Contexto histórico en la creación de Heiner Müller
Tenemos que preguntarnos si el mundo cambió, y específicamente si el arte y en particular el teatro cambiaron desde la caída del Muro de Berlín, y si esos cambios, de existir, han modificado el trabajo teatral desde que tuvieron lugar. Sin duda la caída del Muro fue un terremoto sordo del cual empezamos a ver hoy las consecuencias. Un terremoto que se preparaba desde hacía tiempo y que no estaba destinado solamente a cambiar la geopolítica europea y la política mundial, sino también el equilibrio que mantenía un orden de cosas inevitablemente reflejado en el arte. El teatro, como sucede desde sus comienzos en el origen de la sociedad humana, adelantó los hechos y “representó” la decadencia y disgregación de nuestra sociedad desde mucho antes de que ésta tomara conciencia de su estado.
La atomización del texto, el cambio de la relación dramaturgo-director-actor-público, se gestaron y estallaron antes de que otras bombas hicieran eclosión en el mundo occidental, y Heiner Müller, el dramaturgo alemán a caballo de las dos Alemanias y de los dos períodos artístico-políticos más relevantes de nuestra Historia contemporánea, es el representante más notorio e iluminado de este fenómeno. La obra de Müller echa las bases para una nueva postura del teatro en la sociedad, una postura que finalmente desplazó -y de manera definitiva- la actitud decimonónica mantenida aún no sólo por la mayor parte del público teatral del Occidente, sino también por la mayor parte de los hacedores del teatro. Y el cambio fundamental reside en la conciencia de que todo lenguaje teatral existente hasta el momento estaba perimido, de que toda forma de “representación” era obsoleta, y de que se había producido un quiebre maravillosamente irremediable entre la construcción de un texto dramático y la construcción escénica.
Cuando cayó el Muro se pasó de vivir en un mundo aparentemente bicolor a vivir en un mundo aparentemente monocromático. Desapareció el mundo en el cual al individuo estaba prohibido decir lo que pensaba, dejando lugar a una sociedad en la cual los individuos están obligados a pensar lo que se dice. Sin enemigos visibles, la sociedad capitalista se engulló a sí misma y empezó a realizar su ansiado sueño de uniformar el planeta. El teatro, enfermo de naturalismo y “realidad”, ya había mostrado las pústulas de esa descomposición orgánica y había regresado con Jerzy Grotowski al trabajo del cuerpo y a la difícil desnudez de un escenario vacío, renunciando a la tecnología y transformando el texto dentro del mismo cuerpo del actor.
Los resultados, como dije, se vieron antes de que el mundo tomara conciencia de la avalancha de los cambios. A diferencia de los sistemas políticos, el teatro nunca pudo echar a nadie la culpa de su mediocridad, y por eso cuando estos sistemas políticos colapsaron, dejando a la luz la nada de sus entrañas, el teatro estalló dramáticamente renovado, visceralmente nuevo, apocalípticamente renacido. Una voz puede bastar para romper el silencio de todo un desierto. De este modo, un breve texto de Müller alcanza para poner una definitiva lápida sobre las formas obsoletas del teatro pasado y abrir la puerta a un nuevo tipo de arte dramático. El teatro del siglo XXI debe y deberá mucho al “blank verse” shakespereano reutilizado magistralmente por Müller, porque más allá de una forma escrita, el “verso vacío” es la paradoja de una sociedad en la cual subsisten sólo las formas, cajas desocupadas en las cuales vagamos a la búsqueda de contenidos extraviados o desaparecidos hace mucho tiempo.
El arte dramático post-Muro de Berlín replantea y reordena la relación entre los tres elementos basilares del teatro: el autor, el actor y el público, puntas de un tridente que entretejerá el nuevo espectáculo, un espectáculo que retorna a sus raíces en lo más primitivo y lo más arquetípico de la sociedad humana, y que rechaza de plano todas las convenciones en las cuales hasta hace poco se había apoyado el perenne teatro naturalista. El autor dramático contemporáneo es un poeta descarnado. Su tarea es dar voz al espíritu de los personajes, arrastrados sin posibilidad de salvación por la marea de los cambios sociales, de las guerras, de los delirios de la economía mundial. Su texto carece de cualquier intervención externa a la psiquis de estos personajes, y los despoja incluso de toda característica y movimiento corporales. El director es el creador de la puesta en escena, el encargado de trabajar el texto a través de los cuerpos de los actores, único elemento esencial sobre el escenario. El proceso grupal-corporal, junto con el texto, constituirán el espectáculo. El actor y su cuerpo son los verdaderos protagonistas de este proceso de múltiples disociaciones, que puesto ante el espectador lo obligará a bajar las defensas de sus prejuicios y preconceptos, abriendo las brechas por donde se filtrará un contenido aparentemente caótico que tomará forma definitiva sólo en su mente. En otras palabras, el nuevo teatro está conformado por un texto, el cuerpo de los actores, y la mente de los espectadores, a través del proceso dirigido y del montaje pensado por el director.
