De la vida perdurable 1
Durante todos estos largos meses de la discusión por el aborto me quedé meditando acerca de cuándo comienza la vida…
Hoy comprendí qué quería decir “la vida perdurable” del Credo católico de mi niñez, ahora reemplazado por “la vida eterna”. Resulta que después de muchos meses hoy pude volver a escuchar por la tele pública los programas de las tres religiones monoteístas. Comenzó otra vez “El Cálamo” del islam, con esas meditaciones tan bellas de los suras, los versículos del Corán. Después la misa católica, el Ángelus del Papa y el programa de la AMIA, la mutual judía.
Comprendí hace mucho que el secreto de la vida es que es un continuum: allí, en cada óvulo de la mujer está la historia ontogenética de la vida humana, trasmitida de generación en generación en ese entrecruzamiento misterioso de los genes de nuestras ancestras desde los orígenes de la vida.
Es a causa de esos choques de universos intrauterinos que pasamos por distintos estadios, desde ser un pececito y luego parecernos a un renacuajo, hasta llegar a ser una personita dentro de la pancita de su mamá.
Es por eso que el judaísmo es matrilineal, con toda la razón, porque en el óvulo está la continuidad de la vida, “la vida perdurable” de nuestro Credo católico. No es que la vida comienza en la concepción, siempre estuvo anidada en cada óvulo de mujer. Tan es así que en el ombligo tenemos el mismo código genético de nuestra madre. Esto es algo que ni siquiera en el excelente libro de genética “La ciencia que no ladra, pero muerde” está escrito. Creo que no es casual que se omita que en el ombligo está grabada nuestra identidad materna, aunque hayan tratado de borrarla tantas veces a lo largo de la historia.
Leí dos libros de esa colección. En uno de ellos, “De drogas, sexo y rock and roll” que con ese título cancherísimo explica genética para kienes ese tema es totalmente obtuso.
En el otro libro de la misma colección cuyo nombre ahora he olvidado, pero que compré en la colección del diario “Río Negro” o “La Nación” tampoco se menciona el tema.
Aún hasta hoy ignoro por qué no tenemos en cada hospital la posibilidad de hacer este indispensable análisis para evitar los robos de bebés.
Hace muchos años tuve que pasar por un espantoso aborto en las pésimas condiciones de falta total de asepsia, en la mesa de la cocina de una abortista.
Yo había querido tener a mi bebé. Sabía que nacería entre el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe y el 13, día de Santa Lucía y por eso su nombre sería Lucía Guadalupe.
Tenía esa certeza porque al salir de la cárcel había hecho una sola vez el amor, con ese desconocido en el asiento de atrás de su coche, cantando las canciones de la guerra civil española, en esa siesta luminosa de marzo… No recuerdo bien la fecha, me parece que era el 16 de marzo.
Yo quería tener a mi bebé porque era uno de los deseos más sentidos durante mi cautiverio como presa política.
Lo grité esa vez que me enloquecí en la cárcel de Devoto, como narro en “Caleidoscopio” con mis alaridos por la ventana “¡SOMOS MUJERES, COMPAÑERAS! ¡NO NOS RESIGNEMOS! ¡TENEMOS EL DERECHO A AMAR Y A SER MADRES!”.
Pero entonces me vi absolutamente sola en esa decisión. Seguí adelante, hasta que sentí que ya me estaba enloqueciendo y no tenía ni trabajo ni apoyo de ningún tipo.
Todo mi ser podía definirse en las palabras que había escrito Silvita, la Chilecito, en la cárcel de Olmos, con esa misteriosa precisión de poeta de la que yo carezco absolutamente: “Hoy me siento presa de los pies hasta el alma”.
Así me sentía, hecha kurubika por tanto tiempo de encierro, viendo sólo paredes y nada de cielo, escuchando solamente ruidos agudos de cerrojos y metal y sintiendo el pánico cada vez que llegaba corriendo como un tropel, todo el “vicherío” de las celadoras dispuesto a destrozar cuanto hubiera y afanarse todo objeto bello, seguramente para hacerlo guita, supongo hoy.
Silvita, la Chilecito… Ella cantaba todas las canciones de Violeta Parra. Aún la recuerdo con sus uyutas artesanales con suela de goma de autos y sus medias tejidas con lana hilada. Ella estaba presa sólo por ser novia de uno de Los Jaivas, los músicos chilenos perseguidos en la dictadura de Pinochet, cuyo tema “Todos juntos” hemos cantado en tantas guitarreadas.
-Pobre hija mía, qué loca estás- me decía papá.
Mi excelente terapeuta del Hospital Moyano, el doctor Ricardo Pardal, sólo tamborileaba nervioso sus dedos en la mesa cuando yo le contaba sobre mi gran deseo de ser mamá.
Cuando sentí que no podía ya sostener más ese embarazo, se lo dije a mamá y ella le preguntó a una amiga dónde podía hacerme ese aborto, totalmente ilegal en ese año 1979 de plena dictadura.
Cuando le conté al doc, que me había decidido a no seguir con ese embarazo tan deseado, porque me pesaban demasiado esas voces de todos los que me sentían demasiado loca, me dijo que después, si yo lo deseaba, en el mismo hospital podían ponerme un DIU, por prescripción suya, eso fue lo que hice después.
