Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Al mes de llegar al frío invierno canadiense creía que ya me las sabía todas, quizás un resabio de los años en que viví en Buenos Aires, esa ciudad que Borges me enseñó a amar y, parafraseándolo pero en otro sentido, “o nos une el amor o el espanto”; no importa el porqué, pero se la ama tanto. En Toronto hace veinte años, entraba cada mañana a mi trabajo en el asilo a la hora en que raleaban en las mesas los demorados para el desayuno. Atravesaba el salón y alguno me preguntaba que prepararía para el almuerzo. Siempre les sonreía sin saber qué decir, porque aun no había llegado a leer las instrucciones con el menú del día y porque además muy pocas veces entendía las palabras que me decían. Captaba el gesto amigable, la búsqueda de contacto humano, la relación que se intentaba construir con el recién llegado. Yo era el proveedor de comida, entonces me transformaba en la película central del espectáculo rutinario del asilo de ancianos.
Hasta que una mañana me crucé por primera vez con la administradora quien amablemente sonrió al verme entrar como lo venía haciendo todos los días desde la primera vez. Más tarde, cuando terminamos con el trajín del almuerzo, me llamó el chef y me dijo que desde el próximo día debía entrar por la puerta de atrás, la que daba directo a la cocina; que era eso lo que se esperaba de mi. Para aflojar la tensión, dijo que me quedaba más fácil si venía caminando desde mi departamento. Era cierto, sí. No era todo lo que se me estaba diciendo, pero aun no entendía qué quería decirme con esa indicación.
Del grupo de los trabajadores, estábamos los de la cocina, los de la limpieza y los de administración. No era común que hubiera ruptura de la rutina, hasta que me tocó un domingo ser parte de un sainete de peleas, gritos y susurros que incluyó a la policía, que aquí, como las escuelas, son de incumbencia municipal.
Aquella mañana de domingo se me acercó una de las señoras que hacía la limpieza, una de las trabajadoras. Siempre me pedía un “bagel”, que un pan de origen polaco en forma redonda que tiene un agujero en el medio y una superficie crujiente. Ella me pedía uno de pan integral y fue quien me enseñó a cortarlo al medio para ponerle queso crema.
Se acercó a la cocina y estaba agitada, fue poco después del desayuno. Me anunció desde el vano de la puerta: “… he llamado a la policía, porque el insoportable del cuarto piso, el que siempre tiene problemas, se ha peleado con todos hoy, y no me hace caso…”
Me solidaricé con ella; le ofrecí algo para beber y también para acompañarle si fuera necesario, por su seguridad. Ofrecí mi valentía sólo como gesto de solidaridad. Pero ella rechazó de plano mi ofrecimiento, dijo que me estaba informando, pues cuando llegara la policía yo tenía que hacerme cargo dado que era la máxima autoridad en el asilo.
Así fue como me cayó encima el organigrama de las jerarquías, las responsabilidades, los deberes y los derechos. Más tarde, cuando llegó el patrullero, entre mi pobre manejo del inglés y los clásicos prejuicios anti latinos por la historia de las policías en nuestros países, los atendí con las piernas temblando. Alcancé a balbucear la situación que estábamos teniendo en el cuarto piso. Los policías me pidieron les muestre el camino a las habitaciones del revoltoso y se hicieron cargo del alboroto con muy buen tacto y eficacia. Para mi sorpresa no hubo ninguna consecuencia y todo terminó allí. Probablemente los policías sabían con quién lidiarían y no respondieron autoritariamente. Solo hicieron uso de la autoridad que tiene el monopolio del uso de la violencia, avalado por ley. Fueron muy amables.
A los pocos días otra de las señoras que estaban a cargo de la atención de los adultos mayores, una de cuyas responsabilidades era administrar la medicación, dejó sobre la heladera del salón donde ellos comían, un tremendo tupperware con todos los medicamentos que tomaban cada uno de los 80 internados. Ella mantenía las diversas pastillas ordenadas, y cuidaba con celo el conteiner. Yo conocía ese contenedor de plástico transparente, pues ella era la única persona, fuera de los que trabajábamos en la cocina, que podía entrar a la cocina. Siempre pasaba bamboleando su cabello rubio abrazada a esa caja plástica. Usaba ese atajo para llegar a la administración, sin pasar por el salón a dejar la preciosa carga de drogas legales en lugar seguro. Ese día los medicamentos quedaron ahí, sobre la heladera.
