25. Esperando
Uno
El calor pegajoso y húmedo quedaba atrapado del otro lado de la ventana pero en las mañanas, antes que el sol llegara a pegar en el vidrio la señora mexicana que mantenía la casa limpia abría las ventanas de par en par “…para que se cambie el aire, señora, así puede estar más tranquila…”.
“La vejez es una mierda -pensó la viuda del militar- pero al menos aquí en Miami no me viene a joder nadie.”
La señora mexicana le ayudó en el baño, la dejo bonita y arreglada, incluso los pocos pelos que le quedaban tenían un rubio luminoso a fuerza de tinturas y decoloraciones, que por suerte ya no usaba. A sus más de ochenta años, su escaso cabello era blanco travestido en rubio: “…me queda mejor así, ¿no?…”. No había respuesta, solo una mirada condescendiente de quien, si era rubia natural, con sus casi cuarenta años no necesitaba más que dejar que el sol del caribe lo hiciera volar brillante y libre.
Se sentaron ambas frente al televisor del cuarto de estar, la muchacha con despreocupación y desgarbo parecía desarmarse en la silla.
La que decía que era la madre, pero era sólo cómplice de su apropiación cuando bebe, vivía preocupada y atenta a todo.
De frente a ellas, el televisor de Miami reproducía la tapa del diario Clarín de Buenos Aires. La noticia de la muerte del fiscal, que a esa hora ya era un asesinato le abrió un corredor de tranquilidad. Al final podía estar la suspensión de los juicios, las búsquedas de los culpables de la apropiación de menores.
Sintió un breve escalofrió por el centro de la espalda. Saliendo del momento y dirigiéndose a la muchacha sentada a su lado le dijo: “…¿quieres que le ponga un poco de aguacate a la tortilla?…”.
-Pero mamá, sabés que a mí me gusta el pan con manteca. Y en todo caso no como aguacate, yo como palta. Y vos también, que sos tan porteña como yo-.
-Ya lo sé, ya lo sé. No pelées conmigo hija, tenemos que ser cuidadosas aquí, desde que murió tu padre he quedado yo sola para cuidarte-.
-Fue para eso que nos vinimos a Norteamérica, acá estamos lejos de esos fantasmas que sentís que te persiguen. Los peronistas han quedado allá, acá no te molestan, mamá-.
Porque se había instalado en la familia que quienes les perseguían eran los peronistas, no por cómplices directos de la dictadura militar.
Tenían todo listo para escapar de Argentina, fue en la época cuando en Buenos Aires se hicieron comunes los escraches, esa práctica de señalar la casa donde vivía un marcado de ser represor y parte de la dictadura de mediados de los ’70.
Quienes molestaban a la madre venían por aquello que fue una práctica sistemática y generalizada durante ese régimen, que consistió en el secuestro, desaparición y ocultamiento de la identidad de hijos de detenidos-desaparecidos, muchas veces mediante partos clandestinos y adopciones ilegales.
La Asociación Abuelas de Plaza de Mayo estima en unos 510 los niños y las niñas que desaparecieron en esas circunstancias y cuya identidad fue sustraída.
Justo antes de viajar se murió el militar. Le falló el corazón, no pudo latir en medio de tanta presión. Para entender lo que pasó con el militar, habría que pensar que, para los griegos, kardía era mucho más que el órgano biológico “corazón”: representaba el centro vital del ser humano, integrando cuerpo, alma, emociones y voluntad.
Quizás por el peso de saber que habían criado como propia a la hija de una mujer detenida que luego fue desaparecida -nunca quisieron saber cómo ni dónde-, el corazón del militar no pudo más, después de casi cuarenta años de arrastrar esa mentira.
O porque, quizás, tirando del hilo de esa mentira se venía una colección de secuestros, asesinatos y desapariciones.
Sólo se murió.
No hubo velorio, ni ceremonia. Participó la pequeña familia, a puertas cerradas. Aún había muchas cosas que ocultar. Luego, una tumba sin nombre.
Ahora, la mujer y la que no era la hija -la negada de identidad- miraban la pantalla del televisor, como todos los días, en el chalet que nadie sabrá nunca cómo hicieron para comprar.
En la tele hablaban del fiscal. Decían que lo habían asesinado con un arma.
-Mirá, mamá… es una Beretta calibre 22, como la que usaba papá. ¿Te acordás?-.
-Cómo la quería tu padre a esa arma… la cuidaba, la limpiaba. Vos no habías nacido cuando llegó a casa. Después se la regaló a tu hermano-.
-¿A dónde habrá ido a parar?-.
