19. Cambio de manos
Recibió la Beretta calibre 22 de manos de su padre. De su progenitor sabía que era aún más inútil que él. No pudo terminar la secundaria con decoro y solo obtuvo el diploma gracias a los buenos oficios docentes de su madre y al peso institucional de su padre.
Lo cierto es que se excedió en la pasión una tarde de verano -también estaba excedido de peso- usando la cama de sus padres un domingo, confiado en que no volverían temprano de la iglesia, ocupados como estaban en eso de los cursillos de cristiandad. Por supuesto, antes de que empezara el resumen de los partidos del domingo.
Excedido de peso y de pasión, con su torpeza se puso mal el globito y la muchacha con la que presumía en el barrio, quedó embarazada.
La panza fue creciendo y cuando ya era insostenible hubo que salir a conseguir un departamento, una casa, un lugar donde alojar a la nueva familia.
-¡Hace algo vos!- gritó la madre una tarde de fútbol -conseguile a tu hijo un departamento, aunque más no sea. Si hasta podés quedarte con uno de los que tienen encerrados, que total no lo necesitarán más. Tu nieto que está por venir necesita tener una casa propia.
Entonces su padre se encargó de conseguirle una casa, con el poder disuasivo del rango militar y la práctica adquirida para hacerse de las propiedades ajenas con facilidad.
Le entregó la Beretta calibre 22 cuando ya había comenzado el trabajo en el servicio de inteligencia del Ejército, oxímoron que ha sido usado siempre que se ha puesto en tela de juicio esta división militar. El caso es que el inútil consiguió fácilmente un puesto de espía en los pliegues de la corporación militar.
El trabajo lo eligió la madre, para asegurar que tuviera sustento el nieto que venía. El ideario de espía lo puso el padre.
Antes el inútil había intentado con el comercio. Es fácil ser intermediario cuando uno vende un artículo muy buscado y casi de primera necesidad: los cigarrillos. Sólo hay que encontrar una buena esquina y dotar al pequeño negocio de algunos productos más, casi tan atractivos como el tabaco. Por ejemplo, el chocolate.
Y si uno tiene la suerte de tener un padre por cuyas manos pasaron toneladas de chocolates, todo es más fácil aún.
Cuenta la leyenda que durante la guerra en las islas del sur, se hizo una campaña de sensibilización popular para involucrar a la sociedad en la aventura belicista del presidente etílico.
No contentos con las colectas, la obligación de donar joyas -en una burda imitación de las damas patricias y el ejército de San Martin-, intentaron otro tipo de exacción económica hasta que apareció alguna luminaria con lo de los chocolates. La idea era que cada soldado recibiera una barra: nutrición y calorías para mitigar el frío de las Malvinas, junto con una carta de afecto del pueblo. Cuántos de esos chocolates llegaron a destino, no se puede saber. Pero el inútil recibía en su negocio de venta de cigarrillos y golosinas cajas y cajas de chocolates que ponía a la venta y nunca tuvo que pagar. Más de un desprevenido cliente se encontró leyendo una carta con destino robado.
Después de la rendición y la desmovilización de las tropas, cuando terminó la parafernalia guerrera, incluida la marcha musical, todo quedó “tras un manto de neblina (que) nunca hemos de olvidar”. En ese momento el inútil quebró el negocio.
Ahí fue cuando la madre decidió que ingresara a la SIDE y el padre fantaseó con que se transformaría en el James Bond de las pampas chatas.
Tras el fallido intento con los cigarrillos, los chocolates y los kioscos, el inútil creyó que su futuro estaba en la fotografía. El padre le proveyó de un equipo profesional de origen dudoso, como tantas cosas en ese hogar donde aparecían propiedades, viajes, depósitos en el extranjero y hasta hijos.
Andaba con la cámara colgada del cuello, sacando fotos de techos, aves, esquinas, mujeres y hombres. Un día, el padre vio la cantidad de fotos que acumulaba y se le ocurrió buscar al mayor Raúl. Recordaba aquello de las manifestaciones y los espiones de los servicios sacando fotos de la gente, para marcarlos y después ir a buscarlos. Quizás podría encontrarle un trabajo fotografiando las multitudes que volvían a salir a las calles tras el fracaso de Malvinas.
Marchó a la calle Viamonte y Callao, pero ya no estaba allí Raúl. Fue entonces la esposa del militar retirado quien buscó al primo, que era parte de los servicios de inteligencia del Ejército. Así como antes ayudó a localizar a la sobrina secuestrada, volvió a ayudar a la familia, esta vez para conseguirle un trabajo al hijo.
Cuando el inútil empezó a trabajar, el militar retirado pudo empezar a descansar. Pasaba largas temporadas en la casa de Mar del Plata, a veces con su esposa, que gustaba de pasar largas horas en el casino y siempre regresaba diciendo que había ganado. No supo el militar cuánto dinero acumulaba de esas ganancias porque siempre era él quien proveía el dinero para jugar.
