La fiesta invisible
El camino, la vida como obra de arte
La vida es un viaje experimental, hecho involuntariamente. Es un viaje del espíritu a través de la materia y, como es el espíritu quien viaja, es en él donde se vive. Hay, por eso, almas contemplativas que han vivido más intensa, más extensa, más tumultuosamente que otras que han vivido externas. El resultado lo es todo. Lo que se ha sentido ha sido lo que se ha vivido. Uno se recoge de un sueño como de un trabajo visible. Nunca se ha vivido tanto como cuando se ha pensado mucho.
Fernando Pessoa, 26 de marzo de 1932
Quienes dedicamos gran parte de nuestro tiempo al arte y a su comunicación, nos encontramos a menudo con teorías y reflexiones que complementan nuestras cavilaciones diarias sobre el ejercicio y el desarrollo de nuestra actividad. Muchas veces consideramos que las ideas exceden nuestro marco de referencia conceptual, o que no tienen mucho que ver con nuestro hacer cotidiano, por lo que suponemos que hay pensamientos que sólo tienen sentido en la experiencia personal de sus autores, o que no pueden pasar de un plano teórico para convertirse alguna vez en certezas aplicables.
Sin pensar en revelaciones ni en transformaciones me aventuré durante el pasado mes de mayo en el Camino de Santiago, recorriendo los cientos de kilómetros que separan Saint Jean Pied de Port (Pirineos franceses) de la catedral compostelana. Sin proponérmelo, un día descubrí que estaba experimentando lo que hasta hace unos meses era sólo teoría escrita.
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El Camino de Santiago tiene su origen en el siglo IX. La historia-leyenda nos cuenta que un grupo de gente vio luces y escuchó “canciones angélicas” en un bosque de la actual Galicia. Encontraron luego un túmulo y rápidamente lo identificaron como la tumba del Apóstol Santiago. El hallazgo se difundió por toda Europa, dando origen entonces a un peregrinaje incesante hacia el nuevo santuario. Hubo que reconstruír antiguas vías romanas y fundar pueblos y hospederías para los viajeros. España no volvería a ser la misma tras recibir influencias culturales de todo el continente, Europa tampoco.
Y el camino siguió vivo a lo largo de los siglos (con períodos de franca agonía, por cierto), y su primitivo significado religioso fue sufriendo transformaciones y deformaciones, en sintonía con el pensamiento y las ideas de cada momento. Hoy tiene un nuevo auge, promovido por algunos como itinerario turístico y por otros, de las vertientes más diversas, como vía espiritual para quienes buscan un mayor encuentro consigo mismo.
Así es que, año a año, miles de personas dejan todo por unos días y hacen el camino a pie, a caballo o en bicicleta. Los peregrinos son mayormente europeos (especialmente españoles y alemanes), aunque allí se ve gente de todos los países y continentes. Un antiguo canto de peregrinos españoles que he interpretado con diversos grupos de música antigua dice, refiriéndose al Santuario de Montserrat: “Concurrunt universi gaudentes populi / divites et egeni, grandes et parvuli” (Vienen de todo el mundo, alegres las naciones / ricos y pobres, grandes y pequeños). Y esto sigue siendo real y tangible en nuestro tiempo. Cantidad de gente con su “uniforme” de peregrinos (aunque parezca mentira, hay un moderno atuendo de peregrino en el que sin darnos cuenta caemos todos: zapatos de senderismo, ropa de secado rápido, capa de lluvia y la infaltable vieira colgando de la mochila), todos somos iguales ante el camino; compartiendo calor, sed, cansancio, sueño o alegría. Todos con la misma preocupación por la lluvia que se acerca o idéntica sonrisa al acercarse a la meta de cada día.
De algún modo podría sintetizarse al camino como una intensa posibilidad de experimentar la condición humana (la propia y la ajena) desplegada al máximo, sin las trabas que pone para ello la vida diaria. Y el marco que da ese “universo andante” es ideal para descubrir el mundo, y para ver de pronto, con asombrosa claridad, nuestro lugar en él.
Caminamos toda la mañana -todas las mañanas- y llegamos a los albergues pasado el mediodía. Allí ordenamos nuestras cosas, lavamos la ropa del día, preparamos nuestro almuerzo y organizamos una tarde de descanso, reflexión o vida social, de acuerdo a nuestros gustos o intereses.
Al llegar a un bar, en cualquier parada del camino, saludamos, como si fuéramos de la casa, como clientes habituales, luego nos sentamos junto a cualquier persona, en donde haya un sitio libre. Nadie se sorprende, somos todos peregrinos, y estamos en igualdad de condiciones y de posibilidades. Con los días van cayendo las máscaras y entonces descubrimos las particularidades e individualidades, el personaje que culturalmente hemos ido construyendo y que disimula nuestra humanidad. Pero eso no vale de mucho porque al día siguiente hay que seguir caminando y frente a eso, y al polvo del camino, no hay caracterización que pueda ayudar. Y es en esta universalidad de particularidades donde se comparte la grandeza de ser y las miserias de sufrir, convirtiendo la experiencia en una fiesta inclusiva que congrega a ese pequeño cosmos caminante donde hasta en la soledad nos sentimos acompañados.
