Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
“Después que terminés de sacarle todos los huesos, vas a poder manejarlo con mucha facilidad, pero quedará muy frágil. Así que cuando este listo, después de ponerle todo el relleno, lo atás bien con un piolín (cordel) de esos que usábamos con los barriletes (cometas) y lo tenés que apretar bien, con mucha fuerza”. Mi hermano acercaba la distancia con el recuerdo de las cosas que hicimos cuando niños. Yo estaba en el departamento de Toronto y él estaba en una ciudad del sur de Argentina. Lo había llamado para pedirle que me explique cómo hacer un pollo relleno deshuesado. Hasta ese momento me sentía muy seguro de poder aprender por teléfono y acometer la tarea sin posibilidad de fracaso.
El chef jefe de la cocina del asilo de ancianos en el que trabajaba me dijo que, dado que nací en Argentina, tenía que preparar un pollo relleno “… así como lo hacen los argentinos, solo a ustedes les queda así de sabroso”. Nunca en mi vida había preparado un pollo relleno, no sabía como deshuesarlo. Hace 20 años Google era un buscador de internet, pero creo que a nadie se le ocurría buscar una receta. La biblioteca pública podía ser una opción.
El reloj había empezado a correr desde el momento en que me había comprometido a preparar el apreciado menú, así que marché a la biblioteca el domingo con toda la familia. La biblioteca era pequeña para la cantidad de padres con hijos para quienes, como nosotros también, este era un paseo fascinante y barato. Llena de libros y accesibles para todos. Desparramados en el piso, sobre las mesas pequeñas, en los sillones cómodos que invitaban a sentarse. Y yo buscando entre los libros de cocina una receta de pollo deshuesado. Obvio, no la encontré, menos mal. Hubiera sido muy evidente que la receta no era de las pampas nuestras. En este lado del mundo cuando se cocina la carne, de cualquier animal, debe llevar romero. En Italia se burlan de esa costumbre y los argentinos descendemos de los barcos, muchos de ellos salidos de Civitavecchia.
Mi último recurso fue comprar una tarjeta de llamadas e intentar hacer un curso rápido de cocina por teléfono. El pedido semanal llegaba el martes y allí vendría el pollo que debía deshuesar y rellenar. No hubo tiempo para ensayar, que hubiera sido lo ideal. Así que el martes llegué al asilo pensando que sería una de las últimas veces que tendría ese trabajo en la cocina. Lo único que sabía era lo que mi hermano me contó.
Lo peor no fue tener que hacerlo; sino tener a todos mis compañeros mirando lo que hacía. Pedí permiso para usar los cuchillos sagrados, un set de cuatro pequeños cuchillos siempre bien afilados, que el chef cuidaba estuvieran siempre a su mano cuando -extraordinariamente- se dignaba a cocinar o enseñarnos alguna técnica de preparación. Salí orondo de su pequeña oficina al lado de los refrigeradores, con el estuche de los cuchillos y todos me miraron con envidia. Sentía el murmullo de sus bromas y chanzas. Desplegué sobre el mesón una lámina de papel y deposité el inocente cadáver de ave que procedería a dejar sin huesos.
Poco a poco todos se fueron acercando al mesón y cuando uno de ellos intentó dar una indicación, se oyó la voz del jefe desde su escritorio “…déjenlo solo a Rodrigo, que le tiene que quedar bien cocido como lo hacen los argentinos”.
Aquello era una sentencia de muerte. Yo quería tenderme sobre la hoja de papel en el mesón de la cocina, y entregarme a las habilidades de quienes supieran como ir separando los huesos de los músculos y de ¡los tendones!
Esa era la parte más difícil, porque hay que cortarlos a ciegas, y uno puede estar creyendo que es un tendón y acaba atravesando la capa de músculos. Por ese agujero saldría el contenido y se iría a escurrir todo el juguito con el exquisito sabor del pollo relleno argentino.
En todo momento trataba de recordar las instrucciones de mi hermano. Había sido bien claro en repetir los pasos a seguir; qué hacer primero, cómo seguir y con qué parte terminar. De no respetar el orden no llegaría con éxito al final de la empresa.
Creo que esa tarde de invierno, en esa parte de la cocina separada de las hornallas siempre encendidas, hacía mucho calor, pues las gotas de sudor me resbalaban por la frente hasta estrellarse en los vidrios de mis anteojos.