Pasaba muchas horas de soledad mirando el mar, leyendo libros de historia argentina y ensayos que lo ayudaran a poner en orden las pesadillas que lo dejaban insomne. En las largas tardes de invierno que ni siquiera podía salir de la casa, cuando azotaba el rudo viento marino leía libros que le habían quedado de cuando era cursillista.
Un domingo preguntó al cura que daba la misa a la que asistía regularmente, por qué no podía sacarse de encima el peso del pecho que le quitaba el aire. El confesor conocía de esos pecados y también sabía que no había forma de alivianar la carga. El cura también escuchaba los llantos de las familias que aun clamaban por verdad y justicia. Entonces optaba por presentar el indiscutible argumento de los caminos de Dios.
Alguna tranquilidad le daba y de esta forma podía seguir viviendo y mirar a los ojos a la que no era su hija y vivir en la casa que no era la suya y disfrutar un tren de vida que no era el suyo.
Se le heló la sangre el día que el nuevo presidente Alfonsín anunció el juicio a las Juntas Militares que habían gobernado al país, bajo las cuales el militar hubo de asentar la vida que ahora tenía.
Quiso escapar, como otros militares al gran país del norte. Logró remontar la ciudadanía de un ancestro y obtuvo una forma más o menos legal de asentarse en Miami. Mantuvo su casa en Mar del Plata, pero compró un departamento en el paraíso de la clase media argentina.
Fue allí donde vio en la televisión al presidente Alfonsín saliendo de la Casa Rosada rumbo a la Catedral, un integrante de la custodia era el mayor Raúl.
Al fin lo encontraba y bien ubicado lo vio, siempre cerca de los círculos de poder.
En un viaje que hizo a Buenos Aires, lo buscó y compartieron un café en la confitería de calle Perú y Avenida de Mayo.
Usted siempre bien ubicado Raúl, se ve que no pierde las mañas. ¿Y qué hace allí con el presidente? – dijo el militar, entusiasmado.
Baje la voz, estamos rodeados de enemigos – dijo el mayor Raúl en un susurro y mirando hacia ambos lados.
El resto de la conversación fue casi como una confesión de pecados imperdonables. La democracia había sido un golpe muy duro para todos, le dijo.
Hemos dejado demasiados cabos sueltos. Cuando levantamos la voz, nos hacen callar. Al menos estando cerca del presidente nadie se fija en mí, le dijo antes de partir.
Manejó por las calles de regreso a la casa del barrio que estaba al costado de la autopista que lleva al aeropuerto mirando las calles laterales. La velocidad que le permitía la autopista nueva le borroneaba la ciudad en una mancha verdegris. La atención solo estaba puesta en el destino, en el futuro, en lo que estaba al final del camino. El pasado estaba bien sumergido, imposible de mirar allí, eran puntos rojos que latían en esa mancha verdegris, donde el verde viraba al rojo con intensidad. Sacó la atención de esa idea.
El futuro estaba allí, al final de la autopista. La casa del barrio que ya no habitaría. Quizás quedaría para alguno de sus hijos, él llegaría hasta el final, hasta Ezeiza y de allí a Miami. Podría convencer a su hija de vivir allá, era lo más seguro para ella, blindada de lo que se pudiera decir aquí. Su esposa iría con él, siempre que hubiera un casino cerca y la posibilidad de ver televisión en castellano, estaría todo bien. Antes debía tener una conversación con su hijo, el inútil.
Para el inútil, el trabajo como agente de inteligencia, nunca fue más que una tarea de rutina oficinesca. Nunca brilló por su inteligencia, mal podría tener éxito en una institución de esta naturaleza. El día en que el padre le entregó la Beretta calibre 22 no entendió la ceremonia ni el discurso.
En la habitación matrimonial, su padre abrió el ropero y sacó una caja de caoba oscura, lustrosa. Se sentó a su lado, puso la caja entre ambos y le habló del honor, la tradición y la gloria.
Le dijo que era una larga tradición familiar. Que la había recibido de su hermano mayor, omitió contar el episodio del camionero, hubiera restado solemnidad al acto. Le dijo que había sido custodia de los valores occidentales y cristianos en la peor época del país, cuando estaba siendo asediada por la guerrilla apátrida. Masculló algo del honor y la gloria, pero las palabras se le confundieron un poco hablando de la rendición, las islas Malvinas argentinas y el clima frio del extremo sur.
Finalmente, sacó la Beretta Calibre 22 y se la entregó, extendiendo los brazos como cuando él mismo recibiera su sable en el Colegio Militar. Claro que esta vez no era un salón de gala, sino el dormitorio donde, muchas veces, se intentó gestar algún niño inteligente.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


