El Gaucho Martín Fierro
Parte 4
Los pueblos tienen historia que suele escribirse en cada línea, en cada verso, en cada párrafo que brota de la creatividad de sus escritores. Al representar el deseo vago y a la vez la potencia vital, de contar lo acontecido a sus hijos e hijas, se diseña un mundo de saberes. ¿Cuánto hay del Martín Fierro en todos nosotros, al día de hoy?
En el caso de esta magnífica obra hay arte pero también sucesos, hay periodismo en medio de letras que relatan vidas y costumbres. Se va forjando la nueva nación y se acumulan referencias a vecinos, familiares, amigos. Somos esa red que llamamos pueblo, ese conjunto humano que habita en un lugar donde ocurre la existencia.
El habla “vulgar” está cubierta de dichos populares, aquellas expresiones que son de uso común y al alcance de todos. Muchas de ellas encuentran en esta obra cardinal de la argentinidad, la base de un discurso argento. Somos, en buena medida, lo que escribieron acerca de nosotros. Lo que fuimos, lo que somos, ad infinitum.
Ansí empezaron mis males
lo mesmo que los de tantos;
si gustan… en otros cantos
les diré lo que he sufrido.
Después que uno está perdido
no lo salvan ni los santos.
III
Tuve en mi pago en un tiempo
hijos, hacienda y mujer,
pero empecé a padecer,
me echaron a la frontera
¡y qué iba a hallar al volver!
tan sólo hallé la tapera.
Sosegao vivía en mi rancho
como el pájaro en su nido;
allí mis hijos queridos
iban creciendo a mi lao…
Sólo queda al desgraciao
lamentar el bien perdido.
Mi gala en las pulperías
era, cuando había más gente,
ponerme medio caliente,
pues cuando puntiao me encuentro
me salen coplas de adentro
como agua de la virtiente.
Cantando estaba una vez
en una gran diversión;
y aprovechó la ocasión
como quiso el Juez de Paz.
Se presentó, y áhi no más
hizo una arriada en montón.
Juyeron los más matreros
y lograron escapar.
Yo no quise disparar,
soy manso y no había por qué;
muy tranquilo me quedé
y ansí me dejé agarrar.
Allí un gringo con un órgano
y una mona que bailaba
haciéndonos ráir estaba
cuando le tocó el arreo.
¡Tan grande el gringo y tan feo
lo viera cómo lloraba!
Hasta un inglés sanjiador
que decía en la última guerra
que él era de Inca-la-perra
y que no quería servir,
tuvo también que juír
a guarecerse en la sierra.
Ni los mirones salvaron
de esa arriada de mi flor;
fue acoyarao el cantor
con el gringo de la mona;
a uno solo, por favor
logró salvar la patrona.
Formaron un contingente
con los que en el baile arriaron;
con otros nos mesturaron
que habían agarrao también:
las cosas que aquí se ven
ni los diablos las pensaron.
A mí el juez me tomó entre ojos
en la última votación:
me le había hecho el remolón
y no me arrimé ese día,
y él dijo que yo servía
a los de la esposición.
Y ansí sufrí ese castigo
tal vez por culpas ajenas;
que sean malas o sean güenas
las listas, siempre me escondo:
yo soy un gaucho redondo
y esas cosas no me enllenan.
Al mandarnos nos hicieron
más promesas que a un altar.
El Juez nos jue a proclamar
y nos dijo muchas veces:
“Muchachos, a los seis meses
los van a ir a revelar.”
Yo llevé un moro de número.
¡Sobresaliente el matucho!
Con él gané en Ayacucho
más plata que agua bendita;
siempre el gaucho necesita
un pingo pa fiarle un pucho.
Y cargué sin dar mas güeltas
con las prendas que tenía:
jergas, poncho, cuanto había
en casa, tuito lo alcé;
a mi china la dejé
media desnuda ese día.
No me faltaba una guasca;
esa ocasión eché el resto:
bozal, maniador, cabresto,
lazo, bolas y manea…
¡El que hoy tan pobre me vea
tal vez no crerá todo esto!