Me preguntaba porqué no había declinado el ofrecimiento, no había sido una cuestión de orgullo sino de supervivencia. Lo habíamos tenido claro al llegar hace veinte años a Canadá, este país rico y pleno de oportunidades, según se decía. Pero había que trabajar en lo primero que uno encuentra para asentarse. Y poco a poco ir encontrando el lugar donde desarrollar todo el potencial.
La pelea desigual con el pollo, no me parecía mi puerto de llegada. Pero tampoco quería ni podía naufragar en el intento.
Al fin puse el relleno como me había indicado mi hermano, rearmé la forma del pollo, pues el último segmento de las patas y las alitas -al quedar intactas-, le daban el toque distintivo. Eso sí, antes de meterlo al horno tuve la precaución de apretarlo bien, puse mucho cuidado al atarlo, bien fuerte, dando a cada vuelta una fuerte apretada.
Unos meses más adelante y después de las vacaciones de verano, cuando ya había dejado atrás el trabajo en la cocina del asilo de ancianos, estaba parado en el patio de la escuela frente de casa esperando que mi hijo salga de la clase al final del día escolar. Fue entonces que sentí una voz que me saludó con el tradicional “¡Hi!” respetuoso sí, pero con la intención de empezar una conversación.
Lo más difícil durante aquel primer tiempo era poder entender lo que el otro decía en inglés. Al menos a uno le quedaba la posibilidad del monosílabo o incluso el gesto. Que después piensen que uno es descortés, es un problema del otro. Para qué deshidratarse en el patio de la escuela si ya con el calor del fin del verano era suficiente. Para qué agregarle más esfuerzos y que el cerebro me quede como una nuez.
Entonces la voz dijo: “… yo te conozco a vos, sos Rodrigo Briones”. Yo trataba de mirar la puerta por donde debía salir mi hijo, con mas fruición que la de costumbre, alejándome de a pasitos del “friendly Canadian”, tuve que desandar mis pasos evasivos y enfrentar al tipo que me estaba interpelando. Siguió diciendo: “… a vos te conozco de Mendoza, vos trabajabas en la Radio Nihuil. Yo te fui a ver por un tema muy serio en mi laburo y vos no me quisiste atender”.
Ahora, veinte años después y varios litros de vino tinto, kilos de asado y decenas de pizzas de los viernes me podría reír, pero en ese momento una catarata de imágenes se me vino a la mente, quizás empujadas a la superficie por la acusación: “vos no me quisiste atender”.
Claro que me acuerdo de vos, le dije. Vos viniste a la radio, preguntaste por mi. Yo no te podía ir a buscar a la recepción, estaba en una reunión en las oficinas de adelante, de las que daban a la vereda. En aquel momento, tomé el teléfono y pedí a uno de los compañeros de la oficina de producción que fuera a buscarte a la recepción. Cuando pasé por la pecera que era la salita de espera, con su par de sillones, te vi sentado, con tus rulos al viento, hablando con un productor quien me guiñó el ojo y meneó la cabeza como diciendo: no te preocupes yo me hago cargo.Y el productor lo hizo, ¿o no? le pregunté con certeza.
Si, si, claro, me ayudaron. Pero… ¿como es que te acordás del detalle? Y hablamos un poco más hasta que llegaron nuestros hijos y nos fuimos caminando juntos. Al despedirse me volvió a decir, “… pero vos no me fuiste a buscar y además estoy aquí por ese problema. Porque a mí si que me pegaron una apretada bárbara”. A partir de esa tarde nos hicimos muy amigos. Compartimos además de las comidas varios sueños, pero eso lo contaré más adelante.
Apretar es ceñir algo con fuerza, como el pollo relleno. Apretar era también, al menos en los años de mi adolescencia una forma de indicar que uno estaba chapando, besándose ardorosamente en la penumbra. Pero si alguien te encierra en la heladera de una cocina, de esas que uno entra parado y hay estantes alrededor con mercaderías que se quieren conservar; en ese ámbito es poco gentil seducir y chapar. En realidad, allí apretar es presionar e intimidar física y verbalmente, quizás como una amenaza.
