Aclarando la premisa que estas afirmaciones son exclusivamente “pro domo mea”, considero lo siguiente acerca de la creatividad.
No creo en la creatividad como convencionalmente se la entiende. No creo en la inspiración ni mucho menos en las creaciones colectivas ni en los collages de textos. No creo en la capacidad creativa de las masas ni en los mitos que ponen al “pueblo” como autor de una obra de arte. No creo en el concepto de originalidad como novedad absoluta, ni creo en la inducción de estímulos que puedan llevar a una aspirada creatividad en individuos o grupos.
No confío en la independencia mental del actor ni en su capacidad de construir desde sí mismo y sobre sí mismo un personaje. Estoy convencido que el hecho de ser actor no tiene nada que ver con la dramaturgia ni autoriza a escribir obras de teatro, como tampoco a dirigir obras de teatro. No creo en la instantaneidad de la creatividad ni en las generaciones espontáneas de textos nacidos de improvisaciones o de mutilaciones de otros textos. No creo en lo sorprendente ni en lo novedoso, no creo en lo raro ni en lo estrafalario, no creo en el teatro rápido ni en las compañías ocasionales ni en la obras inspiradas ni en los sentimientos derramados sobre el texto o sobre el escenario con soltura y superficialidad.
No creo que nadie que no haya leído una buena cantidad de libros durante un buen número de años sea capaz de escribir algo que valga la pena ser recordado y mucho menos puesto en escena. No creo que por el hecho de ser latinoamericanos y subdesarrollados y pobres tengamos el don de la creatividad como compensación divina a tanta injuria de la historia. No creo que diciéndonos unos a otros cosas bonitas lleguemos a nada en el camino del arte.
Creo, sí, que en América Latina tenemos la oportunidad de hacer arte, el espacio, el tiempo y la libertad para hacerlo. No hablo de libertad política, porque no la tenemos. Hablo de libertad cultural, ya que vivimos y crecemos sin el peso de antepasados tan ilustres como Shakespeare o Miguel Angel. Hablo de la libertad de poder decir “no” a la vorágine del consumismo, de la libertad de poder vivir sin aparentar que se tiene cada día más y por lo tanto de vivir obligados a trabajar más, a producir más, y a gastar más.
Hablo del tiempo que esta libertad nos otorga, y de su empleo en actividades que no sean destinadas al consumismo. Hablo del espacio que no fue ocupado por los renacentistas, los neoclásicos, los vanguardistas ni ninguno de los demás movimientos que vistieron a Europa de obras de arte. Sin embargo, no por ser latinoamericanos, o pobres, o subdesarrollados, de origen indígena o de inmigración, porque usemos un poncho o tomemos mate, somos artistas, ni somos creativos, ni mucho menos somos cultos. Y he aquí una de las raíces de la falta de creatividad: la escasez de cultura. La creación artística sólo es posible como resultado de un sustrato cultural personal denso, firme y bien arraigado.
Sólo un individuo que posee un enorme bagaje cultural puede crear una obra de arte.
Pero esta obra de arte está destinada a muchos individuos. Si es cierto que el arte inspira arte, o al menos sentimientos elevados de la esfera del espíritu humano, entonces deberíamos hacer llegar el arte a todos los individuos, tratando de que tengan contacto directo con él, sin la censura que significa una política elitista que decide lo que el pueblo va a entender o lo que no es adecuado para una población prejuzgadamente inculta. Una obra de arte nace en la mente de un individuo culto en un proceso de reelaboración y reordenación de material preexistente. La verdadera originalidad consiste en plantear nuevamente conceptos y temas ya afrontados y trabajados a lo largo de la historia de nuestra cultura. Hay demasiadas cosas escritas en el mundo, se talan demasiados árboles cotidianamente como para que pretendamos agregar nuestras palabras al ya gigantesco bagaje de la literatura universal. A no ser que seamos capaces de una reelaboración inteligente de una parte de ese material, de un planteo sinceramente novedoso que nos asegure un sitio como artistas del siglo XXI y no como mistificadores del siglo XIX.
Todo lo que se dice ya ha sido dicho, con más razón todo lo que se escribe ya ha sido escrito.
Es muy desolador leer obras que podrían haber sido escritas en el 1800, y que muchas veces no deberían haber sido escritas nunca. Del mismo modo, tratar de escribir teatro sin haber leído y estudiado todo lo que nos fue posible leer y estudiar de teatro a lo largo y ancho de nuestra existencia, es perfectamente inútil. No habrá inspiración ni Musa ni creatividad que nos impidan caer en el papelero que el tiempo nos tiene destinado. Marguerite Yourcenar solía decir que si un escritor moría antes de los cuarenta años se trataba de una muerte verdaderamente trágica, porque antes de esa edad no había acumulado la experiencia necesaria (ni leído los suficientes libros) como para escribir nada que valiera la pena. Y hablamos del caso muy optimista de un escritor que lee.
Creo que todo lo que escribimos quienes tenemos la presunción de escribir, puede ser tirado a la basura sin ningún perjuicio para la historia de la cultura occidental y cristiana.
Si nos empeñamos en seguir escribiendo, a pesar de todo, augurémonos al menos que siempre sea menos de lo que nuestra soberbia nos dicta, aunque se disfrace de inspiración, y que sea mucho, mucho menos de lo que leemos.
Si nos empecinamos en seguir escribiendo, y a eso agregamos el deseo de poner en escena nuestras obras, entonces tendremos que afrontar la horrenda responsabilidad de hablar en un mundo en el que las palabras sobran, y en el cual sabemos que cada sílaba, cada letra que pronunciemos, será juzgada por lo que es: un código usado hasta el hartazgo que sólo puede tener validez si se ubica exactamente en el oxímoron del delicado e imposible equilibrio entre el pasado y el presente, apuntando a un futuro que no es más que el febricitante hilo de un funámbulo loco.
Si a pesar de todo insistimos en crear, o al menos en calificar a nuestros garabatos de creaciones, tendremos que prepararnos para trabajar con la única materia que fecunda la mente del hombre, que es la angustia. La felicidad no produce arte, lo comprendieron los griegos demasiado tarde –demasiado tarde para evitar la corrupción de la tragedia esquiliana- y tal vez por eso se apresuraron a darle la cicuta a Sócrates.
Sólo la confrontación desnuda y directa con la idea de la muerte fecunda el alma nutrida ya por la cultura, y la predispone a la creación.
Pero como sucede en el teatro experimental, la creatividad –si así se puede llamar- va a ser el resultado de un proceso muy largo y laborioso en el cual la persona se entrega en cuerpo y alma para ser penetrada a través de todos sus poros, por un texto, por un proceso teatral, por una idea, hasta llagar el alma. Y he aquí que nos acercamos al ascetismo, a la disciplina, al ayuno, a la hoguera, al enajenamiento que nos precipita en el ambiguo mundo de los sueños pero que nos encadena de manera vital, dolorosa, irresistible, a todos los libros, a todos los artistas que se introdujeron en nosotros en nuestra larga, ardua preparación para el arte. Y estos artistas nos hablan, nos abren los ojos con cuchillos al rojo vivo, y nos repiten masticándonos la lengua, nuevamente, lo que escribieron. Y si somos afortunados y pertinaces y humildes puede ser que un día brille inaferrable la luz de la comprensión en nuestra mente, y que una línea, una página, justifiquen una existencia votada al aislamiento, una vida destinada a la soledad.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).


