Ha sido siempre el tiempo una forma del misterio. Por más que la física nos explique que antes del Universo no había tiempo -por lo que no había tal “antes”-, se nos antoja eterno: como Borges diría, “tan eterno como el agua y el aire”: los que tampoco son eternos, ciertamente.
Pero poco importa lo que diga la Física sobre el espaciotiempo y aledañas cuestiones. Lo que importa es la percepción que de él tenemos: cómo lo vivimos. Esa experiencia que nunca cesa, que siempre fluye: donde no hay instante que pueda ser retenido, ni futuro que no llegue. Donde cuanto más esperamos algo, más nos parece que demora. El tiempo, eso que pasa si no lo pensamos, del modo que nos pasa la vida según Lennon. El tiempo de Kant, como forma de la sensibilidad: tiempo tan subjetivado, que uno puede imaginar que para una mariposa que vive sólo tres días, cada uno de ellos equivale a 25 ó 30 años de nuestra vida humana.
Siempre me obsesionó el misterio del tiempo: sobre todo cuando engolados sacerdotes de mi infancia nos amenazaban con el castigo eterno, con fuego incandescente que nunca acabaría. Diablos nos pincharían con tridentes múltiples, y lo más extraño no era imaginar el tormento, sino su inconmensurable duración.
Es que yo no imaginaba esa eternidad funesta que se nos prometía, como alguien me sugirió varias décadas después: lo eterno como simultaneidad instantánea de todos los tiempos habidos. No: para mí lo eterno era el tiempo sin comienzo ni final. Lo del comienzo no me lo preguntaba mucho, pues no había de afectarme. Pero la falta de final resultaba un abismo de consecuencias horripilantes: cuando iba a dormir por las noches, tras el rezo cotidiano que se nos había inculcado, venía el miedo a la eternidad sufriente, con la injusticia que advertía entre pecados limitados y castigo ilimitado, entre pecados tamaño tiempo y castigo tamaño eternidad. Pero sobre todo, era imaginar la eternidad lo muy terrible: porque había pasado un año, dos años, veinte años, trescientos de sufrimientos inauditos, mil años, mil veces mil años. Pero daba igual, siempre lo que quedaba por delante era todo, era el infinito, era lo mismo que antes de las mil veces mil años: y un vértigo de dolor y de angustia resultaba el preludio a mi sueño.
No recuerdo qué edad exacta tenía yo cuando descubrí que mi sitio estaba del lado del tiempo y no del de la eternidad. Mi hermana mayor -tengo tres- me acompañaba en la cocina de mi casa familiar de infancia: era tarde en la noche (digamos, hora u hora y media luego de la cena), y todos en la casa, excepto nosotros, se habían ido a dormir. Eso hacía íntima la charla, con lo especial de que mi hermana tiene siete años más que yo. Por ello, podemos suponer que ella tenía 12 ó 13 años, y yo andaba alrededor de los cinco. Ella, como hermana primera en la familia, era muy protectora conmigo: una especie de segunda mamá y a veces de primera, pues prodigaba cariños directos que mi madre no solía expresar. Por eso no podía esperarlo de ella: pero de allí vino la estocada, la revelación.
La de mi finitud. Algo dijo: no puedo precisarlo. Escuché, y el mundo se vino abajo. Para referir a alguna cuestión cualquiera, se le ocurrió apuntar “cuando seas viejo y te mueras”, un supuesto por demás obvio a su entender. No al mío de esa edad: me eché al suelo a llorar sin remedio, pataleando y protestando ante la triste realidad que el mundo me exhibía, que yo me iba a morir. Y poco importaba que, como mi hermana ensayó acuciosa, eso fuera a ocurrir muchos años después, tan lejos que no valía la pena pensarlo. Lloré y lloré, bien que me acuerdo.
Es cierto que, como Borges mostró, gran problema sería ser inmortal: un tedio inacabable. Pero el horizonte de la muerte nunca alegra: quizá todo resida, como dijo Cioran, en “el inconveniente de haber nacido”, esa circunstancia que ya no nos deja más opciones que la eternidad o la muerte, ambas fallidas.
Han pasado los años, las alegrías, las esperanzas, los logros y las frustraciones. No mucho más promete ya la vida. A veces se me ocurre que todo ha sido un soplido, como un sueño fugaz. Otras, que ha habido una larguísima saga de vivencias en las que el infortunio nunca me fue extremo, pero como a todos me ha tocado. Miro hacia atrás y veo aquel niño que quería ser eterno como ser vivo pero borrar la infinitud del infierno, y me pregunto qué es lo que en mis manos ha dejado el tiempo, esa vaga porción que nos toca de lo eterno.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.


