23. Con el informático
La Beretta calibre 22 fue durante más de una década un artículo de adorno que Antonio tuvo en su escritorio. La usaba como pisapapeles. Nadie se le arrimaba mucho, ni tampoco le reprocharon que la tuviera siempre allí, cargada y amenazante, lista para disparar. El informático era un tipo de un idioma indecible y actitudes demasiado estructuradas. No gustaba de participar en las típicas discusiones de los lunes respecto de los partidos de fútbol del domingo, no le gustaban -o no festejaba como era esperable- los típicos chistes sexistas. Era definitivamente un tipo raro para un esperable ambiente de oficina.
Es que desde el inicio no era eso lo que él buscaba. Antonio se sentía a gusto en un ambiente de silencio que le permitiera seguir los procesos lógicos necesarios para desentrañar lo que para una persona común era lenguaje de película de ciencia ficción. Se adaptó a trabajar en medio del runrún de ese ámbito con un ejercicio mental de cancelación del entorno. Casi como el cono de silencio de Maxwell Smart.
En las tardes, cuando salía de la oficina se iba caminando por Callao hasta llegar a Corrientes, entonces sentía el murmullo atronador de la ciudad de Buenos Aires, esa mezcla de automotores escupiendo contaminación y luces de neón compitiendo para ver cual capturaba la atención del universo de paseantes. En ese clima de la ciudad que lo atrapaba seductoramente, Antonio se preguntaba porqué se había quedado en Buenos Aires. La respuesta, cuando alguna vez le llegaba a la mente se relacionaba con el amor y el espanto borgianos. Su gran duda sería cada vez, porqué se quedó en vez de subirse al avión en Ezeiza y desplegar las alas más allá del Rio de la Plata.
La primera vez fue cuando terminó la escuela primaria. En ese año, a mitad del menemismo, no le alcanzaba la altura para cruzar la frontera solo, sí. Pero podría haber acompañado a su padre, un brillante economista que se había frustrado en silencio durante la dictadura como funcionario de vuelo bajo en el ministerio de economía; que había apostado todas sus fichas al gobierno radical, que había discutido y defendido todos los intentos de cimentar la Argentina, que estaba persuadido quería construir Alfonsín. Pero no, el radical se sentó con su adversario peronista y forjaron una constitución plagada de antigüedades, que no fue pensada para el futuro y que se aprobó gracias a un acuerdo de partes, pero muy pobre y sin salida para el resto de los argentinos.
Ese año el padre de Antonio decidió que la familia se mudaría a España, antes que entrara al primer año de la escuela secundaria del barrio de Constitución. El Colegio secundario estaba cerca del departamento en el que vivía con su familia desde siempre. Antonio escuchó al padre, durante ese verano, despotricar contra Alfonsín de todas las formas posibles, sin alternativas de poder poner distancia. El odio hacia el presidente radical era directamente proporcional a la cantidad de expectativas que había puesto en el cambio prometido. Siempre lejos de los peronistas que tanto mal le habían hecho al país. Todo ese clima inundaba el pequeño departamento de dos ambientes y medio donde se apiñaban cinco almas: Antonio y su hermana, sus padres y la abuela materna, la suegra que nunca moría. Al fin no viajaron a España; todo quedó, como siempre, con su padre en un inmenso gasto de energía y nada concreto.
Pensó que la escuela secundaria sería un refugio y fue como aquello de Guatepeor. Antonio no encajaba en ningún lado, tampoco tenía ganas de calzar en un lugar y que eso fuera una cárcel que le impidiera moverse y curiosear como lo había hecho siempre. Las matemáticas y las ciencias en general fueron un ámbito propicio, no tenían límites. Una vez, una profesora le sonrió con picardía. Con eso bastó. Desde entonces, fue siempre Antonio el que resolvía los problemas, las ecuaciones y hasta los exámenes. Los suyos, claro, pero también los de los compañeros más cercanos, que le pasaban las hojas con disimulo y confianza.
