Buenos días desde La Barra Beatles. Hoy no vamos a hablar sobre una canción en particular sino sobre aquella gente que también, de un modo u otro, genera esas canciones. Esto sucede sin que lo sepamos, o, lo más loco, sin que ellos mismos lo sospechen. En un pase mágico se apoderan de esas canciones y las van compartiendo por ahí, mientras caminan por la vida distraídos por la fantasía.
Toda esta reflexión tiene un punto de encuentro, un disparador: el Parque Centenario, en pleno barrio de Caballito. Parque mítico para el rock porteño, siempre fue un espacio de encuentro, de resistencia, intercambio, de arte, romances, de todo lo que hace a la gente que va en búsqueda de una vida mejor. Por eso me hizo acordar al título de aquel cuento de Cortázar, aunque aquí el plan está lejísimo de un crimen.
En este parque, desde que tengo memoria, funcionó una feria de libros. Allá por los ’70, dado el furor del rock progresivo local e internacional, apareció una feria móvil de discos. Es decir, gente que se estacionaba sobre el pasto o las veredas a ofrecer sus discos, ya sea para vender o canjear, o simplemente para mirar y verse con otros y otras. Pero esto no terminó ahí, todos sabíamos que los fines eran distintos. Se agrupaba gente del mismo palo, se notaba en el tipo de discos que mostraba o por los que preguntaba. Por aquellos años era una tarea sencilla identificar a la gente del rock, la ropa, la postura, las zapatillas, el largo de su cabello, el festivo look de las chicas, daban señales claras. De manera que lo que comenzó en la música tenía terminal en las relaciones humanas. Allí la música era el gran dios que convocaba y los artistas pasaban a ser los apóstoles.
Algunos se fueron animando y llegaban con una guitarra, eran famosos los fogones de ese parque los fines de semana. Uno se acercaba y tenía la sensación de ingresar a un club sin mostrar el carnet y rodeado de instalaciones naturales, son varias manzanas de verde aporteñado.
Pero la policía también sabía esto, y ya sabemos que esos muchachos no están solo para torturar, matar, inventar causas, coimear, vender cosas ilegales, sino también para hacer todo lo posible por impedir que la gente se reúna. Y si la amistad y los romances están a simple vista son atrapados por el resentimiento y se lanzan sobre los buenos. De eso trabajan los vigilantes.
Cuando las cosas se ponían densas alguien daba una orden en secreto y todos se dirigían hacia el Parque Rivadavia, ubicado a unas siete cuadras de allí. La gente iba y venía, de acuerdo a las circunstancias represivas y razzias, pero lo que nunca se detuvo fue la cultura del encuentro.
En los últimos años se instaló formalmente una feria de discos y libros de música que abre los sábados y domingos. Siempre que puedo me llego hasta ahí. Esto comienza a eso de las diez de la mañana y se prolonga hasta la tardecita. Los domingos la feria se inclina más por lo progresivo y entonces entre las 10,00 y las 15,00 se ve un cuadro surrealista que subyuga el recuerdo del propio Salvador Dalí. Los puestos exhibiendo álbumes de viejos vinilos, discos simples en extinción desde hace décadas, cassettes que resisten el paso del tiempo, revistas históricas y libros que dan cuenta sobre músicos y bandas veneradas. A veces me detengo a mirar cassettes y me pregunto si esas cintas todavía recuerdan de qué se trata eso de girar. Tapas viejísimas de vinilos que a esta altura no sé si reproducen música o relatos de encuentros. Esas canciones que esconden deben incluir voces que se le fueron sumando después de tantas emociones juntas.
Sobre la recargada y antigua vereda se van acomodando personajes de distintos barrios y tribus que comulgan en las mismas creencias, que más allá de palabras nuevas buscan revivir un atávico idioma. Se cruza con el quilmeño Felipe Surkan, en el puesto más concurrido con su Viajero Inmóvil a cuestas; al bostero Carlos Falci, quien billetera en mano pregunta ansioso por las novedades; un curioso pasa por el puesto de Caio, que con su cara de bueno promete la resurrección inmediata de recuerdos; escucha al memorioso Leonel Acosta, con la data exacta de la Enciclopedia del Centenario, al boga Luis Calcagno, explicando su pasión por publicar discos inconseguibles. En uno de los bordes del parque se levanta el histórico Museo de Ciencias Naturales, que aún está en deuda por carecer de una vitrina dorada que dé cuenta de toda esta fauna melómana.
En otro de los costados se encuentra el Club de Amigos de la Astronomía. Como se verá todo se fue armando de acuerdo a las distintas conexiones. Al final de cuentas los discos y los libros nos han paseado por el cosmos en largos viajes de ida y vuelta. Habría que apersonarse y consultar si el telescopio que poseen permite ver algo de nuestro pasado.
Si hay algo que alucina y emociona a la vez es detenerse a escuchar los diálogos entre los parroquianos, el envidiable énfasis con que arrancan cada frase. Seguramente cuando eran adolescentes anduvieron por el Centenario, cambiaban elepés, intercambiaron necesidades sonoras por satisfacciones internas. Andan por allí algunos memoriosos que quizá hasta se le animen en una partida al mismísimo Funes. Quizá el propio Borges deambule algunos domingos por allí descubriendo enfermos de la música que asombran. Le hubiera encantado hacer una semblanza de tipos capaces de recordar con lujo de detalles absolutamente todo lo que han vivido, soñado e imaginado, mientras sus cinco sentidos se revolcaban felices por adentro de una canción.