Dos
“Conmoción política: encuentran muerto al fiscal Nisman” leyó en el titular del matutino que venía siguiendo por los últimos 70 años. Aun postrado en su lecho de memorias confusas, el hábito arraigado de pelear cada mañana con la mentira cotidiana de la tapa del diario lo mantenía atado a la realidad.
Siguió leyendo la bajada: “Fue esta madrugada, en su departamento de Puerto Madero. Lo confirmó el juez interviniente. Había dudas sobre las causas de la muerte. El fiscal investigaba el atentado a la mutual judía, que en 1984 había causado 85 muertes. Y venia de pedir la indagatoria de la presidenta, del ministro de relaciones exteriores y de otros dirigentes políticos vinculados al Gobierno por un pacto que garantizaba impunidad a los iraníes, acusados de ser autores ideológicos del ataque terrorista”. -Todas mentiras-, susurró masticando bronca.
Se perdía en los laberintos de sus noventa años largos. Extraviado en sus recuerdos, se le mezclaba el Puerto Madero al que llegó buscando trabajo en la década del ’40, caminó por las dársenas de edificios parejitos de ladrillo rojo estilo inglés, buscando alguien que le permitiera juntar los pesos para pagar la pieza de pensión.
Flaco y alto con el pelo volando al viento, parecía el pincel en desuso de un artista pobre. No consiguió laburo. La descarga de barcos empleaba a mucha gente que se anochecía cargando bultos y bolsas, había que tener físico para hacerlo. No era para él ese tipo de trabajo; lo que si consiguió fueron amigos que le ayudaron a armar su vida en la gran ciudad. Uno de ellos lo llevó a conocer a Moisés Kleiman, en los talleres de costura. Allí volvió a meterse en las columnas del Debe y el Haber similares a las del estudio de su padre, de las que había huido dejando atrás al “pueblo blanco colgado de un barranco”.
Volaba en los meandros de la memoria con el diario Clarín apretujado en sus manos, tratando de encajar el pueblo del que se había ido, con el mar del que habla la canción. Pero no, no había mar. Había un rio azul y ancho que en el invierno crecía y a veces llegaba hasta el fondo de la casa larga en que había nacido.
Mas tarde, después que la enfermera le trajo el tazón de café con leche y la hogaza de pan, el festín de cada día, pudo seguir leyendo el diario. “…junto al cuerpo se encontró el arma, una Beretta calibre 22…” repasó un poco más, pero ya sin saber qué, porque se había quedado pegado en la imagen del arma. Fue como si la estuviera sintiendo.
Girando la cabeza le habló a la nada que estaba a su lado y le dijo: “…era como esa, el arma que le regalaste a mi hermano, ¿no? ¿Te acordás del viaje que hicimos a Buenos Aires? Sí…, claro que te acordás, fue antes de mudarnos de Córdoba a Jujuy, cuando teníamos la empresa petrolera, generando riqueza y contribuyendo al progreso nacional.”
Nadie le respondió. Estaba solo, los otros tres nonagenarios como él estaban ensimismados en sus mundos, agradeciendo que no empezara desde temprano a cantar la marchita peronista.
Tres
Fernando había criado panza, lejos de cualquier práctica deportiva, sin necesidad de salir de su cómoda silla alta, detrás del mostrador en el videoclub porno.
Allí gastaba sus días acumulando grasa abdominal gracias a las bolsas de papas fritas, chizitos, pretzels y cuanta comida chatarra se pudiera encontrar por ahí.
Le había ganado la pelea a su esposa para ampliar la oferta en el negocio. Se trataba de tentar a quienes buscaban un vídeo porno. No es que fuera un genio, pero en un viaje a Miami, mientras visitaba a su madre, se topó con un local que le cambió la cabeza.
Al principio pensó que era una farmacia elegante. Tenía luces tenues, estantes con frascos ordenados y un aroma extraño, como a vainilla artificial. Después vio los látigos, los vibradores en vitrina y una mujer de sesenta -bien podría ser su madre- recomendando con total soltura un lubricante de menta con efecto calor.
Ahí entendió que el rubro tenía potencial.
Cuando volvió a Buenos Aires cambio la apariencia exterior, puso vidrios polarizados para aislar a los clientes de los curiosos y mirones. Como buen sex shop él ahora vendía productos relacionados con la sexualidad, el placer y el bienestar erótico. La oferta estaba dirigida a personas solas, parejas o grupos que buscan explorar, mejorar o diversificar su vida sexual.
En ese ambiente discreto y respetuoso intentaba brindar asesoramiento personalizado a los clientes, pero el barrio de la periferia de Buenos Aires medio como que no le ayudaba.
