Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Las cataratas del Niágara han estado presentes en muchas canciones, en muchas películas, en historias fantásticas, en novelas y en series de televisión norteamericanas. Están muy cerca de Toronto, son parte del limite geográfico con el gigante del sur y, como no podía ser de otra manera son una gran atracción turística. Es el lugar obligado de paseo cuando vienen visitas de nuestro país, de los países de cada uno de los habitantes de la ciudad. En Toronto se hablan mas de 150 idiomas. Desde que llegué a este país se ha duplicado la cantidad de gente que llega por el Aeropuerto Pearson, eran 25 millones al año, y para el 2020 fueron 50 millones. Imaginate que muchos de ellos vienen a visitar a su familia ¿a dónde los llevan…? a conocer las cataratas del Niágara. A veces es posible verlas.
Hace veinte años atrás cuando el verano empezaba a asomarse, quisimos ir a ver como por efecto del calor subía la bruma de las Cataratas del Niágara. Lo de ir en bicicleta lo dejamos para Juan Luis Guerra, nosotros quisimos ir en tren. Nostalgia de viajes a lo largo y ancho de Argentina, que la estupidez del fin del siglo pasado canceló. En Argentina nos perdimos ir saboreando el son del traqueteo y bamboleo del tren. El que nos permitía imaginar el encuentro de lo desconocido. De aquello que todos hablan.
Recuerdo cuando viajé por primera vez a conocer el mar. Con mi familia veníamos bajando desde la cálida Tucumán, donde viví parte de mi infancia. De allí nos mudamos a Buenos Aires, el preámbulo de cuatro años en Bahía Blanca.
Llegamos al sur los primeros días de enero de 1967. Para el día de Reyes un tío que vivía allí nos invitó a ir a Monte Hermoso. Ese nombre no me decía nada. Hasta que amplió la invitación, quizás al ver mi cara de nada. Allí podremos nadar en el mar, dijo. Entonces se encendió mi curiosidad.
Cien kilómetros de viaje en un vehículo “cross country”, un híbrido para familias numerosas. Alcanzaba casi justo para mis tíos, los primos, mis hermanos. Entramos, no sé cómo. A mí me tocó ir en la parte trasera, con el privilegio de poder mirar el camino que se iba abriendo adelante nuestro.
Dejamos la ruta principal y mi tía anunció que estábamos llegando.
Ya empieza a latir mi corazón como aquella vez.
A cada loma que cruzábamos mi expectativa iba creciendo. Hasta que, desde arriba de una de esas dunas del camino, la visión panorámica con todo el azul del mar se quedó para siempre enamorada de mis ojos.
Con ese ánimo busqué un tren en la “Union Station” la terminal de trenes de Toronto. Sí, los hay, pero solo algunos días.
El tren no pudo ser. Entonces decidimos tomar un colectivo de media distancia. ¡Qué aburrido el viaje!, le faltaba la onda de aventura, tenía la velocidad del arribo. Pobre el chofer que no supo que lo importante no es llegar, sino tener un buen viaje. Las butacas duras y sin poder reclinarlas; como las de los aviones modelo 2000. No tuvimos asiento ni tiempo para disfrutar la expectativa ¡íbamos a las Cataratas del Niagara!
Llegamos a la terminal de ómnibus de un pueblo que se ha ido destruyendo de a poco, ruinas desde hace añares. Las viejas casas que alguna cadena de hoteles logró comprar, para armar una de esas inmensas moles de vidrio, cemento e hierro que mira lo que nosotros aun no podíamos ver.
Vos podrías suponer que hay cientos de buses que entran y salen. Una cadena de parlantes anunciando llegadas y salidas. Digamos, una especie de aeropuerto, pero de buses que traen a esos miles que se agolpan en la calle que bordea la catarata, tratando de llegar para ver. Todos como el ciego de la película Amarcord de Fellini, cuando pasa el transatlántico. Tocando el acordeón y rogando a viva voz a quien pudiera ayudarlo: ¡no lo veo, no lo veo!
