El tiempo en la mente. Tiempo y recuerdos. Frankenstein, una víctima del tiempo. Olvido y aprendizaje.
¿Hay un tiempo de la mente y un tiempo exterior, objetivo? ¿Puede el tiempo mental modificar al tiempo de los relojes?
Indudablemente existe un tiempo interior que es propio de cada ser humano, que puede sufrir alteraciones muy graves en el caso de un desorden mental, y que en ciertos casos puede ser manipulado y utilizado independientemente del tiempo cronológico.
Como dijimos en una entrega anterior, una persona con un desorden psicótico o esquizofrénico puede caer en un no-tiempo, en una pérdida del control de su propio tiempo, que la lleve a un limbo en el cual el tiempo y el espacio pierdan el sentido ordenador cotidiano y se vuelvan angustia, caos, abismo sin fronteras.
En casos diametralmente opuestos, puede haber personas que a través de la concentración, la meditación y la preparación psicofísica, superen el tiempo exterior y penetren en un tiempo interno esencialmente distinto, que les permita el acceso a nuevos estados del espíritu y la mente.
La mente humana está forjada por el tiempo.
Nuestra percepción del tiempo, más allá de la medición cronológica convencional, es subjetiva, personal, y depende de estados de ánimo, presiones psicológicas, e incluso de nuestros sentimientos y de nuestra cultura.
En algunos casos de demencia senil, por ejemplo, podemos comprobar cómo la persona retorna al pasado de manera explícita, comportándose como un niño, viendo a las personas muertas en el lugar de los vivos y sumergiéndose en un tiempo ajeno al tiempo del resto de su contexto.
Los yoguis de la India, como mencionamos en entregas anteriores, pueden vencer al tiempo mediante estados de trance profundo, y casi suspender sus funciones vitales, deteniendo el paso del tiempo en sus propios organismos.
Pero nadie ha sido capaz de detener a los relojes, ni hacer retroceder la historia humana ni siquiera un segundo.
Mientras el universo prosiga su expansión, el tiempo correrá hacia delante, y envejeceremos y moriremos en la misma dirección que nos ha marcado nuestra evolución y la de todos los seres vivientes.
Sin embargo, el tiempo de los relojes es una convención, y cada uno de nosotros organiza el tiempo de su existencia pasada en su mente, de manera tal de construir su propia historia, que es la que le proporciona una estructura psíquica y lo forma como persona en una sociedad.
“Estamos hechos de una materia llamada tiempo”, dijo Borges en una entrevista, y sin duda se refería al bagaje psíquico que nos ha formado a través de nuestra existencia, y a la determinación a que estamos destinados todos los seres humanos en un plazo temporal.
Si recordamos la novela Frankenstein, de Mary Shelley, vamos a encontrar un ejemplo muy hermoso y muy terrible de lo que sucedería si un hombre careciera de una historia.
En su novela, la escritora plantea la creación de un hombre por otro hombre, una tarea demiúrgica condenada por su misma naturaleza impía. El hombre no puede tomarse atribuciones reservadas a la divinidad.
Pero el doctor Víctor Frankenstein lo hace, y construye un hombre con pedazos de otros hombres ya muertos, y le infunde vida.
En la novela no se habla del modo en que el doctor Frankenstein logra dar vida a su criatura, ni tampoco se describe la apariencia física de esta creación. En este sentido la maravillosa obra de Shelley difiere mucho de las películas hollywoodenses inspiradas en este libro.
Por lo tanto, no sabemos por qué la criatura del doctor Frankentein es monstruosa, espanta a quienes la ven, todos los seres humanos huyen de su presencia, y sobre todo, es profundamente infeliz.
El verdadero drama de la criatura, a mi parecer, es que carece de recuerdos, y por lo tanto no tiene vida propia, ni puede aspirar a vivir como los demás hombres ni entre ellos, porque no puede explicar su presencia en el mundo.
Que la criatura de Frankenstein se convierta en asesina y persiga a su mismo creador hasta la muerte es consecuencia únicamente de que el doctor-creador se niega a construir otro ser similar para que le haga compañía, como le ha rogado la criatura, en una súplica conmovedora que la convierte en un símbolo del estigma humano de la soledad.
La criatura no tiene recuerdos, y eso la hace monstruosa.
La criatura, en realidad, carece del tiempo interno subjetivo que cada persona acumula dentro de sí para moverse en el otro tiempo, el tiempo exterior, cronometrado por los relojes.
Tal vez por esa misma característica esta criatura no puede morir, porque no se le puede acabar lo que no posee: el tiempo.
El tiempo es el espacio que nos permite realizar el aprendizaje de la vida. Sin ese lapso un niño no podría aprender lo necesario para manejarse en el mundo, en la existencia, de acuerdo con su crecimiento corporal. Seguiría siendo mentalmente un bebé mientras su cuerpo crece. O seguiría siendo siempre un bebé mental y físicamente, y por lo tanto se convertiría en un monstruo.
Estamos hechos de recuerdos y para los recuerdos hace falta el tiempo. Pero también estamos hechos de olvido, y para el olvido, también hace falta tiempo.
Si un niño no olvidara el dolor de sus caídas en el proceso de aprender a caminar, nunca se movería sobre dos pies, porque el temor a sufrir lo inmovilizaría. El olvido, por lo tanto, es la otra cara de la moneda del recuerdo, y es indispensable para el crecimiento.
A medida que la psiquis de la persona va madurando y se va formando, la capacidad de olvido se va perdiendo, y así las experiencias más dolorosas dejan marcas indelebles que previenen a esa persona de cometerlas nuevamente, a pesar de que se dice que “el ser humano es el único que tropieza dos veces con la misma piedra”.
Paradójicamente, la muerte, o la terminación del tiempo de un ser humano, puede ser la clave de interpretación de la vida.
Porque ¿cuál sería el sentido de la vida si no existiera la muerte? O sea, ¿si el tiempo de la existencia fuera infinito? Pensar en una viada sin límites para un ser humano puede ser abismante, incluso doloroso, por más que se tema a la muerte y su certidumbre provoque angustia.
La idea de un tiempo ilimitado para la vida puede parecer seductor, pero es necesario considerarlo en términos humanos: la acumulación de recuerdos sería tan gigantesca que la psiquis se vería aplastada por un archivo infinito que terminaría con inmovilizar a la persona por el sólo hecho de pasar revista a todo lo vivido.
Por otra parte, ¿cuál sería la base de la voluntad en una existencia que no tuviera un límite temporal? Sin límite de tiempo, no existiría la necesidad de forjar un espíritu ni de modelar una voluntad, ya que la falta de una frontera podría convertirnos en seres autocomplacientes y perezosos, carentes del incentivo indispensable para crecer humanamente.
Si Shakespeare hubiese gozado de una vida eterna, ¿habría seguido escribiendo durante cuatrocientos años? Y de ser así , ¿nos interesaría semejante mole de obras teatrales del mismo autor? Si hubiera millones de Capillas Sixtinas en el mundo, ¿podríamos emocionarnos y aprender contemplando repetidamente sus frescos?
El tiempo en el ser humano y en su obra tiene un sentido de trascendencia. Sólo la finitud del tiempo humano puede dar cuerpo a la obra de un hombre, puede dar contenido a su vida y profundidad a sus sentimientos.
Es necesario tener presente que las únicas rosas eternas son las de plástico.
Y para despedirnos dejamos una reflexión en esta frase: “quizás el tiempo sea ese baúl de recuerdos del que cada día sacamos nuestra historia para vestirnos con ella”.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).