Por supuesto, la población no tiene por qué saber Sociología. Pero un poco de la misma le vendría muy bien, dado el moralismo primario con el cual suelen procesarse las ideas sobre la pobreza, la exclusión, la desigualdad social o la desocupación.
El desprecio hacia “los marrones” es parte inherente del pensamiento nacional: el país se hizo de espaldas a los “cabecitas negras”, y su rehabilitación por el peronismo no les fue perdonada. Y es que los prejuicios desde los cuales se interpreta la condición de los sectores más pauperizados, hace que se viva con enorme rechazo afectivo lo que suele entenderse como acción de “aprovechados”, “vagos”, “planeros”. ¿Por qué aceptar, o en su caso hasta “premiar” –así algunos lo entienden- la falta de altura moral que creen encontrar?
No se comprende que no es que por no trabajar se sea pobre, sino que porque se es pobre que no se encuentra trabajo. Que no es porque a alguien le vaya mal en la escuela que caiga en la pobreza, sino que desde la pobreza extrema es imposible tener buenos resultados educativos. Se cree que alguien se entrega al alcoholismo por falta de altura ética, no por la desesperación de quien ha visto el hambre posarse sobre su familia y sus hijos. Y así siguiendo.
No se necesita apelar a Marx, para mostrar los factores sociales desde los cuales entendemos el mundo. Fue el francés Durkheim, allá por 1900, quien estipuló los principios del pensamiento sociológico señalando que en los hechos sociales no opera la hoy tan cacareada “libertad”, sino lo contrario: la coacción. Los seres humanos actuamos acorde a la causalidad que sobre nosotros ejercen las condiciones sociales en las que hemos nacido: lugar urbano o rural, profesión (acaso trabajo o desempleo) de los padres, nivel de ingresos, condiciones de vivienda, barrio. No hacemos con nuestra vida lo que queremos sino, en todo caso, se tratará –como dijera luego Sartre” de “lo que podamos hacer con lo que se ha hecho de nosotros”.
De modo que se puede denostar a los pobres, pero en su misma situación, muchos de los que los descalifican hubieran hecho lo mismo. Es más: en cierto sentido, si quienes agreden a los excluidos llamándolos “vagos”, “planeros”, etc., hubieran estado en el lugar de estos, serían como ellos. O más exactamente, serían ellos mismos. Serían lo que son aquellos a los que desprecian.
Porque no hay ningún mérito en haber nacido en cuna de oro, o en haber tenido una condición de mínima dignidad desde la cual podamos orgullosamente lanzar que “nadie nos regaló nada” e “hicimos todo con nuestro esfuerzo”. Por supuesto que sí, que muchísima gente con esfuerzo ha podido superarse. Pero las condiciones iniciales desde las cuales cada uno ha podido esforzarse o dejar de hacerlo, de ninguna manera son las mismas. Desde clase media baja, o desde el sector menos desfavorecido de las clases populares, puede haberse ido a la escuela, y en algunos casos –que no son la mayoría- desde allí haber mejorado la propia condición económica y social. Es cierto. Pero para los hundidos en el subempleo constante, los habitantes de los conurbanos del hacinamiento, la miseria, las casas de nylon y el recoger cartón para la sobrevivencia, no hay opciones. Se vive en el desarraigo y la miseria, entre el abandono y la apelación al olvido que promueve la droga, generalmente de la peor calidad (caso del “paco”) que conlleva la enfermedad y la muerte temprana. Situaciones de devastación en las que el vicio y el delito se hacen la única opción para muchos niños y jóvenes.
Un poco de Sociología, entonces, resulta imprescindible contra el moralismo que reemplaza el análisis de las condiciones sociales por la admonición de que son “vagos” y “planeros”. Entender las estructuras sociales es decisivo para entender que no somos tan libres como creemos, y que somos fruto de condiciones que no hemos elegido ni hemos producido.
Ojalá algo de esto permeara la voz y la escritura de muchos que se expresan en los medios de comunicación, que en sordera e ignorancia se dedican a apostrofar cada vez que hay un lamentable caso de inseguridad, o se habla del gasto social –que suele ser mucho menor que el gasto estatal en subsidios a las grandes empresas-. Una sociedad que resuelve sus problemas estructurales y disminuye la desigualdad económica, deja de ser caldo de cultivo para la violencia cotidiana.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.