Relatos desde el
Camino de Santiago
Hola, hola!
Ante todo gracias por sus simpáticos mails de cumpleaños. Disfruté mucho con sus fotos y recuerdos, fue muy grato.
Muchos me piden que les asegure que al volver les contaré TODO lo que estoy haciendo en estos días. Y lo pienso y la verdad es que no sé qué podría contar. Nos levantamos tempranísimo, caminamos toda la mañana, luego por la tarde cada uno hace lo que quiere o puede, algunos pocos vamos a las iglesias, otros aprovechan a tomar cerveza o a deambular por ahí, luego preparamos algo para comer, y a las 9 y media de la noche (que en realidad es de día) ya estamos preparando las camas para irnos a dormir, exhaustos.
Sin embargo, pensándolo mejor, pasan muchas cosas en el camino, en apariencia poco interesantes, pero sin duda llenas de significados. Es como un devenir infinito de historias mínimas, algunas de las cuales pasan desapercibidas y otras pueden calar más fuerte.
El camino es siempre interesante. En Navarra flanqueaban nuestros pasos plantaciones de lechugas o de acelgas, por momentos caminábamos por trechos de rutas romanas, y por otros por modernas autovías (sólo pequeños tramos, como máximo de 200 mts), también entramos en campos privados o cotos de caza. A los lados de la vía hay siempre flores hermosas y multicolores, y los pueblos tienen todo lo que figura en nuestro imaginario colectivo europeo: campanas que marcan las horas, llaman a misa o tocan a difuntos (a veces, desde el camino escuchamos las del pueblo precedente y las de nuestro destino), cigüeñas que anidan en torres y campanarios y que chascan sus picos llamando la atención, viejitas que cuidan las flores de sus balcones y niños que saludan con la mano el paso de los peregrinos (a los que ven como algo normal en sus vidas). Los lugareños nos acogen siempre con un mecánico “buen camino!”, existe aún la buena costumbre de ayudar a los peregrinos con indicaciones prácticas (por ejemplo si conviene o no pasar por cierto lugar, si tal sitio está inundado, etc.).
El otro día, bajo el sol rajante del mediodía, caminaba entre pueblos de Navarra. En un alto, a la sombra y sentada en el brocal de un pozo había una chica coreana. Esas con la “piel blanca como la nieve, cabellos negros como el ébano y labios rojos como la sangre”, que bien podrían ser Blancanieves si tuvieran otros ojos. Se refugiaba del calor bajo una ruina medieval o romana, y con sus manos blanquísimas y cerúleas (siempre protegidas de los rayos del sol por pulcros guantes), pelaba una naranja.
La ví de lejos y miré la escena casi sin verla. Al pasar junto a ella, sin dudarlo, cortó un cuarto de su fruta y me lo ofreció sin decir nada. Era inútil comunicarnos con palabras cuando sabíamos que no podríamos hacerlo; ella me la ofreció con su mirada, y yo le agradecí con una sonrisa. Sus manos ebúrneas se tornaron angélicas, y la ordinaria naranja se volvió un elixir que me inundó y transpasó. Fue todo en segundos, yo nunca me detuve, y ella tampoco dejó de hacer lo que hacía por atenderme, pero fue un instante eterno. Recuerdo bien su mirada, ojalá ella guarde mi sonrisa.
Los albergues también son diversos. A veces nos hospedamos en alguna vieja iglesia o monasterio donde hace frío y todo huele a húmedo, y otras tantas vamos a edificios magníficos y nuevos con tecnología, salas diversas, cómodos sillones y duchas siempre calientes. Lo que es común es que hay tres cosas bien obvias: dormitorios (siempre comunales, excepto en Azofra, que eran cuartos DOBLES, un lujo maravilloso), baños (no siempre separados por sexos) y una sala de usos múltiples. Lo que nunca hay son cerraduras, ni puertas con llaves, ni nada de eso. Todo es de todos, de nadie y de su dueño al mismo tiempo.
