Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
El avión ya había dado tres vueltas concéntricas en ese cajón de montañas y uno, que no es aviador ni matemático calcula que, en la próxima vuelta, de seguir así nos estrellamos contra uno de los cerros, que ya no eran verdes de selva, ahora había casas, muchas pequeñas casas.
Perdí la compostura y no fui el único, la señora sentada dos asientos de por medio a mi ventanilla, del otro lado del pasillo emitió un gritito, pequeño sí, pero de miedo. Como de película de terror. Ella tenía entre sus piernas dos bolsas chismosas, de esas de llevar a la feria o la verdulería, pero más altas, como el doble, repleta de cajas y paquetes de comida. Eso llamó la atención a mi mirada de clasemediero de fin de siglo viajando en avión.
El gritito fue justo cuando el piloto torció más la nave, inclinándola. Los que iban sentados en el otro extremo de la fila se tuvieron que sostener del asiento para no caer sobre mi cabeza. La escena era como para acompañar con coros de grititos a la señora de las bolsas chismosas. Decidí mirar por la ventanilla para ver algo menos alarmante, justo cuando el ala pasó tan cerca de la terraza de una de esas casitas, que se llevó enganchado en la punta un pantalón de jean que colgaba, secándose al sol de aquel invierno en un país donde no había nieve, y que no terminaba de curar las heridas del huracán Mitch.
Llegué invitado por una oficina internacional para dictar cursos de producción radial en varias universidades. Aquello fue una sorpresa para nosotros recién llegados a Toronto. Una querida amiga que vivía en Tegucigalpa se encargó de hacer todo lo necesario y asegurar que esa mañana de febrero de 2001, llegara sano y salvo a un aeropuerto que se me antojaba parecido a la vieja terminal de trenes de Mendoza, allí donde avenida Las Heras se transforma en Juan B. Justo.
Al salir de la terminal en el auto tuvimos que esperar un rato, porque el tránsito estaba detenido, pues había un avión que estaba saliendo, o llegando. En esa época la pista pasaba sobre la avenida y cortaba la circulación de vehículos en una ciudad repleta de autos, todos tocando bocina al mismo tiempo. Iba acompañado por el comité de bienvenida a Honduras, mi amiga quien me preguntaba por la familia, el viaje, los niños, el impacto del cambio de país y todas las cosas que los amigos quieren saber sobre el bienestar de quienes son parte de uno mismo. La encargada del curso, más circunspecta me preguntaba del viaje, de la llegada a Tegucigalpa, del trasbordo y la noche en Houston, de la preparación de la agenda y empezó a nombrar qué haría hoy, mañana y pasado. Para mí, todas las preguntas caían en un saco y allí las dejé, para responder después, sólo movía la cabeza y emitía ruidos guturales.
No me alcanzaban los ojos para ese mundo nuevo y distinto. Sí, está bien, había hamburguesas McDonald y carteles de Coca-Cola, pero también puestos de venta en cada esquina, donde ofrecían todo lo imaginable. Siempre muchas niñas y niños se acercaban a las ventanillas del auto y pegaban al vidrio sus ofertas. Las voces quedaban sofocadas por el atronador ruido del tránsito y los esfuerzos del chofer para que no le ensuciaran el auto. Paquetes de galletas, bolsitas con trozos de mango verde con una ración adicional de ají molido, llaveros, encendedores, conjunto de peine y necessaire, para cuidar las manos con crema incluida, una oferta de tres limas y algo que no supe hasta después que eran tortillas de harina de maíz.
En un segundo plano vi, con susto y sorpresa, un muchacho parado en la esquina, con un arma terciada en la espalda que le sobresalía por todos lados. Otra vez vino a mi auxilio la instrucción militar, aquello parecía un fusil ametrallador Mag. Un arma que debe pesar más de 10 kilos y larga como un niño, más de un metro, que dispara mil balas de plomo recubierta de metal del tamaño de una batería pequeña. Una tremenda arma, que bien podría haber llegado de Argentina, donde se fabricaban con licencia, y traída a Honduras por algunas de las tristemente célebres “ayudas militares de los ejércitos hermanos de América” que expandieron por todo el continente esa mala costumbre de apalear pueblos y abollar ideologías, como sentenció Quino.
