a subirnos a un escenario, a empuñar un pincel o el arco de un violín, a recitar los versos que otro, antes, mucho antes que nosotros, soñó en su batalla contra la muerte.
Sin esa muerte cotidiana, nada seríamos.
No existiría el canto a la vida, que es el arte.
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Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).













