Con cuidado publicitario, los asesores les aconsejaron en la puja por la Resolución 125, autollamarse “el campo”. Ellos, los dueños de tractores y hacedores de tractorazos siempre minoritarios, son los propietarios de campos. Muchos viven en las ciudades, obviamente. Algunos tienen capataces y representantes, de modo que al campo concreto sólo viajan muy de tanto en tanto. De campesinos tienen poco, de trabajadores de la tierra casi nada. Igual, gustan ser denominados “el campo”. De modo que al escuchar esa palabra mágica, se evoquen yuyos, alambrados, pastizales, aguadas. Se piense en recios trabajadores ordeñando las vacas, llevando las ovejas al corral, domando caballos, dirigiendo la trilladora. Paisanos sentados a la vera de la cocina junto a alguna antigua pava, preparándose mates mañaneros para iniciar las tareas, esas que en alguna época se pautaban “de sol a sol”.
Nada que ver. Se trata a menudo de hombres de generosas cuentas bancarias y no menos generosas propiedades urbanas, que del campo lo que mejor conocen son las ganancias. Y que se han apropiado del imaginario social que a los citadinos les dispara la idea de “el campo”.
Porque el campo no son personas, es una entidad física. Es el espacio no urbanizado, en la Pampa Húmeda es la inacabable llanura. Más lo que la naturaleza le adosa en flora y fauna: sauces, aguaribayes, talas, yuyeríos múltiples. Y una amplia variedad animal, desde ávidos mosquitos hasta ranas, víboras, liebres, vizcachas. Más el ganado dispuesto por el dominio humano: en esa zona crucial del país, se trata sobre todo de caballos y vacas.
Eso es el campo. No sus propietarios, herederos casi siempre del reparto de tierras como botín de guerra por la llamada “Conquista del desierto”: aquel proceso de aniquilamiento de culturas indígenas. En todo caso, si por metonimia decidimos decir que el campo son las personas que se le relacionan, el campo no son sólo los propietarios y los capataces o arrendatarios: son también –y principalmente, pues son los más numerosos- los trabajadores manuales, los peones.
Los peones son los que sostienen la tarea diaria, en agricultura y en ganadería. Sin ellos, todo sería imposible. Campesinos que sólo tuvieron un efímero momento de peso en la historia argentina cuando el célebre “Estatuto del peón” lanzado por un Perón que era aún Secretario de Trabajo: legislación que por una vez les otorgó visibilidad pública y acceso a derechos mínimos.
Pero no sólo se los ningunea a la hora del trabajo o el salario. No existen en el espacio de las palabras, de las significaciones públicas. Para la TV, sólo los propietarios son el campo.
Esos dueños son los que protestan a menudo, incluso en más de una ocasión sin motivo inmediato. Protestan porque están en contra políticamente: porque algunos de ellos se sienten dueños del país, aunque desconozcan que en la renta nacional también la industria, la banca y los servicios cuentan mucho. Siguen creyendo el mito de que sólo ellos son agentes de la producción nacional: y se comportan como si esa producción fuera lo que sostiene a la Nación. Eso les permite adueñarse sectorialmente de la noción de Patria, y aparecer enfundados en banderas argentinas, como si alguno de ellos hubiera tenido actitudes que lo convirtieran en súbito prócer de la alcurnia nacional.
Son supuestos depositarios únicos del mantenimiento de la Patria, como si el trabajo de docentes, obreros, pequeños empresarios, profesionales de todo tipo, no hiciera patria cada día. Como si todos les debiéramos agradecer por una renta que deja recursos al Estado nacional, pero sobre todo les deja a ellos mismos ganancias incalculables
Hace unas semanas nuevamente “el campo” salió a la calle, bendecido por las políticas del gobierno de la CABA que abomina de las manifestaciones piqueteras, pero aplaude y auspicia las de los propietarios del campo.
Ese mismo campo ominoso que llevó a Martínez Estrada a decir que allí residía el espíritu apoltronado de la población de nuestro país, desgracia original de la argentinidad. Ese campo que Sarmiento había denostado, lugar de la ínsita barbarie. Pero una barbarie que va para endilgarla a indios y gauchos, y no aplicaría para los propietarios urbanos de esas tierras.
Tampoco es el campo del primer Lugones, el de “La guerra gaucha”: aquel campo bravío levantado contra la dominación extranjera. Pero convengamos que la actual vestimenta colabora a producir confusión. La rebelión de los ricos, es tomada por una parte de la población como pretendida “rebelión gaucha”. Claro, sin gauchos auténticos incluidos: cuando aparecen los descendientes morenos de estos, hoy se los denomina choriplaneros, vagos, son los denostados “negros”, lanzados al rincón opuesto de la apreciación mediática y social.
Pues es sabido que para los que miran a la sociedad desde arriba, cuando la rebelión es de “los negros” –y de quienes sin serlo de piel quieran apoyarlos-, se trata siempre de un proceso subvertor e inaceptable.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.