No sería al único que vería armado y por las calles, como si nada. Los encontré en las puertas de las casas vecinas donde estaba alojado. En la entrada de la universidad privada, había acostados en la entrada del complejo, dos muchachones vestidos de civil, con dos de esas armas apuntando al portón de entrada, protegidos por un cerco de bolsas de arena. Sorprendido, pregunté a la responsable de la universidad en un recreo del curso a qué se debía ese despliege tipo militar y ella me respondió con toda naturalidad:
– “Tenemos que cuidar a nuestros alumnos que son depositados por sus padres aquí confiando en nuestra idoneidad” …
– Para la instrucción específica, acoté.
– Claaaro dijo ella – arrastrando la “a”, mientras calculaba la respuesta a mi inquisidora conversación… y que nadie vaya a secuestrar a sus hijos, añadió como si nada.
Me dejó helado aquella conversación. Miré con otros ojos a los jóvenes estudiantes, que se agolpaban en el aula para escuchar al invitado desgranar su experiencia de productor en una radio exitosa en un país lejano, pero con cierta fama.
Al terminar el día en aquella universidad privada me llevaron a comer algo ,a un bar estilo mexicano donde servían esas tortillas con “carnita”, muy sabrosa y muy picante, que sólo se ahogaban con cerveza Corona. Miraba al grupo que me llevó, adultos jóvenes que hablaban perfecto inglés, ligados al trabajo en las agencias internacionales, algunas de mucho arraigo y otras llegadas para “ayudar”, a raíz de la devastación del huracán Mitch.
El bar era bullicioso, con música de fondo algunos decibeles por encima de mi comodidad. Todavía estaba intentando acomodar mi entendimiento, después de una larga tarde en la escuela de periodismo contestando preguntas sobre el trabajo en radio, sobre la radiofonía en Argentina, sobre el país, sobre mi experiencia, sobre Canadá. Estudiantes, jóvenes entusiastas y muy correctos con el extranjero. Algunos indagando y con ganas de salir a conocer y quedarse en otra parte del mundo.
Los comparé con este grupo que ya había salido al mundo, que había intentado la vida en otras partes y que al fin estaban en Honduras siendo anfitriones de un argentino. De repente, la música del bar se coló en mi conciencia. “Estoy parado sobre la muralla que divide todo lo que fue de lo que será”, puse cara de descolocado y alguien salió a mi auxilio: “…sí, son los argentinos, Los Enanitos Verdes, aunque hay muchos que creen que son mexicanos”.
Recordé a Marciano Cantero, sentado en la recepción de Radio Nihuil tratando de entender por qué había fracasado la “Fiesta del Día de los Estudiantes” en el estadio Malvinas Argentinas, donde ellos se habían comprometido a actuar gratis para el público. Ese público decidió estar libre y sin las ataduras, o del encierro que el estadio mundialista podría representar. Nadie fue a verlos, se quedaron todos en el Parque General San Martín. Los Enanos paridos en Mendoza, ídolos en México.
En la universidad estatal el grupo de asistentes, más dinámico y opinador, me contó de los argentinos en los equipos de fútbol, en los restaurantes y parrillas, también de los militares portadores de procesos de reorganización nacional. Y armas. Porque los conflictos armados de Centroamérica dejaron un saldo de dolor y muerte.Y muchas armas.
En el grupo había no sólo estudiantes, sino también periodistas en actividad. Algunos de ellos me llevaron a conocer la ciudad y terminamos en una recepción oficial, en uno de los lujosos hoteles del centro de Tegucigalpa. Marcada diferencia, mucho más que entre la privada y la estatal. Un ejército de empleados ordenaba y mantenía todo limpio, largas mesas con diversos manjares eran custodiados por mozas y mozos hasta el final del acto.
Habló el ministro de algún área de acción social, agradeciendo a alguien, que cuando nombró apareció desde atrás de una cortina y fue recibida con aplausos fuertes y cerrados. Me sorprendió el trato a la esposa de un embajador. Las razones vinieron después, cuando todos se abalanzaron sobre las mesas y los colegas intentaban resumir más de cien años de presencia de los Estados, como refieren a USA, en todos los aspectos de la vida de los hondureños. Y se nota.
Visité el parque urbano La Leona, en la cima de una de las montañas que rodean la ciudad, desde donde vi los techos de Tegucigalpa y la mitad de un cerro, porque la otra mitad se la llevó la lluvia torrencial del huracán. Luego fuimos al Parque Nacional La Tigra, a 25 kilómetros de la capital, un paraíso donde se preserva el medio ambiente, en una selva a más de dos mil metros de altura sobre el nivel del mar. Por los caminos, vi a trabajadores ir y volver de las fincas cafetaleras, mujeres cargadas con bolsas, igualitas a la de la señora del avión. Vi niños caminar por cuestas que suben y bajan en caminos endiablados, serpenteantes y desparejos. La camioneta me llevó a los tumbos. Una distancia normal de 5 kilómetros insume mucho más de lo imaginable. Y eso, todos los días, ida y vuelta, a la escuela y al trabajo.
