Recurrentemente he insistido sobre las cinco necesidades básicas de los humanos, por las que podemos matar o morir: comer, la economía; no ser comidos por un predador, la seguridad; la pulsión sexual, reproducirnos; la pertenencia, condición gregaria de supervivencia; y el poder, que opera sobre las cuatro primeras. Aparentemente todo lo demás es sofisticación de estas condiciones básicas, la negación o la exageración de cualquiera de ellas también generará daños que pueden llegar a la muerte o hacer más difícil la vida. Así el hambre, o en el otro extremo, la gula o la avaricia, son la patologización de la necesidad de comer. La imprevisión ante los riesgos nos pone en peligro; pero la paranoia, el sufrimiento por el temor a la inseguridad, es el temor patológico a ser comido. La hipersexualidad entraña la imposibilidad de comprometerse afectivamente o en el otro extremo la anulación del deseo. Así también, las alteraciones de la pertenencia pueden llevar a la sociopatía (odio a la sociedad por sentir que fracasamos en pertenecer) que se inicia por el rencor, o a la inmolación de nuestra persona por “valorizarnos” para pertenecer. En cuanto al poder, cuando reside en la comunidad intenta ser protector, pero cuando no es así y es ejercido por élites, necesariamente manejará las cuatro necesidades previamente mencionadas desde una posición de abuso del resto de la comunidad.
Con respecto a la pertenencia y a la interacción con nuestros semejantes, con la comunidad a la que sentimos y deseamos pertenecer, es posible que todo consista en la búsqueda del equilibrio, en aceptarlos y ser aceptados.
Aparentemente tenemos una natural tendencia a completar nuestro continente subjetivo, este puede agrandarse con la incorporación de nuevos contenidos simbólicos, en esto consistiría la ampliación de nuestra realidad personal. Si acordamos que la realidad para cada ser humano es lo que está dentro de los límites de su subjetividad, la realidad colectiva entonces estará dada por los acuerdos subjetivos comunitarios, y eso será la cultura. Veremos que hay entonces muchos equilibrios posibles y ante el vacío que representa, simbólicamente, una sensación de carencia en esa subjetividad, sea por una pérdida o por la expectativa de lograr algo que sentimos no tener, rápidamente iniciaremos un proceso de búsqueda para completar ese vacío. Esa será nuestra búsqueda del equilibrio, llenar los huecos de nuestro continente subjetivo. El tema es que no todos los equilibrios pueden ser deseables ni satisfactorios para las personas que los experimentan o para su relación con un otro u otros.
El modelo básico de conducta de deseo y satisfacción está en el comer y el beber, conductas necesariamente repetitivas, la otra conducta que hace evidente el deseo tiene que ver con la sexualidad; pero el deseo, aparentemente inadvertido, que ejercemos de manera permanente e inconsciente es el de la pertenencia, el de reconocimiento y aceptación por parte de nuestros semejantes. Por este deseo tenemos todas nuestras conductas sociales. Todo deseo generará un sentimiento de carencia que buscaremos satisfacer.
El camino de la autosatisfacción tiene que ver con mantener la vida, como beber y comer; pero cuando el deseo de autosatisfacción supera, a partir de una sensación de carencia excesiva, que parasita este significante, la generación de deseos más complejos y elaborados, esto impide el surgimiento de otros proyectos y termina por anular nuestras posibilidades de desarrollo, esto ocurre con las adicciones. La salida de esta exclusividad del círculo vicioso de la autosatisfacción está en compartir la satisfacción con un otro, con el otro, que en definitiva es la integración con lo comunitario. Aun la satisfacción de lo más elemental al ser compartida cumple un papel integrador, como comer en familia o con amigos. Solo la pertenencia tiene el poder suficiente, a nivel de deseo, para permitir la postergación del deseo básico para poder integrarlo a un deseo comunitario. La adicción siempre implica un retroceso en la conciencia comunitaria, la negación del otro. Una respuesta individual a un problema colectivo que es la aceptación de los miembros de la comunidad, la certificación de la pertenencia con los compromisos y responsabilidades que pertenecer representa.
La sensación de fracaso que se experimenta en la infancia a partir de percepciones de rechazo o de no aceptación por los pares o por personas significativas del entorno del sujeto, será generadora de trastornos de autoestima que pueden llegar a acompañar o signar toda la vida de ese sujeto. En un caso más extremo, vivencias dolorosas como las privaciones o el abuso pueden producir como formación reactiva resentimientos que exceden a los rencores individuales para configurar inestabilidad emocional y profundos sentimientos de odio hacia todos aquellos que no acuerden con el sujeto. En lo profundo de la psiquis, el sujeto se sentirá humillado por el mundo. Esto es designado por la psiquiatría como conducta sociopática. Este sujeto sólo podrá amar a escasas personas de su entorno, con las que frecuentemente tendrá un vínculo patológico, teniendo imposibilidad de empatía con el resto de sus semejantes. Además, por su importante labilidad emocional siempre estará pronto al desborde y a la violencia física o verbal descontrolada.
La sociedad a la que pertenecemos establece las normas explícitas e implícitas que demuestran la aceptación de sus integrantes. Esto estará determinado por el sistema de funcionamiento social. Si la sociedad es igualitaria o pretende serlo, tenderá a ser inclusiva. Obviamente lo ideal sería que la única condición para pertenecer consistiera en estar vivo, en ser persona. Lamentablemente la inmensa mayoría de las sociedades no son igualitarias y demuestran múltiples estamentaciones para las que para ‘pertenecer’ no alcanza con existir, se deben cumplir condiciones “ideales” que habilitan el ingreso a la pertenencia. Por supuesto la condición económica es la más importante, poderoso caballero es don dinero decía Quevedo, también belleza, fama y talentos abrirán las puertas de supuestos Olimpos.
Así veremos grandes esfuerzos de muchas personas que tal vez merecerían otros objetivos para lograr cumplir con los cánones de belleza que impone el ‘mercado’. Esto no parece casual ni salir de un impulso mágico y misterioso, detrás del consumo hay siempre un interés económico de los que inventan supuestas necesidades sin las cuales es imposible “pertenecer”. La sofisticación de las necesidades básicas es operada a través de la publicidad y los medios de comunicación creando una subjetividad social disfrazada de sentido común que encarna una obligación aspiracional para llegar a ser valioso. Sin tetas no hay paraíso rezaba el título de una serie de televisión. La cirugía dejó de ser terapéutica para ser la armadora de una mercancía para poner en vidriera sujeta a cotización, como vehículos en los que importa más la carrocería que el motor. Virtualmente, el mercado invita a la inmolación o al riesgo de ello para ingresar a un falso Parnaso, ya no como patria de la poesía y las artes sino de la simple exhibición.
Columnista invitado
Daniel Pina
Militante. Ex-preso político. Médico especialista en Terapia Intensiva. Jefe de Terapia Intensiva del Hospital Milstein. Psicoterapeuta dedicado al tratamiento de Trastornos post- traumáticos.