Funes puede narrar con claridad las nubes quietas de una mañana o reconstruir un día completo de su extensa vida, detalle por detalle. Con su sobrenatural memoria ha desarrollado nuevos sistemas para contar. Algunos visitantes de la feria pueden describir el modo en que fue grabado un disco, reproducir las anécdotas que cuenta la letra o cómo el cantante va describiendo a lo largo del tema. Por suerte las historias no se cuentan de la misma manera y lo que en un domingo nublado se narra con melancolía, en un día pleno sol la canción muestra que guarda más alegrías de las que uno imaginaba.
Hay sellos como Viajero Inmóvil, Mucha Madera o RGS, que se la pasan provocando a la memoria, si hasta por lo bajo aseguran descreer del paso del tiempo. Ellos acuñan una fórmula secreta. Entonces publican material inédito, cosas injustamente olvidadas, discos que no fueron editados en formato CD, bandas que solo recuerdan los archivos digitalizados de antiguas revistas de rock. Llevan a cabo una tarea patriótica y que es festejada por los coleccionistas, que cada semana investigan, preguntan, y muestran extraños deseos de dar con ese disco que su memoria ya no reproduce.
En los últimos años hemos visto un boom de libros sobre rock argentino, ya debe haber en varias librerías algún estante que los reúna para potenciarlos, como si hubieran dado origen a un género propio. Forman parte de esa mística, la historizan.
Seguramente esta onda que se generó alrededor del rock argento tiene que ver con cierto aire fresco que siempre se respiró en el Parque Centenario. Esta gente hizo escuela. Seguramente andarán por ahí durante la semana, en sitios por donde tendrán que disimular o simplemente no contar, esto se da porque hay sectores en nuestra alicaída Buenos Aires que no quieren escuchar sobre mitos porque el mercado no lo tiene en cuenta.
Nuestra ciudad fue invadida por entes sin barrio, sin rock, sin mirada callejera, y aquí está el resultado, por eso uno concurre al vacunatorio del Parque Centenario, es que ya no son tan confiables los anticuerpos que creemos generar. Debemos ir en busca de un refuerzo, recibir una vacuna que inocule rock, plazas llenas, fútbol, calles, zaguanes, guitarras criollas, barras en la esquina, la amistad que siempre cotizará más que la soja.
Veo a gente que se va con uno o dos cidís bajo el brazo y lleva puesta una sonrisa ganadora que lo hace levitar, les aseguro que yo los vi deslizarse a unos diez centímetros por sobre el suelo; si te concentrás los ves. Siempre es bueno darse una vuelta por uno mismo, hacerse preguntas que parecen viejas, incluso algunas es mejor no responderlas en voz alta, pues forman parte de nuestro conjuro.
Sospecho que el motor de la historia en Argentina son las conspiraciones. De la Jabonería de Vieytes para acá esos son los espacios en donde se ha refugiado la Patria. La patria rockera tuvo a La Cueva de Pueyrredón a La Perla del Once, y desde allí se lanzó rumbo al futuro. Claro que tenemos una larga lista de decepciones y frustraciones, pero eso no nos detiene ni nos acostumbra, todos hemos llorado por amor o desamor, pero siempre volvemos y le guiñamos un ojo, y si es necesario le pedimos perdón. Si cierran los ojos suavemente verán que hay un cartelito en nuestros corazones que dice “creemos en el optimismo de la voluntad”.
Por supuesto que se aprende mucho en las escuelas, aún más en las universidades, en los cursos terciarios, pero ojo con las canciones, con los estadios de fútbol, con la silla de un bar en donde se sienta una mujer y nos relata sus fascinaciones.
Seguramente a lo largo del país haya otros parques así, o un club o una sociedad de fomento que convoca. Estas narraciones no son solo porteñas, son puramente argentinas, y en cada ciudad toma la forma correspondiente. Es simple: el lugar en donde uno vive siempre está dentro de algo y el territorio no es solo geográfico.
Quizá no falte tanto tiempo para que los tours de turistas se den una vuelta por el Parque Centenario los domingos al mediodía. Es muy probable que exista la necesidad de ver gente así, mirar en silencio acciones artísticas, ver personas tratando de rescatar de su propio olvido la magia adolescente, escuchar cómo dialogan y preguntan los enamorados de los discos. Y no importa si nombran a solistas o grupos que desconocemos, eso no es determinante, tiene solución emocional. Más o menos a todas y todos nos conmueven las mismas cosas, no hay fronteras ni idiomas extraños para los utópicos.
Hace unos días caminando de tardecita por la avenida Corrientes vi que delante mío iba una pareja de chinos, no paraban de secretear. En un momento se detuvieron, lanzaron un abrazo más largo que la Muralla China, se fueron en un beso y al regresar se miraron como chicos. Comenzaron a reír con la más grande de las inocencias, se hablaron y exclamaban algo divertido. Por supuesto que no me puse a gogglear para traducir lo que decían, pues estaba todo mucho más que claro.
Columnista invitado
Jorge Garacotche
Nacido en Buenos Aires. Músico, cantante, compositor, fundador del grupo de rock urbano Canturbe, con varios discos publicados con esta banda y también con La caja, un grupo de pop rock de los ’90. Canturbe fue el primer grupo de rock en grabar un tango, “Soledad”, de Gardel y Le Pera. En sus discos grabaron como invitados músicos/as de la talla de: Charly García, Litto Nebbia, Rubén Rada, Walter Malosetti, Liliana Herrero, entre otros. Es presidente de AMIBA (Asociación de Músicas/os Independientes de Buenos Aires.