La niña secuestrada: imperio de los sentimientos
Los argentinos somos aluvionales. Tenemos súbitos momentos de sentimentalismo desenfrenado, de descarga emocional colectiva. Pasó cuando los rugbiers asesinaron a patadas a un joven de extracción humilde, y –en el paroxismo- cuando la muerte de Maradona. En marzo, con el extraño secuestro de una nena cuya familia está en situación de calle, operado por un hombre también en dicha situación: una realidad inédita, de la que todos los canales de tv dieron detalle en una especie de cadena nacional permanente durante las más de 48 horas que duró la búsqueda. Ningún otro tema logró entrar en la agenda, a pesar del ruido con Formosa o de la represión desatada en Jujuy. El secuestro de la niña era el único foco de atención, y un pesar generalizado se gestó en torno de la nena buscada, en medio de súbito interés por la pobreza extrema, por la gente que vive en la falta de lo más elemental, y que esta vez pudo conseguir una fuerte escucha a partir de las solidaridades de la gente del lugar en que la familia solía transitar.
“Cuánta insensatez”, me había dicho desde Cataluña una amiga cuando los llantos por Maradona que se reproducían en imágenes por todo el globo. ¿Qué de especial nos sucede a los argentinos para que se produzcan estas descargas generalizadas, estos desbordes afectivos que resultan incomprensibles en las más diversas latitudes, incluso para nosotros mismos?
Porque no podemos engañarnos: muchos de los que se mesaban los cabellos por la muerte del joven Báez a manos de los rugbiers, tienen por amigos a otros que piensan como los rugbiers, no como como Báez. Se visten a la moda como esos rugbiers, van a cafés “de onda” como ellos, y si desde allí perciben a alguien con el color de piel del joven golpeado, lo miran con desdén, y agradecen su distancia física. Son los mismos que derramaron lágrimas ante la pantalla viendo cómo lo mataban.
Lloramos todos con la muerte de Maradona. Se murió con él parte de nuestro pasado, de nuestras glorias y miserias. Entre los muchos que lloraban, están los que lo estigmatizaron como “drogo”, los que le dijeron “zurdo”, los que decían que era inculto, los que –como esos otros rugbiers- lo despreciaban por su pasado en Villa Fiorito. Era un típico “negro” marginal que había devenido millonario y famoso, de modo que resultaba ideal para ser objeto de envidia y de escarnio, esos que jamás le faltaron a Diego, para que al final todo se armonizara en el lamento colectivo y espectacularizado de su muerte.
Lo mismo con la niña secuestrada. De pronto todos sintieron solidaridad, todos se espantaron de la vulnerabilidad de vivir en la calle, como si fuera la primera vez que nos enteráramos de tal situación, como si jamás hubiéramos visto cartoneros o personas durmiendo en una vereda, tal cual lamentablemente sucede. Todos nos conciliamos con nosotros mismos en la imaginada bondad de solidarizarnos con la madre de la nena sustraída, todos de pronto éramos implacables jueces de las políticas que han permitido esa miseria. Lo cual se hacía hoy más fácil de admitir para los sectores más acomodados económicamente, habitualmente alejados -por ideología- de estas cuestiones, los que pueden descargar en el puro presente del gobierno peronista las responsabilidades por una larga situación estructural.
Se preocuparon algunos que siempre han luchado políticamente contra la pobreza, pero muchos que han apoyado entusiastamente las políticas de exclusión y privilegio. Los mismos que rechazan airados el mal llamado “impuesto a la riqueza”, los que se cruzan de calle cuando ven a alguien en la miseria, los que denuestan a los “negros de mierda”, los que piden a gritos que echen a “choriplaneros” y receptores de la Asignación por Hijo.
Muchos ni advierten la contradicción. Y cualquier psicoanalista verá asomar en estos mecanismos de emocionalidad colectiva, la presencia de la culpa inconciente. En medio de la llamada “grieta” impiadosa, de los fomentos y usos del odio como herramienta política, se va acumulando el sentimiento de la propia ruindad, de que se hace el mal cuando se vive del rechazo permanente a los más desvalidos, de que no puede despreciarse a los más débiles sin envilecerse los que ejercitan ese desprecio.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.