Lo más interesante es el salón grande, en el que siempre hay mesas largas y bancos. Ahí comemos, charlamos, vemos nuestros próximos itinerarios (discutiendo las posibilidades y kilometrajes según guías y libros que por aquí abundan), algunos cocinan, otros escriben diarios, y muchos se dedican a sus interminables rituales pédicos. Hay quienes se hacen los interesantes prodigando masajes o ejercicios a sus amigos, o a quien quiera escuchar de su sabiduría, otros tantos sacan cremas y unguentos de sus mochilas, y ahí el aire se vuelve fresco de mentol o de alcanfor. Mientras unos pican cebollas otros se pasan hilos de algodón por las ampollas (que luego dejan colgando hasta que éstas se sequen), o se inyectan soluciones yodadas (que por supuesto manchan bancos y pisos) y luego se aplican vendas de gasa o telas blancas.
Los peregrinos llegamos a las ciudades cuando los albergues todavía no abrieron (están cerrados, por lo general, de 8 a 13 aprox, por cuestiones de limpieza), entonces se comienza a esperar turno en la calle. Pero como estamos cansados, y la falta de formalidad es nuestro sino, todos nos sacamos zapatos y medias, que son puestos rápidamente al sol para que tomen aire y un poco de calor solar. Tras unos minutos de descanso todo el mundo se pone en campaña de conseguir algo para comer o tomar (siempre hay hábiles comerciantes que ponen negocios en las inmediaciones de los albergues), entonces se produce ahí un extraño espectáculo.
Como nadie ha elongado aún, todos tenemos dolores múltiples en las piernas y pies (sobre todo los pobres ampollados, que día a día descubren que sus apósitos y cremas no sirven para mucho), entonces comienza un desfile grotesco de gentes que parecen tullidas y que aprovechan a mostrar heridas, ampollas o vendas amarillentas (que provocan más conmiseración, claro). Algunos van descalzos, otros nos ponemos sandalias u ojotas. Parece insólito, pero el exhibicionismo del dolor es bien antiguo (“O vos omnes qui transitit per viam, atendite et VIDETE si est dolor sicut DOLOR MEUS”…).
Hoy estoy en Burgos. El gótico me ha apabullado, no imaginaba tanta magnificencia. La catedral es increíble, y también estuve buena parte de la tarde en el monasterio cisterciense de Las Huelgas. Me sigue llamando la atención que aún pueda conmoverme tanto con ciertas cosas. Llevo casi un mes dando vueltas por sitios maravillosos, y sin embargo, día a día descubro que puede haber cosas más y más bellas. Impresionante.
Por lo demás sigo con mi grupo, que poco a poco se consolida como tal. En primer lugar porque mucha gente abandona por problemas de salud (tendinitis, problemas de meniscos, etc.) o porque tiene que volver a sus trabajos, y entonces hace el camino año a año por etapas. Mi amigo polaco, que se llama Wiktor (qué buena manera de escribir Victor! jajja) y una grata pareja de australianos (Erin & Peter). Yo sigo a full con el alemán, recordando día a día más y más palabras (es tremendo pensar en todo lo que podemos guardar en la memoria), y a la vez aprendiendo las propias de este viaje (mochila, peregrino, concha, camino, sendero, ruta, etc.), pero además he adquirido una cancha impresionante en traducir del alemán al inglés y viceversa. Con ellos festejé mi cumpleaños el otro día en un restaurante. Primero me invitaron a tomar ron con Cocacola (les pareció que era algo sumamente sudamericano, por si tenía añoranzas! PLOP!!!), y luego en medio de la comida me regalaron un sobre con… UN BILLETE DE LOTERÍA (casi me muero de risa!… juega mañana). Me pidieron que los recordara cuando fuera rico. Por supuesto que les aseguré que “estarán conmigo en el Paraíso”.
Termino con eso, y por hoy los dejo. Saludos para todos, y hasta la próxima!
Ramiro
Ramiro Albino
Músico, periodista y especialista en comunicación visual. Desarrolla una extensa labor de estudio y difusión de la música preclásica, con especial interés en el repertorio colonial americano, a través de su actividad artística y pedagógica que lo ha llevado por toda la Argentina y numerosos países de Europa y América. De manera paralela se dedica a la docencia y a la investigación, y colabora con importantes medios de Buenos Aires. En Instagram y Twitter: @ramiroalbino