Estados Unidos se fue de Afganistán. Derrotado, pero no a lo Vietnam: se fue solo, por decisión propia. Pero no porque su fracaso haya sido menor: luego de 20 años de ocupación militar, no había acabado con la insurrección de los talibanes: todo lo contrario, éstos se robustecían y crecían, arrasando con el poder político local (ese que Estados Unidos había alimentado) de un manotazo. El poder político cayó deslegitimado, lleno de corrupción: el presidente huyó con cientos de millones de dólares. En veinte años se mostró que el poder colonial no pudo reconstruir algún régimen político legítimo. Por el contrario, se devolvió a los talibanes su previa legitimidad perdida.
Talibanes que fueron uno de los desprendimientos de los muyaidines que Estados Unidos preparó para luchar contra la invasión soviética en los años ochenta. Que protegieron a Bin Laden, quien previamente había sido socio –vía su familia- de la familia Bush, con la cual tenía intereses petroleros en común. Una serie de entrecruzamientos que muestran que rara vez el imperio del Norte supo qué hacer con culturas con las que nada tiene en común, a las que pretende –sin embargo- marcarles por la fuerza el camino.
Ahora aparece el gobierno talibán, en gran medida fruto necesario de la ocupación extranjera, esa que ha sabido quitar de encima al pueblo afgano. Un pueblo pobre, dividido en diversas etnias y tribus, que vive de la exportación del opio o de los restos de la misma, pues los beneficios son para unos pocos propietarios y mercaderes.
Los talibanes no representan a todas las etnias, tampoco necesariamente a las mayorías nacionales. Sí a la necesidad de expulsar a los invasores y terminar con la corrupción. Y desde ese punto de vista, parte de la reacción occidental suena sin dudas extraña.
Es que sin dudas hay que presionar por los derechos de las mujeres, y por la salvaguarda en general de los derechos humanos. Pero también es cierto que las fuerzas estadounidenses y sus aliados locales, a menudo atropellaron los derechos humanos de los pobladores afganos sin que a nadie le importara: parece que las violaciones occidentales eran aceptables, las de los talibán inadmisibles. Y no es buena esa doble vara: todas las violaciones deben ser evitadas y –si no se puede lograrlo- luego investigadas, llevadas a juicio y sancionadas. Las de antes y las de ahora.
Algo de esto ocurre en relación a la situación de las mujeres. Decididamente, hay que exigir desde el plano internacional que se respeten sus derechos. Pero no deja de advertirse un margen de particularismo occidentalista en la petición, que alguno podría tildar de colonialista: no todas las afganas detestan las burkas, no todas entienden sus derechos del mismo modo que aquellos y aquellas que quieren defenderlas, pero sin preguntarles a ellas mismas (es lo que apunta un texto de la revista Anfibia, “¿Tenemos que ayudar a las afganas?”). Sorprende que sectores del progresismo no adviertan el fuerte dejo etnocéntrico de muchas apelaciones que encontramos en estos días, que se enfervorizan contra los talibanes de tal modo, que quedan entrampados en la lógica binaria: parecen llamar a restaurar el dominio occidental, aparecen como defensores de la ocupación extranjera. Muchos claman en protesta porque Estados Unidos se haya retirado, dejando así –entienden- inerme a la población local ante los talibanes. Como si éstos pudieran haber derrotado al ejército extranjero y a las fuerzas de seguridad locales sin ningún apoyo social, y como si los fracasados 20 años de ocupación militar no hayan sido el caldo de cultivo para la restauración talibana.
Que la protesta y presión legítimas para con el nuevo gobierno a fines de defender derechos, no se transformen en una visión eurocéntrica de lo que debe hacerse en Afganistán, a la vez que en una implícita relegitimación de la ocupación colonial estadounidense. Ciertos llamados, por ejemplo, a la necesidad de que todo Estado sea laico, muestran rotunda ceguera frente a la singularidad de una cultura campesina y preindustrial. Tratemos de limitar las intervenciones a la sola defensa de los derechos humanos, y no dejemos de advertir que estos han sido conculcados también en estos 20 años, sólo que cuando los perjudicados no eran personas blancas, de la capital y cercanas a Occidente, esto pasaba desapercibido para todos.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.