(continuará)
Biografía de José Hernández
Por su hermano, Rafael Hernández
Como el gobernador insistiera en que se necesitaba un libro que enseñase a formar las nuevas estancias, y fomentar las existentes, le contestó que para eso era inútil el gasto enorme de tal comisión; que las formas y prácticas europeas no eran aplicables todavía a nuestro país, por las distintas condiciones naturales e industriales; que la selección del clima y de la localidad donde se crían y las variaciones del mercado, y en fin que en pocos días, sin salir de su casa, ni gravar al Erario, escribiría el libro que se necesitaba. Con efecto, escribió su Instrucción al Estanciero que editó Casavalle y cuyos datos, informaciones y métodos bastan para formar un perfecto mayordomo o director de estancias, y enseñarle al propietario a controlar sus administradores.
Excusado es decir que el Gobierno ni siquiera suscribió un ejemplar del importante libro, pero insistiendo en la idea de la famosa misión, rodeando el mundo, se sirvió ofrecérmela a mí por conducto de su ministro el doctor D’Amico; pero también la rehusé a pesar de las animadas reflexiones de aquel amigo, fundado en iguales razones y en que no tratándose de elegir y mandar los ejemplares, lo demás me parecía escolástica pura. A las tres fue la vencida y dicha comisión fue confiada al señor Ricardo Newton, llevando por secretario al ilustrado doctor don Juan Llerena, el hombre que más sabe en la República Argentina, según le escuché decir en conversación al doctor Nicolás Avellaneda.
El viaje se hizo, el informe se imprimió en 5000 ejemplares de 10 tomos, los gastos fueron fastuosos y puntualmente pagados… mas el resultado predicho por Hernández, está lejos de competir con el de su libro criollo.
Si el doctor Rocha en vez de esforzarse por alejar a Hernández de su patria, enviándolo primero a Europa y después a Salta, donde adquirió los gérmenes de su enfermedad mortal, se hubiera apoyado en su prestigio incontrastable en la Provincia, otra hubiera sido su situación actual.
Era su retentiva tan firme y poderosa, que repetía fácilmente páginas enteras, de memoria, y admiraba la precisión de fechas y de números en la historia antigua, de que era gran conocedor.
Se le dictaban hasta 100 palabras, arbitrarias, que se escribían fuera de su vista, e inmediatamente las repetía al revés, al derecho, salteadas y hasta improvisando versos y discursos, sobre temas propuestos, haciéndolas entrar en el orden que habían sido dictadas. Este era uno de sus entretenimientos favoritos en sociedad.
En las asambleas tumultuosas sirvió muchas veces para apaciguarlas por su figura culminante, por su palabra de fuego, por el cariño con que el pueblo lo recibía y hasta por su potente voz de órgano de catedral, como le llamó el escritor Benjamín Posse.
Al fin, este coloso inclinó la robusta cabeza, con la debilidad de un niño, en su quinta de Belgrano, el 21 de octubre de 1886, a menos de 52 años de edad, minado de una afección cardiaca, quizá; en pleno goce de sus facultades hasta cinco minutos antes de expirar, conociendo su estado y diciéndome: Hermano, esto está concluido. Sus últimas palabras fueron: Buenos Aires, Buenos Aires ¡y cesó!
Numerosa y selecta fue la concurrencia a la inhumación de sus restos, y entre los discursos pronunciados, sobresalieron los del coronel José Tomás Guido y el doctor Luis V. Varela. En cuanto al del general Lucio V. Mansilla, dominó la opinión de ser la mejor pieza oratoria que había pronunciado aquel fecundo y original orador. En esta sentida oración inició la idea de conservar por la estatuaria las líneas de su figura colosal.
El Senado, de quien era miembro, decretó una placa para su sepulcro.
Su libro, bien conocido, es como la fotografía de una raza legendaria que se extingue.
Al desaparecer el gaucho, la Providencia trajo al pintor: ¡Concluida su misión, también acabó! Escudriñando escrupulosamente no se hallará una sola impropiedad o error en cuanto allí describe, porque no precede de oídas, ni por imitación, sino que pinta escenas en que ha sido a menudo actor o espectador.
Tomó al gaucho en la frontera, se internó con él en el desierto, luchó en el Pajonal con el Pampa y trazó en su poema, no solamente usos y costumbres de los salvajes, entonces completamente desconocidas del cristiano civilizado, que no han sido rectificadas, sino cuadros conmovedores que produjeron una revolución en las ideas sociales y en la política, pues suprimieron el contingente de frontera y operaron la emancipación del criollo como lo había sostenido en su diario El Río de la Plata.
(continuará)