Con la venta de sus habilidades para las ciencias pasó la escuela secundaria con un salario asegurado por sus compañeros de curso que le pagaban dólares, Antonio no aceptaba pesos, por resolver los exámenes.
Había creído que al terminar la secundaria podría viajar a los Estados Unidos, se había esmerado en el estudio del idioma inglés, para su futuro y porque a partir de tercer año, fue una fuente adicional de ingreso de dólares.
Con eso y todo, no le alcanzaba para volar. Hasta el aeropuerto de Ezeiza estaba demasiado lejos.
Se arrepintió de haber gastado sus ahorros en viajes por el país siguiendo a Patricio Rey y sus redonditos de ricota. Aun así, siguió siendo fiel a su música.
Al quedarse en la casa de sus padres cuando terminó la escuela secundaria tuvo que hacer surfing por sobre los ruegos del padre para que entrara en la universidad. Esquivó las acorraladas emocionales de su madre para que estudiara medicina, “nada que tenga que ver con economía, míralo a tu padre brillante pero pobre” le repetía la madre mientras la abuela prendía otro cigarrillo más y lo miraba desde atrás de esa nube permanente de tabaco.
Antonio gastó todos sus ahorros, se inscribió en una academia donde aprendió cómo armar y desarmar computadoras, pero además aprendió del lenguaje con el que las maquinas se comunicaban. Al año de estar allí estaba listo para conseguir un salario que le permitiera poner distancia de la casa en la que había nacido hacia casi veinte años.
Antonio había entrado a trabajar con los espías argentinos un poco movido por su espíritu inquieto, sus ganas de meterse en problemas, siempre. Pero hay que decirlo también, el país estaba sumido en un desconcierto después de diez años del riojano y Antonio quería tener un lugar propio. El panorama era desolador. Había shoppings, autopistas, celulares y sushi, pero también apiñamiento en villas inestables alrededor de las grandes ciudades en todo el país, hambre y desempleo sin precedente. El Estado había sido desmantelado, la política convertida en espectáculo, y la dignidad colectiva rifada en nombre del éxito individual.
El menemismo no sólo había liberalizado la economía, también había cambiado el alma del país. Lo público pasó a ser sospechoso, pero allí, el salario llegaría todos los meses; lo estatal era sinónimo de ineficiencia, y la viveza se volvió una virtud. En ese contexto, Antonio no desentonaba. No venía del palo de la militancia, ni de los servicios tradicionales, pero entendía perfectamente el nuevo código: desconfianza, velocidad y adaptabilidad.
El que se sintió cómodo fue el jefe. La Beretta calibre 22 que Antonio usaba como pisapapeles le recordaba al gordito, el hijo del coronel que lo acompañó por más de una década como el mejor ladero que tuvo en su vida. Pero este nuevo agente no servía ni para guardaespaldas.
Pero el jefe comprendía que el tipo sabía algo que él no podía saber.
Era evidente la habilidad para mantener todas esas maquinas funcionando y Antonio había sido capaz de romper códigos y trabas y abrir secretos ocultos que los propietarios creían seguros detrás de una maraña de unos y ceros.
Además, había sido útil cuando desde la casa de gobierno le pidieron que cubriera con un dispositivo el reparto de dólares para lograr un voto imposible en el Congreso, que luego fuera conocida como la Ley Banelco -en alusión a una famosa tarjeta de débitos bancarios-. Antonio se ocupó afanosamente que los cinco millones de dólares que entraron a la oficina se licuaran en las diferentes cuentas y terminara siendo imposible de auditar el destino real: el bolsillo de los legisladores que dieron vuelta su voto.
Lo que al jefe terminó de convencer sobre la valía de tenerlo a Antonio en la oficina, fue que el flaquito de las computadoras ahora llegaba a la oficina en un auto nuevo, ya no escuchaba más en el discman a Los Redondos, ahora sonaban a todo volumen detrás de los vidrios de un Renault Laguna último modelo.
-Buen trabajo pibe. Vos aprendiste rápido cómo se hacen las cosas-.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