Los textos de Heiner Müller (1) responden con precisión a este tipo de trabajo. En primer lugar porque es imposible ponerlos en escena de manera naturalista, en segundo lugar porque encierran una implosión de contenidos, fragmentos, reflexiones y citaciones que sólo el desmembramiento del cuerpo del actor en formas nuevas e imposibles puede llevar sobre un escenario.
Posiblemente no es casual que la nueva forma del teatro provenga del mundo del “Este”, el universo detrás del Muro de Berlín, durante medio siglo demonizado por el occidente capitalista y cristiano y en sustancia totalmente desconocido. Actualmente existe en el ambiente artístico y filosófico de Rusia un nuevo modo de pensar que en un cierto modo se refiere a una filosofía de la muerte, el llamado “necrorealismo” o “necroromanticismo”. Según esta corriente de pensamiento, no se puede vivir plenamente sin la conciencia de la muerte; no se debe nunca perder de vista la muerte, entendida como algo electrizante, un llamado universal al que sería estúpido y sobre todo banal tratar de eludir. En tiempos en que la humanidad parece regresar al Medioevo en su consideración de la guerra como único medio de restablecer órdenes que no están totalmente desvinculados de una apariencia religiosa –aunque sean de contenido político y económico-
también este pensamiento de la muerte clavada en el centro de la vida como idea obsesionante nos retrotrae a esa época, una era en la cual probablemente el único sobreviviente del teatro clásico era el mimo, y en él Europa regresaba incluso aún más lejos en el tiempo, hasta los orígenes de la sociedad humana (2). Pero la idea contemporánea de la muerte –tanto en lo político-social cuanto en el arte- no es la misma que inspiraba el teocentrismo medieval. El hombre contemporáneo, que también vive rodeado de muerte y de las imágenes de la muerte, experimenta la decantación del existencialismo y del nihilismo, y su teatro es el fruto directo del absurdo llevado a sus máximas consecuencias. El “necrorealismo” o “necroromanticismo” va más allá de la revisión -a través de una óptica escéptica-, de movimientos pasados: conforma una nueva filosofía que en el teatro se va a traducir en fondo descarnado, esencia desnuda, forma desgarradora (3). La muerte no es solamente el fin de todo: es la clave de interpretación de la existencia, una existencia en la cual cada gesto, cada acción, son portentosamente inútiles. Paradigma de este pensamiento es el trabajo del director teatral lituano Eimuntas Nekrosius.
Si Müller en la dramaturgia abre sin piedad el cuerpo del hombre para mostrar sus vísceras desnudas y palpitantes, Nekrosius las arroja sobre el escenario, con la misma desnudez traducida en lenguaje escénico. Considerado “el más profundo y sofisticado poeta del teatro contemporáneo” (4), Nekrosius tiene en común con Müller la pertenencia a un país dependiente de la URSS, que durante decenios calló su historia y su tradición a causa de este dominio. Y también el haber protagonizado el derrumbe de ese mundo, la apertura de la brecha al Occidente perdido de vista hacía tanto tiempo, la readaptación a un sistema de rápida globalización. Si Müller debe su formación a Bertold Brech, Nekrosius reconoce como maestro al célebre moscovita Andrei Goncarov.
Si Müller desmembra la escritura, la esclaviza en el “blank verse” o en formas aparentemente eclécticas o recicladas, y encierra allí los restos atomizados de un contenido que es la esencia de la historia contemporánea, Nekrosius dispara sobre el espectador imágenes más certeras que proyectiles, lo fustiga en su butaca como en una silla eléctrica de la cual la única escapatoria es la capacidad de interpretación. Y ese camino conduce del escenario a la propia interioridad, al propio diálogo con la muerte. Con Müller en la dramaturgia y Nekrosius en la puesta –ambos artistas del ex bloque comunista-, el teatro contemporáneo rompe definitivamente con la tradición naturalista y reenciende la mecha trenzada por el absurdo y el grotesco, arrojando la lanza de su inspiración hacia Sófocles, y haciendo blanco en Shakespeare.
Tal vez sea difícil dilucidar una nueva forma definitiva para el teatro en este océano de escombros del mundo contemporáneo, pero sin duda más difícil aún es recuperar en este panorama la visión de un teatro tradicional, naturalista, neoclásico, realista o simbólico que fuere. El hecho de que Nekrosius ponga en escena Shakespeare, Chejov y Pushkin demuestra a su vez que la experimentación en el campo del trabajo actoral y de la puesta es posible y tiene lugar incluso con material dramático “clásico”, y que justamente esta libertad creativa es la característica de un teatro que se renueva desde sus raíces, cambiando desde la dramaturgia a la “actuación”, de manera independiente, y admirable e históricamente interrelacionadas una con la otra.
Mientras Müller rompe desde el texto los confines espaciales de la representación, Nekrosius impone en el escenario nuevos confines que tal vez no son más que la niebla inaferrable en los límites mentales de cada espectador. Sin embargo existe un aspecto – ¿infinito?- que diferencia a ambos creadores: mientras Nekrosius está confinado al espacio escénico y al ambiguo e indefinible espacio mental de los espectadores, Müller ha superado todas las fronteras hasta llevar sus obras a un “no-land” donde se derrumban las clasificaciones. Sus escritos, ¿siguen siendo piezas para teatro?
