17. La oveja perdida
La euforia por el triunfo del Mundial ’78 podría haber durado más tiempo. Fue un sentimiento compartido por los hinchas de fútbol -la gran mayoría- y por quienes intentaron mantenerse al margen. Fue un aluvión de emociones, pero de corto aliento.
Para el militar en bonanza, futbolero de alma, no hubo momento más feliz en su vida. Ni siquiera superado por el día en que incorporó a una regordeta beba que Dios había puesto en su camino. Contar con una mujer entre su prole fue una de las mayores alegrías de su existencia.
Otra de sus grandes alegrías fue cuando pudo decir: “tengo una casa en la costa”. Veranear en Mar del Plata fue siempre, para los de su generación, el summum de lo posible.
La oportunidad llegó de la mano del Mayor Raúl. En una reunión habitual en aquella casa semidesierta, en medio de lo que alguna vez se prometió sería una autopista, apareció con una oferta. Se trataba de una casa –botín “recuperado”, como eufemísticamente llamaban a lo robado a los detenidos clandestinamente-. Estaba en la costa, en Mar del Plata, claro que había que pagar por ella. Al militar en bonanza, los pelos de la nuca se le pusieron de punta.
Ya había sucedido antes: en el reparto del latrocinio obtenido en los habituales procedimientos, había quien recibía algo que pensaba que podía transformar en dinero, pero que al final no resultaba un buen negocio.
Es que tenía que encontrar un comprador, regatear el precio sin que se notara que cualquier cantidad venía bien y, entonces, sin dejar puntas sueltas, concretar una operación lo más limpia posible.
Sobre todo, había que evitar tener que dar explicaciones a cualquiera (por lo general un simple ciudadano que hiciera preguntas molestas o difíciles de responder). Ni hablar respecto que debía sumar la “compra” de un escribano y conseguir una escritura que diera al menos un poco de legalidad a la transacción. Con todas esas dificultades, si la compra la asumía uno del grupo, venga la guita, para vos la casa y nadie pregunta nada.
El proceso de transacción duró un poco más de una semana. Quedo tan entusiasmado con la nueva adquisición que quería ya compartir la noticia con la familia, pero sobre todo a su esposa que siempre había querido tener una casa en la playa. Ideó una excusa que sirviera tanto frente al jefe del cuartel como para la familia: tenía que hacer un viaje “de negocios” a la costa. En el cuartel no había preguntas, pues el flujo de dinero que cada uno recibía fue parejo durante las obras públicas necesarias para “la justa deportiva sin igual”. En la casa el clima estaba más ligado con la excitación de la nueva integrante, que brillaba con tal fuerza que eclipsaba cualquier otra novedad.
De todas formas, el militar en bonanza urdió una trama para darle un poco de espectacularidad al asunto. Invitó a su esposa a sumarse al viaje. Ella tuvo que encontrar con quién dejar a la beba a cuidado, pero al fin se sumó con gusto. Todo un detalle: la pareja viajando por las rutas argentinas solo por placer, con destino a la promocionada Ciudad Feliz.
La idea fue mostrar la casa y anunciar que ahora era de ellos. Broche de oro para un viaje de pareja, tipo segunda luna de miel. A orillas del mar habían pasado sus primeros días de casados y esta ocasión, veinte años después, era el momento ideal para solidificar el progreso de la familia. Una hija más, una casa en Mar del Plata. Un mundo feliz.
Decidieron arrancar de la casa temprano en la mañana, casi con la salida del sol. El militar dudó al momento de calzar la Beretta calibre 22. Iban casi de vacaciones, no pasaría nada. Estuvo a un instante de dejar la pistola en la casa, pero a último momento se puso el correaje y acomodó el arma en su espacio. De todas formas, la pistola era ya parte de su andamiaje. Lo había acompañado siempre, fiel. También tendría ella un espacio para festejar en la casa frente al mar, cuando llegaran.
Se quedó extraviado en sus pensamientos sobre cómo podría ser el festejo. Recordó algunas escenas de películas de cowboys, pero le parecieron poco dignas. Siempre los que llegaban disparando tiros al aire eran los pillos, los ladrones, los delincuentes, y ellos no tenían nada que ver con esa gente.