La terminal era un páramo. Llegó el bus y antes que pudiera ver, ya todos se habían ido, no sé adónde. No había taxis. Ni una oficina de turismo para obtener un mapa e ir caminando.
Ahora uno sabe de otras formas de llegar. La mayoría de los que llegan a ver el salto de agua, usan su auto. En realidad, aquí todo se hace en auto. Ir a comprar cigarrillos a la esquina, se hace en auto. Fumar, se hace en el auto, porque no hay casi lugares donde hacerlo. En todas partes esos desagradables carteles que lo prohíben. En una época se podía fumar en el casino. ¡Qué placer! Ser fumador de segunda es una desgracia, ¡ya ni quedan lugares donde aspirar el humo de gratis!
Una de las formas preferidas de viajar en un paseo al Niágara es en los buses que los casinos destinan para llevar gente a gastar su dinero. Millones se colectan por centavos en máquinas tragamonedas que atornillan la esperanza de los pobres. Los buses se estacionan en zonas predeterminadas de la ciudad y salen a la mañana. Si querés viajar, tenés que pagar… digamos 20 dólares. Más barato que el pasaje del bus de línea. Subís a uno de esos camellos con asientos mullidos y encima te dan un “ticket” valor 20 dólares para que lo uses para apostar o en el restaurante tenedor libre del casino. No estará en la Guía Michelín de restaurantes. Al evaluar costo beneficio, estos “buses chárter”, que es como se llama a este tipo de viaje por analogía con los aviones que se despachan al margen de los vuelos regulares, se han transformado en el transporte elegido. Cuando se es viajero frecuente, sólo hay que presentar la tarjeta, suba usted y ¡hasta las cataratas no se baja nadie!
Al fin encontramos un servicio de colectivo local, que sale de la terminal y va hasta el punto central de la atracción, justo frente a las cataratas. En el lugar hay un edificio que alberga la administración y explotación oficial del atractivo turístico. Mediante un ascensor se puede llegar hasta la base del río. Desde allí y en una barca es posible mirar, absolutamente mojados, las cataratas desde abajo. Cada uno con un poncho de plástico con capucha, algunos días azul y otros días amarillo. Se trata de proteger de la caída de mas de 3000 toneladas de agua por segundo. Ese torrente produce una tremenda bruma que es posible ver desde lejos, incluso en la noche, donde es convenientemente iluminada. Alguna vez me preguntaron porque los ponchos no eran blancos o rojos, imaginate mi respuesta.
Dato al margen del curioso turista, en el baño público -siempre muy limpio- en la pared escrito con tinta indeleble se lee: ¡Muera el Roto Quesada!
Desde este edificio que custodia la herradura que forma la catarata es posible tomar un transporte que sube una empinada cuesta. En el corto viaje se puede tener una panorámica del río, la orilla del otro lado y obviamente el salto de agua. Apretujado en el vagoncito se escucha el clásico sonido del disparador de una máquina de fotos. Cada tanto un ¡aaahhh! o un ¡ooohhh!.
El destino de ese trayecto es la calle paralela al río, donde la vida del pueblo tiene otro sabor. Repleto de negocios que ofrecen todo tipo de oportunidad para gastar dinero. Museo de cera, minigolf, clases de francés, el mundo de los pájaros, acuario, visitas guiadas a las bodegas de la zona, espacios cerrados para guerras con armas de juguete. Museo del horror, herbario, todo tipo de venta de suvenires, tratamiento en cuevas de sal -buenísimo para la sinusitis-, clases de salsa y de tango. Restaurantes con comida buena y mala, de todo el mundo, accesible y carísima también. Un derroche de inteligencia mercantil puesta al servicio del turista.
