Todo un personaje, se impuso a fuerza de convicción. Ésta, claro está, era el emergente de una pasión que lo hacía crecer desde el intuitivo autodidacta hasta el artista rutilante que terminó siendo. Su vida, por demás sacrificada, es una parte insoslayable en la generación del hombre que, más allá que el contexto no le siera proclive, haría prevalecer su deseo de pintar. A poco andar, la prensa comenzaría a posar sus ojos en la joven promesa, cambiándolo todo por siempre.
Lo social siempre ocupó un gran lugar en sus consideraciones. Se ponía en el lugar del laburante desde purrete. De hecho, desde ese lugar sacrificado de la carbonería familiar, supo de la importancia del trabajo. Asimismo, siempre encontraba un momento para construir sus obras, como así los más diversos soportes para poder expresarse. Su vida siempre transcurrió entre sus congéneres, entre los que lograba adhesión y simpatía inmediatas. Es un hijo de su generación.
Su pueblo de La Boca fue el protagonista indiscutido de su obra, lo que al mismo tiempo lo convierte en identitario de modo más que rutilante, puesto que los argentinos que nos enamoramos de ese rincón porteño, lo llevaremos por siempre en un rincón del corazón. Párrafo aparte merece la virtud de Quinquela Martín a la hora de enhebrar amistades y relaciones, algo que pudo combinar con su muy fino sentido del humor, como podremos ver en las próximas entregas.
(viene de la edición anterior)
“Sus primeros retratos
“Había empezado a dibujar inspirado en las escenas y colores que observó en el puerto, usaba técnicas intuitivas dado que ignoraba los más elementales conocimientos de dibujo, eran rudimentarios, torpes, utilizando carbón y lienzos de madera como elemento de trabajo que posteriormente eliminaba para evitar las bromas de sus compañeros.
“A los 14 años entró a la Sociedad Unión de La Boca, un centro cultural vecinal donde se reunían estudiantes y obreros para conversar. En esa academia se enseñaba casi de todo, desde música y canto, economía hogareña y otros cursos prácticos, mientras de día trabajaba en la carbonería familiar.
“Con 17 años entró al Conservatorio Pezzini-Stiatessi, parte de la Sociedad Unión de La Boca, donde estudió hasta 1920. En esa academia conoció a Juan de Dios Filiberto y otros colegas con quienes se relacionaría durante toda su vida. Su maestro fue Alfredo Lazzari, pintor que le dio sus primeros conocimientos técnicos sobre el arte. Como práctica le daba yesos donde reproducía dibujos en claroscuro y realizaron excursiones a la Isla Maciel los domingos por la tarde para entrenarse con el dibujo de las escena al natural. Continuó hasta los veintiún años con el curso.
“Como este ambiente era muy distinto al que estaba acostumbrado, lleno de carbón y alejado de los libros intentó incorporar todo el conocimiento de golpe, después del trabajo iba a alguna biblioteca para intentar cubrir la carencia de educación formal. De toda la literatura que leyó la que más le impactó fue El arte del escultor francés Auguste Rodin: fue la que le despertó su vocación. En ese texto, Rodin dice que el arte debe ser sencillo y natural para el artista, la obra que requiere esfuerzo no es personal ni valedera, conviene más pintar el propio ambiente que “quemarse las pestañas persiguiendo motivos ajenos”. De esas enseñanzas Quinquela extrajo: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo.” Nunca se apartó de este dicho: su aldea sería el barrio de La Boca, sus vecinos y el puerto.
“Durante esta época comenzó a frecuentar las tertulias que se realizaban en la peluquería de Nuncio Nucíforo en Olavarría al 500, donde se conversaba de política, de cultura, de técnicas pictóricas y otros temas y se compartían lecturas y preocupaciones.
“En 1909 enfermó de tuberculosis; en esa época la enfermedad causaba muertes. Sus padres lo mandaron a la casa de su tío, en Villa Dolores, Córdoba, para que se curara con el aire serrano. Fueron seis meses de reposo en los cuales se curó de la enfermedad y conoció al pintor Walter de Navazio, exponente de la pintura romántica que dibujaba los sauces y algarrobos que adornaban el paisaje y con quien pintó al aire libre. Pero el paisaje cordobés no lo inspiraba tanto como el puerto y este ambiente le hizo reforzar su idea de retratar solamente su propio mundo.
“De regreso a su hogar, ya con la idea firme de continuar con su obra, montó un taller en los altos de la carbonería, donde recibió la visita de Montero, Stagnaro y Juan de Dios Filiberto, quien además modeló para él. Más tarde se convirtieron en inquilinos del lugar. Esta situación –los óleos sobre el lugar, el constante paso de gente y las discusiones hasta altas horas de la madrugada– sorprendió a los Chinchella. Benito usó huesos humanos para estudiar su anatomía y se difundió el rumor que en el taller habitaban los fantasmas de los “dueños” de los esqueletos: se exageraba tanto que un día un amigo llevó todos los restos óseos al cementerio. Todo esto no contaba con la simpatía de Don Manuel, porque descuidaba su trabajo en el puerto. Un día, a raíz de las fuertes discusiones y a pesar de que su madre lo apoyaba, Benito abandonó el hogar familiar, aunque siguió trabajando en el puerto para mantenerse y le dedicó más horas a la pintura debiendo alimentarse solo de mate y galletas marineras.