Tras varios días, al igual que ocurre con casi todo, uno se acostumbra a las cosas, y las toma con naturalidad: Levantarse al alba en un cuarto compartido con mucha gente (¡a veces éramos cientos durmiendo en el mismo recinto!), desayunar y salir al camino, andar toda la mañana y llegar al próximo pueblo a mediodía. Tras una ducha, almorzar y descansar un poco para salir luego a conocer el pueblo, pintar una acuarela (hice una simpática serie de iglesias de pueblo) o salir a sacar fotos (en este viaje me entusiasmé con los cerrojos y picaportes de las casas antiguas). Finalmente preparar la comida con tiempo de terminar de lavar todo temprano para estar en la cama lo antes posible.
Sin embargo, una mañana mientras caminaba, recordé el postulado de Gadamer acerca del arte como “juego, símbolo y fiesta”, y entonces la nueva rutina cobró otros significados. En primer lugar, desde esa situación congregante que tiene un discurso propio e integrador, traje a mi mente la idea de “fiesta”. Tal como explicaba el pensador alemán: olvidamos a meta y nuestro fin se convierte en celebrar en todo momento, “aprendiendo a demorarnos”. El tiempo pasa a ser otro, el pasado y el presente se tornan simultáneos con la ayuda de ese paisaje pretérito por el que circulamos y que permanentemente vamos reconociendo y descubriendo como consolidado, aunque sea fugitivo. ¡Pero si eso es exactamente el Camino de Santiago!
Llevamos sólo lo indispensable, y a medida que pasan los días vamos dejando todo aquello que está de más y que nos agrava la mochila, metáfora visible de nuestros lastres cotidianos. Es por eso que vivimos las cosas elementales con intensidad, no sólo por supervivencia, sino además por agradecimiento. Y este despredimiento nos hace comprender al camino también como un gran ejercicio perceptivo promovido además por un involuntario pero necesario desprendimiento de muchos elementos culturales, que nos permite recuperar la mirada. Algo contrario a lo que decía Franz Kafka con respecto al cine: “no es la mirada la que se apodera de las imágenes, sino que son éstas las que se apoderan de la mirada. Inundan la conciencia”. La vivencia del camino es totalmente opuesta, nuestra mirada rastrea, persigue y captura imágenes en un fluir constante, y aparentemente irreflexivo.
Atravesar a pie un país supone circular por geografías diversas, por todo tipo de vías y por todas las condiciones climáticas que conocemos o creemos conocer. Y como todo es distinto a lo que estamos acostumbrados, vivimos sorprendidos por un sin fin de paisajes e imágenes que nos asaltan a cada momento.
Podemos ver esta actitud-actividad a la luz de las ideas de Delheuze, quien, inspirado en Foucault, decía que “pensar es, en principio, ver y hablar, pero a condición de que el ojo no se quede en las cosas y se eleve hasta las “visibilidades”, a condición de que el lenguaje no se quede en las palabras o en las frases y alcance los enunciados”. El mismo autor nos dice en otro texto que “hablar no es ver” (explicando que solemos poner el lenguaje al límite cuando lo usamos para referirnos a aquello que no podemos alcanzar con la mirada), y en el Camino de Santiago todo el tiempo se ven cosas, para las que luego no podemos encontrar muchas palabras con las que poder expresarlas. Casi sin darnos cuenta, vivenciamos otra importante teoría de Foucault, aquella de la vida como obra de arte, esa “estética de la existencia”, propuesta a la luz de las ideas clásicas.
Ocurre entonces que al dejar todo lo que es superfluo, no nos damos cuenta pero estamos abandonando también muchas palabras y textos que acostumbramos a leer y a interpretar, y que estaban ocultando a otros tantos que comienzan a aparecer de manera sutil y permanente. Y aunque parece imposible, tras días de marcha y de amplios silencios, logramos leer en lo invisible. Descubrimos que podemos deletrear la naturaleza, y aprehender su texto que antes no veíamos, y al que quizás sólo podamos transmitir alguna vez con actitudes, pero jamás con palabras. Nuevamente se hace presente la teoría de Gadamer, desde esa hermenéutica permanente del entorno y de nosotros mismos. Y es que, mientras hacemos transcurrir nuestra existencia entre lo que somos y lo que queremos ser, el Camino de Santiago nos permite comprobar, nuevamente, que la fuerza humana va mucho más allá de lo que creemos a priori y de lo que vemos a diario. Nos reencontrarnos con la posibilidad creadora y reparadora que tenemos a nuestros pies para volver a construír con nuestro esfuerzo, y sin ninguna otra ayuda, una catedral sobre nosotros mismos.
Ramiro Albino
Músico, periodista y especialista en comunicación visual. Desarrolla una extensa labor de estudio y difusión de la música preclásica, con especial interés en el repertorio colonial americano, a través de su actividad artística y pedagógica que lo ha llevado por toda la Argentina y numerosos países de Europa y América. De manera paralela se dedica a la docencia y a la investigación, y colabora con importantes medios de Buenos Aires. En Instagram y Twitter: @ramiroalbino
Excelente artículo, tan cercano , tan intimo y a la vez descriptivo. Muchas gracias
Gracias Viviana!