¡Pero es que nosotros venimos a ver las famosas Cataratas del Niagara! Era tanta la gente que se movía en masa por la amplia vereda, todos pugnando por llegar a la baranda, que decidimos tomar una combinación del servicio de buses y nos fuimos hasta la otra punta del recorrido. Una forma de hacer tiempo y encontrar espacio al caer la tarde, para también tener una idea más amplia de la localidad. Conocimos un vivero con plantas exóticas y locales, cuidadas para los turistas, pero también para remplazar las macetas que embellecen con flores las calles y los pequeños parques que bordean el río. Sólo allí no ha sido posible construir un hotel.
En ese recorrido por las cercanías del lugar y junto al río, en un salto de agua menor que el principal, está la primera usina eléctrica del mundo. Fue construida por Nicola Tesla y Westinghouse y desde allí se extendió la idea de la electrificación como una mecha de pólvora encendida. Es una construcción de 1895 y aun esta en pie.
Al atardecer, aún con el calor del sol del verano que se acercaba, pudimos llegar hasta el borde de la vereda, contra la baranda de hierro que mira al río. Cientos de turistas de todo el mundo esperan su instante con el salto de agua a sus espaldas para que alguien les tome una foto. No era aún tiempo de “selfies”. Uno veía la cara de las parejas de recién casados, tratando de encontrar un rostro confiable al que pedir que le tomen una foto para el álbum. Porque otra de las tradiciones es la luna de miel en el Niágara. Y ahora al igual que en Las Vegas los matrimonios exprés. Algún día se dirá, “lo que sucede en Niágara queda en Niágara”.
Me impresionó la cantidad de agua que cae en ese desnivel del piso. No es la más alta, ni es la más ancha, tampoco es la de más caudal de agua, Tiene un poco de todo; la gran diferencia es que las del Niágara las han hecho accesibles para poder ser vistas. También es posible sentirlas. Esto las hace especiales, por lo que es un destino turístico internacional.
Juan Luis Guerra en su canción juega con las dificultades con el sistema médico y las pone a la altura de la imposibilidad de cruzar el Niágara en bicicleta. No sería ni siquiera fácil intentarlo, por que son dos países y muchas regulaciones que cumplir, como lo puede atestiguar Nick Wallenda quien en 2012 logró cruzar caminando por una soga. Solo una docena ha podido hacerlo desde 1859 y es probable que no veamos a otro por un largo tiempo. Más que una hazaña es una cuestión de alto riesgo que ha sido vedado por las autoridades que custodian el coloso. Algunas pocas veces se ha congelado, no como para cruzar caminando, pero sí es un espectáculo adicional ver todo el entorno cubierto de la nieve “artificial” que se genera por la combinación de la bruma y el frío. Del río caudaloso y vital, sólo inmensos bloques de hielo apilados. El río se va congelando y la fuerza de la corriente lo rompe y lo arrastra. Se congela otra vez y el ciclo recomienza.
Aquella tarde de regreso del paseo tuvimos la clara conciencia de que esta parte del mundo ha sido pensada para tener un auto. No se trata como muchos de nosotros lo hemos creído alguna vez, como un ahorro o un lujo. Aquí es una necesidad. Todo ha sido diseñado y construido para que usemos un auto, para que dependamos de él. Es cómodo, comparativamente cada año lo es más. Como que también es más peligroso; de ahí que ahora se destaquen las novedades en seguridad de los nuevos modelos. Es también una fuente permanente de ingresos para otros: hay que poner combustible cada tanto. Cambiar los neumáticos y obviamente cambiar de modelo. Y ahí entran otras cuestiones, pero eso es otra historia.
Nos sacamos la foto de rigor con la panorámica visión detrás nuestro, nos asomamos al borde con un poco de vértigo. Fuimos parte de esa marea humana que camina a diario las veredas de una de las atracciones más visitadas del mundo. También llevamos a quienes nos visitan y lo volveremos a hacer. Porque es un clásico del torrontés, como ya nos sentíamos después de seis meses de vivir aquí.
Toronto 4 de junio 2021
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.