Trató de encajar alguna imagen de otros que portaban armas, de las películas sobre mafiosos. No encontraba tampoco una adecuada y encima la comparación con la mafia le pareció que no lo favorecía. Quizás mostrarse como personas serias, no necesariamente unidas a lo militar, sino más bien como una pareja en la mediana edad que se sumaba al barrio. Y nada de armas.
La chatura de la pampa húmeda, de color incierto con las primeras luces del día invitaba a la quietud. En un momento hablaron al mismo tiempo, tratando de romper un silencio ya de por sí bastante incómodo:
-¿Querés que paremos en “El Atalaya” a desayu…?-.
-Sabés que me llamó tu cuñada, la esposa de tu hermano ma…-.
Sonrieron los dos al unísono, una con ganas de comer una medialuna y el otro ansioso por saber qué quería la cuñada.
El militar sintió en ese mismo momento una punzada en la Beretta, o le pareció que era así. Rápidamente se le cruzó la imagen de la esposa de su hermano. No era alguien que estuviera presente en su vida, en absoluto. Pero ella había sido quien le entregó el arma, allá lejos y hace tiempo. De todas formas, aguardó a estar sentados, esperando las famosas medialunas con un café con leche en ese famoso restaurante ubicado en el camino a Mar del Plata.
El primer bocado que dio a una medialuna crocante quedó atravesado en la garganta. Su esposa acababa de decirle que la hija de su hermano estaba desaparecida, detenida en alguna guarnición militar, o cuartel o incluso en esas casas donde se reúnen ustedes –dijo con un cierto aire de repugnancia- y que la cuñada estaba buscando ayuda para localizarla.
El militar llevó su mano a la Beretta de forma instintiva. Se tragó el bocado de medialuna con esfuerzo, tomó un trago de café con leche y dijo con ira contenida que no pensaba hacer absolutamente nada por la que había sido su sobrina.
-Pero ¿qué decís? Esa muchacha seguramente la está pasando muy mal. Algo tenemos que hacer, es la hija de tu hermano. Ellos estuvieron a tu lado, vos viviste en su casa- le respondió agriamente la esposa, tirando el pedazo de medialuna al que acababa de dar un bocado.
-La que fue mi sobrina estuvo muy contenta con esa sólida estructura de pensamiento, donde nada queda librado al azar, tan cerebral y esquemática, tan sabelotodo. Ahí tiene, por meterse a jugar a la revolución-.
El militar en bonanza estaba fuera de sí. Hablaba con una presión tremenda y a la vez contenida, para que el tono de su voz fuera apenas un susurro audible. Nadie de los que estaban en las mesas aledañas hubiera podido entender qué sucedía en la de ellos.
Siguieron en ese tono por un rato más, después que se acabaron las medialunas y el café con leche. El militar en bonanza le espetó lo desagradecida que era ya que todo lo que había hecho, incluso eso de juntarse en la casa con los otros muchachos era para tener una vida mejor, un estar más holgado e incluso ampliar la familia- le dejó caer casi como cobrándole por la niña apropiada.
-Ahora estamos viajando a la costa para que veas la casa que te compré– le dijo al subir al auto para continuar el camino.
Siguieron el viaje hasta Mar del Plata sin hablarse.
Llegaron a la ciudad y se dirigieron al destino. Ubicada en un barrio semidesierto en invierno, el aspecto no invitaba a enamorarse de la casa, que encima estaba un poco descuidada.
Ni siquiera se bajaron del auto. El militar amagó a estacionar y ella le dijo:
-Ni se te ocurra que entremos a esa casa ahora-.
El viaje de regreso fue un calvario. Comieron un sándwich de chorizo en un vagón de tren transformado en restaurante al paso. Estaba frío y el pan, duro. Ninguno intentó adjudicar responsabilidad por la elección, porque no estaban bien las cosas. Llegaron a la casa del barrio al costado de la autopista cuando ya era de noche.
Ya en la cama ella le preguntó qué respuesta le daría a su cuñada, que había quedado en llamar para ver de qué forma la podían ayudar. El militar en bonanza se mordió el labio en silencio, hasta hacerlo sangrar y tragar esa sangre con todas las palabras que no dijo. En algún recoveco de su mente se afincó por el resto de la noche, antes de caer dormido, pensando en qué hubiera pasado si, siguiendo el primer impulso, se hubiera parado, abierto la puerta del armario y calzado la Beretta calibre 22.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