Los márgenes de venta le permitían un flujo de clientes esporádico, que Fernando suplía con mirar las películas -solo para determinar su calidad y eventualmente probar algunos de los productos eróticos-, de forma tal que pudiera ofrecerlos con conocimiento de causa. Para ello había montado en la trastienda un pequeño cubículo donde practicaba sexo ocasional.
Fernando alternaba durante las tardes mirando televisión desde su trono detrás del mostrador, con la panza apoyada en el borde y una mano en la bolsa de chizitos. En la pantalla, una combinación perfecta para su paladar: farándula, escándalos y política, servidos al ritmo de la televisión argentina de 2015. “Intratables” le ofrecía gritos cruzados, panelistas indignados y políticos defendiendo lo indefendible; “Showmatch”, con sus parodias de candidatos, le daba una versión más digerible de la campaña; y cuando quería ver cómo la política se disfrazaba de espectáculo o viceversa, cambiaba a “Intrusos”, donde Rial diseccionaba la vida privada de los famosos con bisturí mediático.
No distinguía si lo que lo entretenía era la decadencia general o el hecho de que todo parecía una gran puesta en escena. Lo único seguro era que, entre vibradores, DVDs XXX y debates sobreactuados, Fernando sentía la continuidad entre el tipo de trabajo que había dejado atrás en las oficinas de la calle Viamonte y Callao, y su ocupación actual.
Aquella tarde de lunes la noticia era el cuerpo del fiscal, encontrado encerrado en el baño de su departamento. Pero, a medida que pasaban las horas, lo único que le interesaba era la Beretta calibre 22: el arma asesina, según decían en la tele.
Esa noche no pudo dormir. Antes que empezara a clarear, dando vueltas en la cama despertó a su esposa, quien desde siempre se había resignado a dormirse sola, mirando cualquier cosa en el inmenso televisor del dormitorio. Le reprochó, semidormida, que la sacara del merecido descanso antes del amanecer.
-Viste las noticias, ¿no? ¿Viste lo que le pasó al fiscal? Ese que andaba acusando a la presidenta. Bueno, ahora resulta que aparece suicidado en su casa-.
-Claro que lo vi. Ayer, todo el día la tele no tenía otro tema del que hablar… ¿Para eso me despertás? Sos peor que esos periodistas-.
-No, no… esperá. El tipo que le llevó el arma es Antonio, que trabajaba con nosotros en la agencia… Bueh, cuando me fui, él recién estaba entrando-.
-¿Y… frengh…?- le respondió con un murmullo ininteligible de dormida.
-El arma… el tema es que esa arma es la que yo le regalé. ¡La Beretta calibre 22! ¿Cómo puede ser? ¿Te das cuenta?-.
La mujer se tapó con las sábanas, colcha y frazada que alcanzó a manotear con evidente desgano por la charla, la preocupación y la pistola. Se dio vuelta y ahí nomás, continuó durmiendo.
Fernando quedó sentado en el borde de la cama, con los codos en las rodillas y la mirada clavada en la penumbra del dormitorio. La respiración lenta de su esposa, envuelta en capas de tela indiferente, no lo alcanzaba. Él estaba en otro lugar: en la oficina vieja del palacete de Viamonte y Callao, en la fila de escritorios, en un estuche de cuero donde alguna vez guardó la Beretta como quien guarda un secreto. El secreto que junto con el arma le había pasado su padre, el militar de alto grado, muerto y sepultado con sus propios fantasmas. No sabía si lo que sentía era miedo, culpa o una mezcla que venía fermentando desde hacía años, pero lo cierto es que ahí estaba: el arma había reaparecido, la historia lo alcanzaba, y quizás -solo quizás- nunca había dejado de ser parte de eso que tanto quiso olvidar.
Epilogo
La Beretta calibre 22 está dentro de una bolsa de nylon tipo “ziploc”, con una etiqueta con números, alguna pequeña referencia y, escrito a mano cruzando todo el texto en color verde, el nombre del fiscal. La bolsa con el arma está dentro de una caja, junto con papeles. Muchos. Algunos sueltos, otros cosidos, como armando una secuencia. Hay más bolsas. Pero la Beretta calibre 22 es una sola. La caja está en un estante, al lado de otras cajas. Algunas contienen ziplocs con armas. En todas hay papeles cosidos. Igual que en el estante de arriba, igual que en el de abajo. Cada estantería tiene ocho niveles y están alineadas de a seis a cada lado del pasillo. El pasillo es tan largo que no se divisa el final. A lo mejor es por la tenue luz, o por la bruma, mezcla de humedad y polvo en suspensión.
Usada, manipulada, guardada, ignorada, olvidada. El destino ideal de la Beretta calibre 22. La mejor forma de ser. Aún puede ser activada otra vez.
FIN
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