Es necesario preguntarnos si más allá del arrasador contexto histórico en el que Müller escribió sus obras, éstas imponen su peso político y social ante todo, o prima en ellas la intención de manipular la emoción y la relación con el público. Incluso en textos aparentemente no dirigidos a un espectador (o donde es imposible encontrar cuál es el espectador al que están dirigidos), la emoción, la catarsis, siempre son su consecuencia directa. Pero esta emoción, que puede llegarnos a través de un arquetipo, de Hamlet, de Medea, no está libre del pavoroso terremoto que aparentemente reunificó al mundo, y cuya fuerza vibra bajo cada palabra, cada verso, cada párrafo del dramaturgo alemán. “La política no tiene nada que ver. En mi trabajo teatral no sufro mínimamente las mutaciones políticas y sociales… De todas formas, tienen que mirar, no escuchar…” declara Nekrosius en una entrevista (5), y al ver sus puestas en escena siempre nos pellizca la duda acerca de cuánto influyó la historia de Lituania y de la ocupación soviética en la formación de este director, a quien probablemente nunca hubiéramos conocido si no hubiese caído el Muro. Es indispensable recordar que si textos como “Máquina Hamlet”, “Medea material”, “Descripción de un cuadro” renuevan la problemática de la narración en escena, se trata sobre todo de trabajos teatrales porque Müller los llena de citaciones, figuras y secuencias de la tradición, y las comenta. La Historia no escapa de estas obras como ellas no escapan al contexto histórico donde se han generado, y del mismo modo podemos arriesgar la hipótesis de que tampoco la concepción teatral de Nekrosius está libre de una gestación histórica determinada.
Si se puede hablar de un teatro “antes” y de un teatro “después” de la caída del Muro de Berlín, es gracias a la obra de Heiner Müller, que realiza en el teatro, sin dejar de lado una cierta vena cómica, sus fantasías sociales. Tal vez las mismas, ahora transformadas en materia dramática, que una vez impulsaron los ideales socialistas de la que se llamó Alemania del este o República Democrática. Müller es “el provocador más sesudo, el utopista más amargo, la máscara más veraz, el guerrillero más cortés” (6) de los artistas surgidos de ese lado del mundo. Un lado que ya no es tal, sino que ha pasado a ser una más entre las piezas del rompecabezas internacional que despiadadamente sigue buscando una forma definitiva, piezas que en las obras de este maestro estallan sin solución de continuidad en versos como bombas, como bombas para la mente.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).
Notas
(1) Me refiero a los textos más “experimentales” de Müller, en los cuales el escritor deja de lado el camino socialista y se aleja de la influencia brechtiana para “dar vuelta” la forma y jugar más libremente con los contenidos, a veces de inspiración clásica o shakespeareana, como “Medea Material”; “Máquina Hamlet”; “La Batalla”; “Camino de Wolokolamsk”, etc.
(2) Hablo de una concepción del teatro como primera manifestación artística propia del hombre, anterior incluso a la religión, según la teoría expuesta por Léon Moussinac en su libro Il Teatro, dalle origini ai giorni nostri, traduzione di Libero Solaroli, Editori Laterza, Bari, 1989.
(3) Paradójicamente, esta actitud “demasiado pesimista” dejó a Müller fuera del panorama dramatúrgico oficial de la URSS, que lo consideró un “disidente”: “un cierto Heiner Müller, un disidente, un autor que piensa mal, no suficientemente antifascista, con una opinión demasiado pesimista sobre la historia del mundo”, de Tatiana Proskournikova, “In Rusia. Uno sconosciuto per l’Est”, en en el libro Heiner Müller, Riscrivere il Teatro, L’Opera di un maestro raccontata da lui stesso al IV Premio Europa per il Teatro a Taormina Arte. Ubulibri, Milano, 1999.
(4) Kirsikka Moring, en “Incontro con Eimuntas Nekrosius”, en el libro Heiner Müller…op.cit.
(5) Kirsikka Moring, op.cit.
(6) Riechmann Jorge, Heiner Müller: Teatro contra la barbarie, en Müller, Heiner, Teatro Escogido, Volumen I, editorial Primer Acto, Madrid, 1990.
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA:
Autores Varios, Heiner Müller, Riscrivere il teatro. L’opera di un maestro raccontata da lui stesso al IV Premio Europa per il Teatro a Taormina Arte, Editorial Ubulibri, Milano, 1999.
Müller, Heiner, Teatro Escogido, volumen I, edición de Jorge Riechmann, editorial Primer Acto, Madrid, 1990.
Mastropasqua, Fernando, Maschera e Rivoluzione, visioni di un teatro di ricerca, colezione Teatro ‘900, Biblioteca Franco Serantini, Pisa, 1999.
Autores Varios, Biennale di Teatro 1999, La Biennale di Venezia, Venezia, 1999.
Brecht, Bertold-Breton, André, La cultura contro il fascismo, Manifestolibri, Roma, 1995.