El pollo fue un éxito absoluto. Compartimos todos una rodaja e incluso sobró como para que cada uno pudiera llevarle a su familia. Quedó la promesa flotando de repetir la receta, de preparar, incluso, otros famosos éxitos culinarios argentinos. A la semana siguiente, el día después de la entrega de los víveres para toda la semana. A poco de llegar a la cocina del asilo de ancianos el chef, en vez de responder a mi saludo, se paró como un resorte del sillón de su pequeño escritorio y tomándome del brazo me metió bruscamente dentro de la heladera.
Cerró la puerta tras de sí y los dos quedamos ahí adentro, aislados e insonorizados de todo y de todos. Con la voz desencajada y un par de decibeles por encima de su tono habitual me preguntó si yo había ordenado los paquetes de pan en los estantes.
Sí, fui yo; ayer lo hice en la tarde. Eso fue lo que se me indicó que hiciera, dije.
Pues está mal hecho, empezó a gritar al tiempo que tironeaba de las bolsas de nylon que tenían pan cuadrado, pan lactal, pan de molde, integral, blanco y de todos los tipos que llegaban cada semana.
Lo hacía con tanta violencia que las bolsas se rompían, los panes se desacomodaban y al fin el desastre que quería prevenir se agudizaba.
Mi gritaba fuera de sí, con la voz amplificada por el pequeño espacio libre en que cabíamos apenas los dos de pie entre las estanterías. Mientras, él seguía mostrándome cómo se debían ordenar. Cómo se debían poner los paquetes para que el peso no los aplaste. Estaba enajenado e irracionalmente me gritaba a centímetros de mi nariz que el desorden de la heladera era un reflejo del desorden de mi vida, de la mugre que sería mi casa, que seguramente era tan desordenada como él había encontrado la heladera en la mañana, cuando llegó a la cocina.
En ese momento estuve a punto de reaccionar, pude aguantar que me agrediera verbalmente, que me provocara; pero no pude tolerar que se inmiscuyera en la vida de mi familia, extrapolando y concluyendo actitudes, modos de vida y costumbres a partir de un desordenado estante en una heladera. No pude argüir en mi defensa que nadie me había explicado cómo se ponen las bolsas de pan. Solo me habían indicado que lo hiciera. Nunca en mi vida había tenido tantas bolsas de pan, y nunca se me había ocurrido guardarlas en la heladera. No tenía la menor idea.
Pero en aquel momento de agresiones, de insultos y rabietas, en aquella apretada feroz donde veía en riesgo mi trabajo, la tabla salvadora estaba flotando en el recuerdo de aquella conversación en que un inmigrante argentino me había advertido, antes de llegar a Toronto que, si era capaz de aguantarme que me basuréen de arriba a abajo, sólo porque el otro es el jefe; si podía hacerlo, que viniera tranquilo, que aquí tendría trabajo.
Rememoré cada palabra mientras el desaforado seguía aplastando con furor las bolsas de pan. Logré recomponer el ritmo cardíaco con la respiración. Me empezó a dar pena la pobre vida del tipo que necesitaba producir esa escena. No sabía el porqué de su necesidad, hablaba más de él que de mí y yo quería que terminara pronto. Cuando pude, salí de la heladera. La cocina seguía a su ritmo habitual, la sopa hervía suavemente en la olla inmensa, la plancha estaba caliente y limpia para recibir las hamburguesas que, apiladas al costado y con el calor que recibían se iban descongelando. Las charolas de las ensaladas estaban repletas de lechuga decoradas con tomates en el borde. Mis compañeros me miraron sin imaginar ni saber de la apretada que me acababan de pegar.
Una semana después, cuando ya había empezado a buscar otros lugares de trabajo, cuando ya me había hecho a la idea de dejar atrás las bromas y las historias de otros mundos que compartíamos mientras hacíamos la comida para los ancianos, cuando sin haber llegado a conocer a esas 80 almas del asilo, esperaba ver su rostro familiar cada mañana; sin imaginarla siquiera, una llamada telefónica empezaría a descubrir un espacio, pero no sólo geográfico, más allá de las conocidas diez cuadras del radio de nuestro barrio, la escuela, el COSTI, el asilo y el supermercado de la vuelta de aquel departamento donde pasamos el primer invierno, hace 20 años, en Toronto.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.