Los que vencieron al tiempo. La eternidad de los egipcios. Las pirámides del tiempo. La resurrección de la carne.
¿Es posible vencer al tiempo? ¿Es realmente lícito y necesario para el hombre hacerlo?
Estas preguntas no tienen respuesta. A pesar de que la medicina y la ciencia en general trabajan desde hace milenios para paliar los efectos del tiempo en el hombre.
Y a pesar de que vivimos en un mundo que hace un culto del tiempo pasado, tal vez para olvidar el presente.
¿Qué ganaría un hombre si lograra la vida eterna?
El mito de la inmortalidad atrae y fascina al hombre desde siempre, porque es la negación de la mayor angustia que sufre el ser humano, que es la inevitabilidad de la muerte.
Los vampiros humanos, los mayas, los talantes, todos los personajes que creó la literatura o que alimentan las leyendas de lo que no se logra explicar científicamente, siempre seducen nuestra imaginación.
Pero ¿realmente alguien logró vencer al tiempo, y por lo tanto a la muerte? ¿Y qué consiguió con eso?
Según algunos estudiosos, entre ellos el esotérico y científico viajero Paul Brunton, autor de “El Egipto secreto”, entre otras obras, los egipcios lograron vencer a la muerte a través de ritos de iniciación que aprendieron de pueblos aún más antiguos. En estos ritos, las pirámides habrían sido los templos no de la muerte, sino de la vida eterna.
Las varias cámaras conocidas de las grandes pirámides, los pasadizos y la inexplicable arquitectura de estos ciclópeos monumentos habría servido, según Paul Brunton, no para conservar momias y sellar tumbas, sino para llevar a cabo ritos de iniciación, y para asegurar a algunos iniciados el pasaje a la inmortalidad.
Esta inmortalidad no se entendía según un concepto cristiano de una vida después de la muerte, sino una no muerte, una entrada en otras dimensiones mientras el cuerpo de carne se mantenía en un estado de animación suspendida en un proceso prácticamente eterno.
La momificación, en el caso de los iniciados, no era un modo de conservar un cadáver para que perdurase como reliquia y atravesase el camino al más allá, sino la forma de mantener un cuerpo humano en estado latente para que afrontase sin deteriorarse el abismo de los milenios, asegura Brunton.
Este estudioso inglés también recuerda que la sepultura de los muertos se realizaba en la tierra, por lo tanto las pirámides no podían ser tumbas, ya que se alejan lo más posible del nivel del suelo y tienen una forma que atrae y concentra energía. Todo ello tiende a la vida, y se opone al concepto de sepulcro.
Según estas teorías, muchas momias de antiguos iniciados aún yacen en suelo egipcio preservadas por secretos que ya nadie puede recordar, y sepultadas en el tiempo hasta que llegue el momento en que, a través de la repetición de ciertos ritos, sean devueltas a nuestra dimensión y vivificadas para nuestro mundo carnal.
En sus últimos años de vida, el filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre declaró que estaba reflexionando sobre el concepto de “resurrección de la carne”, que plantea el Cristianismo como uno de los dogmas cuyo cumplimiento se espera tras el juicio universal del final de los tiempos.
En los círculos intelectuales se tomó la declaración de Sartre, artífice y difusor del existencialismo ateo, como una última provocación sarcástica.
Por su parte los alquimistas, los buscadores de la piedra filosofal, aseguraban que el hallazgo de esta fórmula química proporcionaba al estudioso la cualidad de poder sobrevivir sin límite de tiempo a todos los demás seres humanos.
Jacques Sadoul, en su libro “El secreto de los alquimistas”, asegura que muchos de estos sabios filósofos y químicos consiguieron destilar la piedra filosofal, que sería un polvillo capaz de convertir en oro a cualquier metal que entre en contacto con él. Pero su verdadera finalidad es la de prolongar indefinidamente la vida de quien lo ingiera, mejorándola en calidad, sabiduría y salud.
Sadoul menciona a algunos de los antiguos alquimistas medievales que, según su teoría, aún hoy se hallarían en el mundo de los vivos e interactuarían con nosotros.
Sin embargo, los tratados de alquimia que nos han llegado, así como las tan nombradas esculturas de las catedrales góticas, que encerrarían secretos alquímicos simbólicos, son incomprensibles para un hombre de nuestros días, y su decodificación se ha perdido junto con la ciencia secreta de los alquimistas.
Las experiencias de Paul Brunton y las escasas revelaciones sobre los experimentos de los alquimistas, hacen pensar que tal vez Sartre se interesó, en sus últimos años, en otra visión de la existencia permeada de misticismo, misterio, y tal vez leyenda.
Brunton relata su experiencia dentro de la gran pirámide de Keops, adonde entra una noche tras días de ayuno y preparación espiritual, y cuenta cómo los espíritus de antiguos maestros egipcios se presentan ante él y lo llevan en un recorrido en el cual le explican el sentido de la monumental construcción y de su finalidad esotérica, oculta a los profanos y abierta a unos pocos iniciados.
Hasta la época del imperio romano existieron los misterios a los que acudían algunos sabios para recibir la iniciación, pero la avanzada del cristianismo arrasó con esas prácticas secretas y bastaron pocos siglos para que no quedase nadie capaz siquiera de descifrar los jeroglíficos cifrados.
La derrota del tiempo es una ambición muy humana, porque significa la derrota de la muerte.
Sin embargo, ninguno de estos sabios que habrían logrado vencer al tiempo y habrían obtenido la vida eterna, ha colaborado con la humanidad para paliar en algún modo el sufrimiento, las catástrofes y el dolor a que está sometida nuestra raza en todo el planeta.
Hasta hoy, la única muestra tangible de eternidad la constituyen algunos monumentos del pasado remoto, como la Esfinge que acompaña a las pirámides egipcias, y cuyo origen ni siquiera los antiguos egipcios conocían.
No obstante, estos monumentos sólo nos llevan a la conclusión de que las cosas humanas pueden perdurar mucho, mucho tiempo, pero son de piedra, y a la larga ellos, como los seres que las construyeron, ingresarán en la corriente implacable que todo lo disuelve y todo lo vuelve polvo.
Algunos seres de la naturaleza desafían al tiempo invernando o manteniéndose inanimados por períodos extremadamente largos, pero nada ha podido impedir hasta ahora que la marca del tiempo llegase antes o después a traerles la muerte.
Para lograr detener el tiempo, o para soslayar el tiempo que nos aprisiona en la tierra, deberíamos escapar de nuestro planeta, viajar a la velocidad de la luz, y tal vez cambiar de posición respecto del centro del universo.
Pero no podemos hacer nada de eso, porque es imposible que un cuerpo de nuestras características viaje a la velocidad de la luz, y porque cambiar de posición respecto del centro del universo representaría para un ser humano algo solamente concebible a través de cálculos astrofísicos. Pero ése es el tema de la entrega que viene.
Y para reflexionar sobre los misterios de los egipcios y de los alquimistas, nos despedimos con una frase: “El tiempo es el único enigma que no puede resolver la muerte”.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).