“Su vida fue a partir de entonces muy parecida al vagabundeo: durante un tiempo vivió en la Isla Maciel, donde se relacionó con ladrones y malandras, lo cual no le incomodó. Llegó a conocer una escuela de “punguismo” (carterismo) con base en esa zona y le ofrecieron ser parte de ella pero no le interesó la idea. Pintó muchas telas con imágenes del lugar y aprendió mucho de los punguistas que –además del robo disimulado– tenían una serie de códigos de honor y hermandad que le interesó. Todos estos saberes abrieron su mente e hicieron más rica su pintura.
“Montó sus talleres en distintos lugares, desde altillos hasta barcos (tuvo uno en el “Hércules”, un navío anclado en el cementerio de embarcaciones de Vuelta de Rocha) sin embargo no duraría mucho con estas mudanzas, los ruegos de su madre para que regresara porque no vivía tranquila, más el consejo que le dio (“Si no te gusta el carbón, buscate un empleo del gobierno”) lo hicieron retornar al hogar y conseguir un empleo como ordenanza en la Oficina de Muestras y Encomiendas de la Aduana en la Dársena Sur. Su nuevo empleo consistía en limpiar ventanas y cebar mate, lo que le dejaba tiempo libre para pintar. Trabajó allí hasta que le solicitaron tareas de mensajero y traslado de caudales. Presentó su renuncia indeclinable, temeroso de lo que podía pasar si le robaban una encomienda, para entonces sabía mucho de punguismo.
“A los pocos meses, en el año 1910, se presentó en una exposición, una muestra de todos los alumnos del taller de Alfredo Lazzari en la Sociedad Ligur de Socorro Mutuo de La Boca con motivo del veinticinco aniversario de esta sociedad. Participaron Santiago Stagnaro, Arturo Maresca, Vicente Vento y Leónidas Magnolo todos ellos principiantes y aficionados. Era el debut de Quinquela quien expuso cinco obras: el óleo Vista de Venecia, dos dibujos realizados a pluma Vista de Venecia y dos paisajes confeccionados con témpera. Estas obras, ahora perdidas (excepto por los dibujos en pluma), eran algo torpes pues no había adquirido la habilidad suficiente en sus manos.
“Benito deseaba crecer como pintor y sabía que debía mejorar su técnica para lograrlo. El maestro Pompeyo Boggio le enseñó técnicas de dibujo natural. Junto con Quinquela estudiaron Adolfo Bellocq, Guillermo Facio Hebequer, José Arato y Abraham Vigo, todos ellos se inspiraban en los problemas sociales del país según afirma el crítico Jorge López Anaya. Formaron el denominado Grupo de los Cinco o Artistas del Pueblo y, entre otras actividades, escribieron artículos en el diario La Montaña de Leopoldo Lugones. Perseguían la utopía de transformar la sociedad desde el arte, hallarle un sentido, una función al arte dentro de la compleja sociedad moderna.
“Ante los rechazos que sufrieron Quinquela y sus compañeros para participar en el Salón Nacional, la principal galería que tenía la ciudad, crearon el Primer Salón de los Recusados, dedicados a los artistas no admitidos en el Salón Nacional. Fue creado en la avenida Corrientes 655 en un local cedido por la Cooperativa Artística. Allí Benito expuso Quinta en la Isla Maciel y Rincón del Arroyo Maciel, obtuvo críticas divididas: positiva del diario La Nación y de Crítica y negativa, considerada un desacato por parte de los jóvenes pintores por el diario La Prensa, el semanario Fray Mocho y José Gabriel de la revista Nosotros. Lo significante es que la prensa, mal o bien, se había empezado a fijar en sus trabajos.
“Se anotó como profesor de Dibujo en la escuela Fray Justo Santa María de Oro, dependiente del Consejo General de Educación, donde los obreros adultos concurrían a completar sus estudios secundarios, en el horario vespertino. Quinquela les enseñaba los secretos del dibujo ornamental con el fin de aplicar el arte a la industria. La idea concebida junto al maestro Santiago Stagnaro era acercar el arte a la clase obrera.
“La revista Fray Mocho le dedicó una nota publicada el 11 de abril de 1916 que hablaba exclusivamente sobre él, redactada por Ernesto Marchese titulada El carbonero donde el autor expresaba la admiración por su obra. Este artículo fue publicado después de que los diarios La Nación y Crítica hicieran una crítica positiva de las pinturas de Quinquela.
“Este artículo lo ayudó a tomar la decisión de dedicarse por entero a la pintura y además le permitió conseguir su primer cliente el inmigrante español Dámaso Arce radicado en Olavarría, Buenos Aires. Dámaso le escribió alentado por la publicación y adquirió la obra Preparativos de salida, que el pintor entregó en persona a su comprador en el puerto. Allí conversaron y el español se interesó por la vida de Benito dado que él mismo había adoptado chicos huérfanos porque era incapaz de tener hijos propios. Y tras conocer este caso se cree que adoptó quince chicos más, con el objetivo de descubrir otro talento artístico. No llegaron tan lejos pero el último de los niños adoptados estudió pintura y atendió la colección de pintura de su padre que llegaría a ser el Museo Hispanoamericano de Arte de Olavarría.
“Los editores de Caras y Caretas prestaron atención a la nota y publicaron una copia de uno de sus cuadros, lo que provocó que Benito se sintiera a gusto pintando sin tener que esconder sus útiles bajo la bolsa de carbón. Y su padre al leer la noticia en el diario sintió más respeto por la vocación de su hijo y solía comentar: “Tenemos a un gran artista en casa, lo he leído en los diarios”.”
(continuará)
Texto: De la red de redes