Al día siguiente estaba en San Pedro Sula. Otros estudiantes, una universidad privada, un ambiente más de provincia, un grupo de periodistas, algunos que habían dejado Tegucigalpa por la locura de la gran ciudad, con lo apetecible y lo aborrecible de las capitales.
En la noche se me ocurrió salir a cambiar dólares por Lempiras, quería tomar un café. Salí del hotel caminando y a poco estaba metido en una peatonal llena de gente. Cuando fui a preguntar a un señor donde podía cambiar moneda, me di cuenta que me estaba rodeando un grupo de varios jóvenes y no tanto, que parecía me habían radiografiado el bolsillo. Avance un largo paso hacia ellos e inmediatamente giré y me volví al hotel casi sin aire. Desperté en el hotel y no supe qué pasaba, qué día era, en qué parte del mundo estaba, no tenía idea de la hora, era aquel calor una pesadilla intensa, ¿no es que estamos en invierno? ¿No está afuera la nieve que recién empiezo a conocer? Pregunté por teléfono la hora y quise saber si había posibilidad de desayunar.
Al bajar, vi a los mozos arreglando las mesas, era muy temprano. Uno de ellos se acercó, me invitó a sentarme y gentilmente me ofreció desayuno continental. Traté que mi mirada no fuera muy elocuente, “… no he viajado medio mundo para desayunar lo mismo en todas partes -le dije-. Me gustaría probar el desayuno que ustedes acostumbran tomar cada día en este país”. El mozo sonrió, me dijo que demoraría, que mientras me ofrecía café. “…sólo si es parte de vuestro desayuno tradicional”, le insinué.
Cuando llegó el plato que apetecía, desde el aroma nomás, entendí cómo se hace posible trajinar en un país donde la realidad y la naturaleza obliga en todo momento a acomodar nuestros deseos, caminos imposibles de caminar, lluvias, huracanes, piedras, sequías, alimañas, cosechas intensivas. Y el peso de la embajada.
La bandeja, ya que no era un plato, desbordaba con un trozo de carne cocido en sartén, un par de huevos “estrellados” o sea fritos, un par de cucharadas de una pasta de porotos rojos, un par de pequeños chorizos asados, un plátano cocido, un trozo generoso de aguacate (palta), dos tortillas de harina de maíz, un trozo de queso duro blando (no es un error): así se llama, y un pote con crema de leche. Dos días después empezaba a volver a Toronto y creo que aún estaba tratando de digerir aquel manjar, simple, sustancioso y bien hondureño.
De camino al aeropuerto, donde fueron a despedirme muchos de los que habían participado en el curso sobre producción radial, me impactaron unos inmensos galpones, varios galpones. Muchos de ellos con gente que entraba o salía. Parecían grupos de trabajadores. ¿Qué es?, pregunté. Me explicaron que esas eran las maquilas, galpones de ensamble casi en el predio del aeropuerto, adonde llegan artefactos de todo tipo desarmados, desde cualquier parte del mundo y salen los productos terminados. No pasan por aduana, no pagan impuesto. Dan trabajo, lo que no es poco. Pero con salarios que son un porcentaje mínimo del que se paga en Canadá, por ejemplo. Desarrollo desigual y combinado, podría decir alguien. La otra ayuda, es otorgar permisos de trabajo temporario en los Estados (Unidos), entonces hombres y mujeres se toman un avión para ir a trabajar y vuelven cargados con mercaderías de lo más variadas y, seguramente, más baratas, como las inmensas bolsas chismosas de la señora del gritito cuando llegaba a Honduras.
En el avión que me llevó de regreso al primer mundo tuve tiempo de procesar lo vivido y anticipar la alegría de mis hijos al verme regresar a sus vidas. Con esa ilusión, compré el primer libro de Harry Potter en el aeropuerto de Dallas, y en español.
En el trámite de ingreso sólo tuve que mostrar mi pasaporte y mi permiso de permanencia en el nuevo país, al cual ya había aprendido a extrañar. El oficial me dio la bienvenida a mi regreso a casa: “Welcome back to Canada“.
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.