10. Secuestro de Aramburu
La mañana siguiente de haber llegado a la casa del barrio en la periferia de la gran ciudad, leyó en el diario que habían secuestrado a Pedro Eugenio Aramburu.
Entonces se juró a si mismo que nunca dejaría de lado la Beretta calibre 22. Si antes había sido cuidadoso de su vida, en ese momento comprendió que si no se actuaba con firmeza todo se saldría de madre, no solamente su vida, sino todo lo que habían venido construyendo en su carrera como militar y en los nuevos caminos que le habían mostrado los amigos habituales en las reuniones de los “cursillistas”.
Todo empezaba a tener sentido, incluso en medio del caos tangible de una mudanza. Entre cajas, muebles desarmados y el horrible color de las paredes -¿siempre había sido el mismo?-, sintió que los acontecimientos de los últimos años no eran azarosos; responderían a un propósito más grande, como si una fuerza superior lo estuviera guiando hacia un destino inevitable. No lo había comprendido antes, pero ahora lo percibía con una claridad abrumadora, una certeza que ardía como el fuego de una vocación inquebrantable.
Tenía obediencia y disciplina de sobra, forjadas en las decisiones difíciles que lo habían obligado a abandonar la vida cómoda y beneficiosa que había logrado construir en el barrio -incluso la misa de los domingos, antes tan pesada- luego digeribles por las reuniones cursillistas.
Aquello lo había dejado para dirigirse a Córdoba, una ciudad que representaba lo peor de su pasado. Cuando su jefe se lo pidió, no hubo dudas ni protestas: obedeció. Se marchó con la firmeza de quien sabe que el sacrificio forma parte del camino.
Con disciplina había soportado las pruebas más duras, como las temibles piruetas de los paracaidistas, que lo dejaban exhausto tanto física como mentalmente. Pero en el fondo de su alma, había algo más, algo que nunca había confesado ni a sí mismo por el peso que implicaba.
Regresar a Córdoba le había hecho recorrer lugares que alguna vez le parecieron escenarios de diversión en su juventud. Cada paso lo llevaba a enfrentar su pasado, a recordar impulsos y errores juveniles. Cada vez que sentía la cicatriz en su espalda, la herida de un cuchillo que su cuñada había curado en secreto, algo en su interior se estremecía. Era un recordatorio de sus días de inconsciencia y del precio que había pagado por ellos.
La revelación llegó tiempo después, casi como un golpe silencioso. Durante una reunión, alguien leyó un artículo de una revista que reconstruía el secuestro del general, una narración intensa que revivía un tiempo de decisiones extremas y luchas inevitables. Fue entonces cuando comprendió: su historia no era solo suya, sino parte de un plan mayor. Como los guerreros de antaño, aquellos llamados a la batalla no por gloria personal, sino porque era su deber.
“El general Pedro Eugenio Aramburu caminaba por las calles de Recoleta con la seguridad de quien sabe que ya es parte de la historia. Quince años atrás, su nombre había encabezado el golpe de Estado que puso fin al gobierno justicialista, el mismo que había redireccionado el rumbo de toda la nación. Era el artífice de la venganza, el encargado de borrar las huellas de una época marcada por la demagogia populista, o eso creía él. Con paso firme y decidido, caminaba por esas mismas calles que lo habían visto triunfar. Aramburu no era solo un recuerdo; seguía presente, haciendo política, creyendo que aún había lugar para su figura en el futuro.
Lo que el general no sabía era que, a pocos metros de su casa, detrás de una ventana de un colegio cercano, unos ojos lo observaban con una intensidad que nada tenía que ver con la admiración. Allí, ocultos en las sombras de la sala de lectura, lo observaban Fernando Abal Medina y Norma Arrostito. También eran parte de la historia, pero no de la suya. Querían escribir una nueva página, teñida de rabia y revolución. Cerca de ellos, Mario Firmenich se removía en su silla. Observaban al hombre que había creído haber enterrado una época, pero que no llevaba consigo otra protección que su propio nombre. Los jóvenes se sorprendieron. ¿Cómo podía caminar tan despreocupado? ¿Qué hacía un trozo de historia sin guardias? Pronto comprendieron que tal vez la acción que habían planeado con tanto esmero resultaría más sencilla de lo que habían imaginado”.
Quería abreviar tramites, intuía urgencias. Así que con su casa desordenada todavía y con cajas semivacías por todos lados, al día siguiente de llegar se presentó a su nuevo destino, un batallón de inteligencia militar en Campo de Mayo.
Como corresponde se vistió con su ropa de oficial, el uniforme de pantalón color caqui y la chaqueta virando al verde oliva. Se acomodo todo el correaje y antes de dar por terminada la sesión, buscó su gorra, que había viajado en una caja y al sacarla vio que estaba allí, esperándole, la Beretta calibre 22. Casi sin pensarlo se levantó la chaqueta y la calzo en la cintura, entre el pantalón y la camiseta blanca, sintiéndola bien cerca suyo. Lo confortaba y le daba una fortaleza inusual.
Partió manejando su Chevrolet por un camino que reconocía a cada esquina, llegó al batallón de ingenieros, una división que se encargaba de construir lo necesario en tiempos de guerra y de paz. Puentes, caminos, edificios; lo que fuere menester en cada momento.
El jefe era un coronel que no conocía, pero del que había recibido muy buena referencia le confirmó lo que le habían dicho que era un militar de formación profesional, estricta.
En ese sentido no le llamó la atención que no hubiera una sola mención al caso Aramburu, solo hizo casi todas las preguntas de rigor. ¿Qué tal el viaje? ¿Fue buena la experiencia con los paracaidistas? Creo que le tocó estar en el lugar justo y en el momento indicado, ¿no? Y agregó una nota que no terminaba de encajar en la sinfonía de preguntas castrenses ¿habrá sacado provecho de la universidad y de las reuniones con los cursillistas?
Sin moverse un centímetro de la incómoda silla de madera, respondió sin muchos detalles, pero siempre asertivamente, a las preguntas. La última respuesta, la que debía lidiar con un conocimiento de su vida privada -lo que le generó una mezcla de terror y asco- la hizo mirando fijamente el entrecejo del coronel, y con una sonrisa cómplice escapando levemente del rictus militar.
El jefe le informó brevemente que su tarea contable a veces requería tener que atender las compras de insumos.
–Usted ya sabe de esas cosas…- le dijo dejando un mar de interrogantes a despejar en el tiempo.
Luego lo dispensó de presentarse a cumplir funciones hasta tanto terminara con el arreglo de su casa. “de que usted, su esposa y su familia estén cómodos depende el éxito de su carrera militar”.
Sintió que el jefe lo estaba retando y como corresponde a la obediencia militar, se paró y adoptó la posición de “firmes”, hizo la venia e hizo sonar ostensiblemente el taco de su zapato militar.
Salió de la oficina del jefe y contempló el cielo entre los árboles del cuartel. En esa fría mañana hizo una rápida recorrida por el cuartel que, esperaba, sería su casa por al menos los próximo cuatro años. Lo dijo en voz baja, solo expresando un sentimiento que tapara la fuerza de su pensamiento. No quería volver a salir de allí, no quería volver a vivir un Cordobazo.
Fue buscando el camino de salida de la inmensa guarnición militar, tratando de memorizar donde doblar a la derecha o seguir recto, tratando siempre de no girar a la izquierda.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.