Por la tarde y después que el chef me diera las últimas indicaciones antes de partir, le advertí sobre el “tupper” de los medicamentos. Agitado y nervioso por la falta de cuidado, me agradeció y partió con la caja a la administración. Un par de días después fui llamado a una reunió en la oficina pincipal.
En ese ámbito se ventiló el grave incidente que llevó a la calle a esta joven madre. Dejar medicamentos a mano de los adultos mayores internados los había dejado expuestos a un serio peligro. Alguno podría haber tomado para sí la famosa caja, e intoxicarse con medicamentos de todo tipo.
Nunca me había sentido tan incomodo y fuera de lugar. No hablé, fui testigo de cuando el chef relató lo que yo le había contado. La administradora, una mujer grandota que ocupaba todo el ámbito de la pequeña oficina me preguntó si era así, dije que sí. Intenté hacer una ampliación de lo que pasó ese día; no pude, no era importante lo que pudiera decir. ¿Había sucedido o no? ¿Quedó el tupper arriba de la heladera? Sí, repetí, y permanecí masticando impotencia y vergüenza apretujando mi delantal que alguna vez había sido blanco y que tenía los restos de lo que había estado cocinando antes de entrar en ese infierno.
Poco más de una década antes, cuando era un recién llegado a la Radio Nihuil transitando los mismos caminos de un necesitado de trabajo y encima nuevo en el lugar, me topé con una huelga. La intersindical radial lanzó un paro general en todos los medios del país. Adherían los distintos gremios: locutores, periodistas, operadores. Los trabajadores sindicalizados, que eran la mayoría, no irían a trabajar.
En los días previos al paro, uno de los responsables de la dirección de la radio apareció por mi ofcina. Abrió la puerta del estudio pequeño en el corazón de la radio, allí en la calle Echeverría. Desde el marco de la pesada puerta de madera y sosteniendo una hoja de papel con un listado de nombres, me dijo con su voz de locutor profesional: “usted… el día del paro, ¿va a venir a trabajar?”.
Mientras él hablaba me empecé a incorporar en la silla, bordeando el escritorio tomé de allí una hoja de papel cualquiera, sólo para estar en igualdad de condiciones y mientras tanto iba pensando cómo le respondería. En esa hoja, que había tomado azarosamente de entre todas las del escritorio, se veía claramente que estaban escritos, con letras bien grandes, el pronóstico y los datos del tiempo, temperatura y humedad, lo usual. Entonces encaré a pasar por la puerta con la urgencia de quien lleva agua a los sedientos en medio del desierto. El tipo sabía de mis obligaciones, era una de las tareas que se le pedían al productor: mantener actualizados los datos del tiempo. Es lo primero que puede atinar a decir un locutor cuando se prende la luz roja del estudio “… la temperatura actual en la ciudad de Mendoza…”
No me dejó pasar, me estaba urgiendo a que le responda. Bajó el brazo impidiéndome seguir. Insistió “… ¿vendrá el lunes a la mañana? Tengo que saber cuales son los puestos que tengo que cubrir”. Con mi mejor cara de póker hablé, mirándole directamente a los ojos, levemente hacia abajo. El tipo siempre usaba zapatos con tacos más altos que lo normal para elevarse un poco del suelo. Aun así, seguía siendo más bajo que mi metro setenta y ocho. Dije con voz firme y ánimo contenido “…voy a hacer lo que haga el resto de mis compañeros…” y le separé el brazo del marco, pasé y fui a meterme en el estudio aledaño. Necesitaba respirar y desaparecer de ese abuso de autoridad encubierto de responsabilidad, apoyado en un listado de carneros rompehuelgas.
Más tarde el subdirector de la radio, desde su campechana autoridad, me pidió que buscará un vaso en la cocina. Volví con el vaso vacío en la mano, me pidió que cerrara la puerta de su oficina y me invitó a sentarme. Miró por sobre mis hombros lo que hacían en la sala de prensa, que él dominaba desde su escritorio. Con la seguridad que nadie violaría la intimidad de su oficina y la autoridad de su cargo, abrió el cajón grande de su escritorio y sacó una botella de ginebra y un vaso. Lleno el suyo y también el que entonces supe era para mí. ¡Salud! me dijo y me invitó a beber.
