Ha muerto Miguel Ángel Estrella. No fueron tantos los que lo conocieron: nunca dejó que en su torno se encendieran los falsos espejos de la fama. Pianista eximio, formado en París y otros puntos de Europa, volvió a su Tucumán natal para devolver la música a sus dueños originales: las personas comunes, el pueblo todo, los trabajadores de la zafra, los indígenas de nuestro Norte.
Casi acariciaba las teclas, era capaz de pulsarlas con una suavidad notable, y fluían las notas de la música clásica con tal armonía y candidez, que se hacían audibles para cualquiera. De modo que Estrella se salió de los recintos almidonados donde los melómanos se reúnen, se ubicó lejos de los sitios donde los conciertos sólo son escuchados por especialistas. Sabía que la historia la hacemos entre todos: cuando terminamos nuestra tarea matinal y almorzamos, todo el trabajo cristalizado nos acompaña: los que sembraron las papas, los que hicieron la harina, los que cocieron el pan, los que lo trasladaron a los sitios de expendio, los vendedores que nos atienden día a día. Todos ellos están allí, son parte “objetivada” de los productos que consumimos y que hacen a nuestro descanso, nuestro retomar energías, nuestro gusto y satisfacción: me refiero, claro, a los que tenemos acceso a una alimentación diaria asegurada, lo que no ocurre a todos en nuestros países del capitalismo periférico. Y para ellos sin exclusiones tocaba Miguel Ángel, desempaquetando la música clásica, mostrando que Beethoven o Bach no son sólo propiedad de unos pocos.
Es lo que le reprocharía la dictadura. En horas de la tortura –tras detenerlo en Uruguay, dentro de los términos del Plan Cóndor- algún esbirro le reprochaba que hubiera tocado para “esos negros de mierda”, que hubiera permitido creer a los de abajo que ellos también tenían derecho a la cultura, que no son seres inferiores, que el patrimonio cultural de la Humanidad es de la Humanidad a secas, no de un sector privilegiado que se cree providencial. Le golpearon las manos, lo amenazaron con cortárselas para que ya no pudiera volver a tocar. El respondía rezando en voz alta, y entrenándose con una pequeña madera donde había reproducido –en lo que se podía- el lugar de las teclas del piano, para así seguir practicando y no perder la agilidad dactilar.
Salió de la cárcel algo antes que otros, gracias a los reiterados pedidos internacionales por su persona. Y al salir, retomó su actividad y compromiso con los de abajo: otra vez conciertos para cañeros y demás trabajadores manuales, mientras creaba la Fundación Música Esperanza, con la cual colaboró a la formación de niños y jóvenes con escasos recursos en la música, así como a la difusión abierta de ese arte a toda la comunidad.
Tenía el hablar pausado de los criollos, y la modalidad sencilla de los verdaderos sabios: tanto de la cultura como de la vida. No se advertía rencor ni animosidad tras haber pasado por el infierno de las cárceles clandestinas de las dictaduras sureñas: siguió siendo hasta el final el hombre que creía en lo suyo, fiel a su propia historia y a sus arraigados valores.
Falleció cuando presidía la Casa Argentina en París, encargo que se le otorgó con el actual gobierno, para ayudar a jóvenes vocaciones nacionales a instalarse en aquella insigne capital multicultural.
En tiempos en que asoman virulencias nuevas de lo antisocial y antipopular: cuando para el 24 de marzo se lanzan planificadas voces negacionistas, cuando se hacen apedreamientos y pegatinas ofensivas y brutales contra una ex presidenta, cuando hay quienes hacen de la exclusión social una bandera, el ejemplo de Miguel Angel Estrella ha de brillar siempre en el horizonte donde se dibujan la solidaridad y la esperanza. Aquello por lo cual él siempre hizo su vida, hizo su arte, hizo su enorme música y su callado ejemplo. Desde ahora, forma parte de las memorias por las cuales cada día vale la pena creer y esperar.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.