Fue tan absolutamente horrible ese aborto… Sin anestesia total, pude sentir en todo momento cómo esa mujer me revolvía con algo que parecía una cucharilla allí abajo. Después le pregunté si era nena o varón. Era una nena, me dijo. Sé que, en ese momento, acompañada por mamá, no dije absolutamente nada. Sólo le prometí a mi hijita que la volvería a tener, que por ella saldría adelante para poder darle esa vida que entonces le quitaba.
Después le pedí a mi hermano Pablito que me sacara una foto con esa pantera rosa que yo misma había hecho en la cárcel de Villa Floresta para mi hermanita. Cuando quedé embarazada le había preguntado si podía prestársela a mi bebé. Y entonces quedó esa foto donde me vi con esa tristeza absoluta, abrazada a la pantera rosa, el día en que había perdido a mi bebé tan esperada, mi primera hija. Creo que el bello tema “Era en abril” es el que mejor expresa lo que sentí entonces, en ese mes de mayo de 1979.
Mucho después, en 1989, cuando ya tenía mis dos hijas, -la menor de ellas tenía unos dos años- tuve ese embarazo ectópico. La internación para el legrado hospitalario, esta vez fue con anestesia total, sábanas limpias y comida abundante. Es que en esos tiempos el hospital nuevo del pueblo parecía un sanatorio.
También fue triste (tal vez todos los abortos lo son) pero no denigrante como el primero, en el que si no me agarré una septicemia fue porque salía de las cárceles de la dictadura inmunizada, supongo, de estar entre tanta mugre y vaya a saber qué enfermedades infecto-contagiosas.
Pero además de las condiciones de seguridad e higiene que pueden hacer la diferencia entre la vida y la muerte de una mujer, estos procedimientos quirúrgicos tienen que estar a cargo de personal médico sensible que sepa acompañarnos y contenernos emocionalmente. Por eso estoy a favor del respeto a la conciencia de los profesionales e instituciones.
Recuerdo la falta de tacto de un enfermero del hospital cuando me dijo, mientras preparaba la sala de operaciones:
-Ustedes se hacen cualquier cosa y después nosotros tenemos que hacernos cargo.
Y yo, indignada, le contesté llorando: -Perdóneme, usted me dice eso porque soy pobre. Porque yo no me hice absolutamente nada. Tuve un aborto hace tiempo. Si lo hubiera hecho ahora se lo diría. Vine a este hospital varias veces, con unas pérdidas de sangre terribles pensando que tal vez tendría un cáncer como el de mi madre. No conseguía turno. Después de una semana de tener que regresar con esas pérdidas de sangre que parecían una canilla abierta, porque vengo del campo a dedo porque no hay colectivos y ya estaban dados los pocos turnos. Tuve que ponerme en la puerta del consultorio de la Dra. Barzola, la ginecóloga, explicándole mi situación para que me atendiera sin turno. Fue muy amable y atenta, me hizo hacer el test de embarazo. Y me explicó que si tenía esas pérdidas era porque el bebé estaba decidiendo si nacer o no.
O si la madre estaba decidida a tenerlo, creo hoy. Porque es una decisión compartida entre la mamá y su hijito. Yo no creo eso que es un embrión como dicen con tanta frialdad muchas compañeras. Tal vez porque no han sido madres y no saben cómo sentimos lo que siente nuestro bebé dentro nuestro.
Como no había ecógrafo en el pueblo, la doctora Barzola me dio la orden para hacerme la ecografía en Neuquén. Me llevó la ambulancia del hospital.
Pero tuve que recorrer caminando las clínicas porque como tenía obra social, primero había que ir a la sede neuquina para obtener la autorización porque el hospital público no tenía funcionando su ecógrafo…
Luego de dos meses en reposo absoluto recorrí caminando la ciudad de Neuquén buscando una clínica para poder hacerme ese estudio indispensable. Estarían de paro, seguramente. Porque estuve como pelota “tomala vos-dámela a mí”. Aquí no, porque no funciona, o no está el ecografista, que vaya cinco cuadras para allá… Para que después me dijeran que no funcionaba. -Vaya siete cuadras por esta calle y dos para la otra…
Cuando creí que me caería desmayada en medio de la calle, con la sangre corriéndome como una canilla abierta, llegué a la Clínica Mater Dei de Neuquén, donde por primera vez me atendió un doc sensible.
-¿Puedo pasar al baño?
-Por supuesto, aquí.
Después, mientras preparaba el ecógrafo, iba completando la historia clínica. Cuando me preguntó el domicilio, le respondí:
-25 de Mayo Viejo, La Pampa.
-No me diga que usted es de ese pueblo… Mi padre fue el primer médico allá tantos años…
– ¿Quién era?
-El Dr. Vieytes. Y somos médicos mi hermano y yo.
Me contó que ya había fallecido su padre, el querido doc del pueblo. Nos pusimos a hablar de las carencias de la salud pública de los tiempos de su padre, recordado y querido por todos, y las ausencias del Estado, años después, como si no hubiera pasado nada más que el tiempo.
-Pero ¿cómo está caminando así?– dijo cuando vio la ecografía. Supuse una septicemia con un bebé fallecido vaya saber desde cuándo, porque me dio la orden para un legrado urgente en el sobre con la ecografía y me llevó en su auto al hospital, donde la ambulancia había regresado sin mi…
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.
Correctora de estilo: Andrea Esther Argañaraz