Cerró la botella y la guardó en el cajón. Sobre el escritorio quedaron los vasos medio llenos. Rebuscó la forma de decírmelo mientras saboreaba la ginebra Bols y al fin lo dijo. Me había peleado con una persona que sería capaz de cualquier cosa con tal de destruirme, podría mentir lo que sea, incluso podría afirmar que yo miraba con deseo a la madre del dueño de la radio. Me aconsejó que tuviera mucho cuidado, que había puesto el pie en el camino incorrecto. Tomé de un trago el resto de la ginebra de mi vaso, intenté argüir sobre el sentido de la huelga. No me dejó avanzar en el razonamiento y moviendo la cabezota de lado a lado dijo: “…no le estoy hablando de la huelga, estoy hablando de la persona que usted eligió para pelear”.
Lo de la radio había sido una elección a la que me acomodé con la conciencia de mi lugar. El episodio en la dirección del asilo fue una trampa donde aprendí el valor de la delación. Como no había cursado la escuela aquí, esa tarde rendí libre todos los grados de la primaria.
Conocí de las clases de primaria aquí en Toronto cuando, a mediados de enero, a los pocos días de llegar, fui testigo circunstancial de un episodio con los alumnos de tercer o cuarto grado en la escuela del barrio portugués.
Estábamos en la clase de inglés, y el profesor tejano dijo que tenia previsto pasar una película, pero que no podría ser hoy porque el TV estaba roto. A menos que alguien se anime a conectar un TV prestado a la videocasetera. Levanté la mano y fuimos juntos hasta el aula que estaba al lado de la nuestra. Al llegar escuchamos al maestro decir con un tono de voz intenso: “…¿quién fue el que quebró la tiza azul?, preguntó de frente a la clase”. Nadie dice una palabra. El peso del grupo de pares, por contraposición ante la autoridad es muy fuerte. Entonces el maestro pone en práctica el plan delator. Dijo: “…voy a ir a la Dirección, pero dejaré una caja aquí, sobre el escritorio para que todos escriban el nombre de quien fue. También, si quieren pueden poner un papel en blanco” dejo caer por compromiso.
¡Niños de 9 o 10 años! La escuela empieza a validar al arrepentido y pone los cimientos para justificar las acciones que tiene quien detenta el poder. Yo creí que entendía, pero no quería entender.
Estábamos allí con mi profesor tejano de inglés, para pedir prestado el televisor para ver una película en nuestra clase. Le pregunté a mi maestro qué significaba eso que estábamos viendo. Me dijo que los alumnos tienen la oportunidad de ayudarse y ayudar a ese grupo a que sea mejor. No es por la tiza, es por el acto de no seguir las reglas: las tizas no se quiebran y punto. La delación como valor. Las piezas del tetris seguían cayendo y calzaban en mi cabeza de recién llegado, aun no estaba la figura completa.
A mediados del tórrido diciembre mendocino del 2000 y sentado en mi escritorio del barrio “cemento dos” (Cementista 2) como le decían los radiotaxis, hablaba por teléfono con mi compañera en Toronto. Ella buscando un techo cálido, un trabajo, un lugar donde florecer. Yo desarmando la casa, guardando lo imposible de dejar e imaginando lo que me contaba, poniendo imágenes a sus palabras. Una tarde me puso para hablar a un argentino radicado por más de una década en las cercanías de Toronto. El me dijo: “…mirá Rodrigo, si sos capaz de aguantar que una persona que no tiene ninguna capacitación y que la única autoridad es la de ser tu jefe; si vos podés tolerar que el tipo te basurée de arriba abajo, que te insulte… que es lo que te pasará aquí; podés venir y tendrás trabajo”. Recuerdo el episodio y aun siento frío en mi espalda, no el de la conversación sino el de la heladera en el asilo. Pero esa historia la dejaré para más adelante.
A los quince días de trabajo en el asilo uno de mis compañeros me dio un sobre que trajo de la administración. Adentro estaba el cheque de mi primer salario. No lo abrí hasta llegar a casa. Después del baño en que me sumergía en la bañadera para dejar que el calor intenso del agua igualara las sensaciones de todos los músculos de mi cuerpo, recién empecé a ponderar lo que tenía en la mano y en el corazón. Hasta ese día sólo había tenido la oportunidad de sentir la injusticia muy en lo profundo. El dinero nunca me ha importado, ahora además lo tenía en un cheque, puntualmente “every other week”. Quincenalmente.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.