Es asombroso, o tal vez no, que los más importantes pensadores del teatro hayan lanzado teorías que, si bien siguen viéndose como revolucionarias, no han sido seguidas con continuidad y ni siquiera han producido un cambio radical en el teatro y sus formas.
Antonin Artaud, por ejemplo, hablaba del cuerpo y el texto con una concepción totalmente inversa a la que habitualmente se usa para el teatro, donde el cuerpo está al servicio del texto, y no va mucho más allá de “trabajar” físicamente para interpretar dicho texto.
“Un cuerpo al servicio de un texto no puede representar nada, pues en el fondo carece de la posibilidad de expresión porque hay un monopolio de la voz del autor que niega la voz corporal”, escribe Gabriel Weisz (1). Sin duda nuestro cuerpo es una más de las expresiones de nuestra cultura y nuestra sociedad, y está prisionero, encarcelado en los códigos de la convención. Nadie se atrevería a desenvolverse en la sociedad con un cuerpo diferente al de sus palabras. Pero el teatro ofrece la posibilidad de hacerlo, si destruímos, o al menos narcotizamos ese vínculo.
Pero como ya lo descubriera Artaud, la rebelión de nuestro cuerpo lleva implícita una revolución social y política: podríamos convertirnos en revolucionarios, en subversivos, o en locos. De alguna manera la sociedad trataría de encasillarnos para someternos. Un cuerpo libre es una mente libre, y en un cierto sentido basta eso para convertirse en un enemigo de la sociedad.
Sin embargo, ¿podemos hacerlo? ¿Podemos sacudirnos de encima milenios de cultura para liberar a nuestro cuerpo, y que él arrastre a nuestra mente? Ardua tarea que no podrá ser resuelta en un taller de teatro. Artaud propone una suerte de anarquía corporal con la finalidad de destruir esquemas que se remontan a la organización familiar padre-madre.
¿Está la rebelión vinculada con la locura?
Tal vez la primera es consecuencia de la segunda. O tal vez, y ésta es una hipótesis aún más inquietante, la locura es producto del enfrentamiento con la sociedad, que no admite diferencias ni rebeliones.
“La sensación ardiente y aguda en las extremidades, los músculos torcidos, como descarnados, la sensación de estar hecho de vidrio, un temor, un ahuyentarse del movimiento y del ruido”, escribe Artaud en “El ombligo de los limbos” (2), con una descripción que mucho se acerca a un estado de alucinación provocado por drogas, y que tal vez sea uno de los caminos posibles para la liberación del cuerpo.
El uso de la droga en nuestra sociedad no ha servido como medio para alcanzar otros estados creativos, sino más bien como artimaña consumista alienante y destructiva. Hasta en eso la sociedad occidental ha malogrado recursos naturales de experimentación del hombre consigo mismo. Sabemos que mayas y aztecas usaban la droga con otras finalidades, y hasta qué punto este uso era considerado no sólo sagrado sino también necesario para el acceso a planos psíquicos en los cuales el hombre se encontraba con sus divinidades.
Pero para encontrar divinidades hay que tenerlas, y en nuestra sociedad la única divinidad es el materialismo, por lo tanto es un verdadero desperdicio utilizar la droga como medio para alcanzarlo, ya que nos lo meten hasta por la nariz todo el día.
Hablamos de teatro, y de lo que sería necesario para buscar nuevos modos de expresión que no sólo incentiven el pensamiento en los espectadores, sino que provoquen también un verdadero cambio en los actores. La propuesta de Artaud es muy difícil de llevar adelante, pero tal vez no es imposible. Hay que cambiar, sin duda.
Trataremos de que ese cambio no desemboque en la locura, ¿pero acaso no es locura todo lo que se opone al “normal funcionamiento” de esta sociedad?
Separar el cuerpo del texto es el primer paso. Darle al cuerpo libertad. Eliminando el texto o incluyendo el texto en lo orgánico. Hablamos de un texto teatral, porque indagamos un trabajo de tipo teatral, y no pretendemos introducirnos en la filosofía. Si bien es filosófico de por sí el manipular el pensamiento y sus caminos, aunque sea a través del cuerpo y su texto.
Este proceso nos llevará varios años, o muchos, y nos hallaremos en un camino muy solitario y muy vertiginoso. Porque ponerle al texto nuestro cuerpo en lugar de poner el cuerpo al servicio del texto, como siempre hacemos, nos va a llevar a una desmembración del orden orgánico conocido, a un desequilibrio psíquico, a un estado de agitación constante que perturbará a nuestro entorno antes de que nos demos cuenta de que nosotros mismos hemos cambiado.
No hay problema si no tenemos miedo de terminar en el manicomio, si no nos dan miedo los electroshocks o las dosis masivas de tranquilizantes.
Tal vez el mayor problema será tratar de enfrentar, en este nuevo estado, la burocracia del oficialismo teatral, las formalidades de las salas, la estupidez de los directores, la incapacidad de los operadores culturales, la mediocridad de los jurados, en fin, el mundo en que nos movemos cotidianamente, y para el cual texto y cuerpo son una unidad indivisible y verdadera como un dogma de fe.
La propuesta de Artaud es verdaderamente revolucionaria, pero no imposible, y quizás ni siquiera utópica. Por eso es tan difícil de seguir. Pero la renuncia es un nuevo texto para nuestro cuerpo, ya bastante atiborrado de palabras.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).
Notas
Weisz, Gabriel, Palacio Chamánico, Filosofía corporal de Artaud y distintas culturas chamánicas, Col. Escenología, Universidad Autónoma de México, 1994.
Artaud, Antonin, El ombligo de los limbos (citado en la obra antedicha).


