Pululan hoy los terraplanistas, así como los antivacunas, y hasta los inventores de una inverosímil “infectadura”. Las lesiones a la racionalidad en general y al pensamiento científico en singular, llegan a niveles insospechados. El “hablemos sin saber” está instalado desembozadamente, se exhibe la ignorancia como un blasón. Juana Viale, nieta de la Sra. de los almuerzos, reclama su libertad de decir lo que se le ocurra: lo malo es que la mesa en que está no es la de su casa, sino la que una productora y un canal de TV le asignan para llegar a millones de hogares. El derecho a la vana palabra tiene sus límites, cuando se ejerce desde el sitio de privilegio conferido por el cuasi/monopolio mediático.
Hubo el tiempo en que llamar “científica” a una afirmación volvía a esta indisputable, casi un símil de lo que la religión había supuesto en tiempos anteriores. Filosofías positivistas y tecnocráticas habían canonizado la ciencia como reino de la Verdad absoluta. Frente a ello, bien vino el aire fresco de críticas que mostraran que lo científico no es infalible, y que es una producción humana, con sus necesarios condicionamientos y límites.
Pero de ahí a creer que la ciencia vale igual que una ocurrencia cualquiera, hay un largo camino. Camino que algunos han desandado con total descaro, sobre todo algunos periodistas que se creen “opinadores”, y que tienen por única calificación intelectual la de haber convencido a alguna emisora de su simpatía o de su capacidad de influencers. Y también una nueva derecha que llama dictadura a la democracia, y toma por democráticas a las dictaduras (y a los gobiernos autoritarios). Esa derecha que admira a Bolsonaro y ahora manifiesta en el Obelisco, sostiene que “el virus no existe” (???), o que “hay virus pero no hay pandemia” (¿??), o que todos los males actuales son invento de Bill Gates, en una versión remozada de “El satánico Dr. No”. O profiere, como un desencajado actor de cine y teatro, que “no tengo idea de la reforma judicial, pero es porque no soy abogado, igual estoy en contra”. Todo está permitido. La irracionalidad se entroniza sin tapujos.
Y en el reino de la posverdad y las fakenews, de la mentira y la simulación, hasta se apela a la sensiblería elemental: si alguien dice que 2 más 2 es 5 y le dices que eso es erróneo, te mira fijo y te endilga: “No estás respetando mi opinión”. De tal modo, puede opinarse que la Tierra es el centro del universo, que el aire no existe porque no se ve, o que las emociones no se producen en niveles subcorticales del cerebro, sino en el corazón.
Lo triste es que el criticismo universitario y parte de las ciencias sociales, apoyan sin querer a estas derivas disolutorias. Hace días, en un intercambio virtual, un panelista que había hecho muy buena exposición desde la defensa de los sectores populares, lanzó un viejo dogma del progresismo: “es bueno que opinen todos, no sólo los que saben”. Cuando le hice notar que esa posición es la que hoy reivindica la derecha ideológica para arrasar con cualquier autoridad intelectual, respondió a la defensiva y con desconcierto. Los repertorios de las izquierdas y lo nacional/popular están anquilosados ante los cambios discursivos de los sectores reaccionarios: hoy no es obvio para el pensamiento crítico, el llamado a opinar sin exigencias de conocimiento.
Es que las derechas no tienen argumentos ni proyecto: en el caso argentino es muy claro que su gobierno fue un desastre, de modo que sólo responden con el grito, el insulto, la interjección y la ignorancia. Con ello les va bien: razonar o remitir a datos, no les conviene. Y aprovechan que algunos popes del pensamiento crítico (tal el caso del portugués Boaventura de Sousa Santos) sirven a demeritar el conocimiento científico, considerando un “acto de justicia epistémica” el que se lo valore igual que a cualquier sistema de creencias. Y claro, puede ser igual o inferior en dignidades, valores y otras cualidades, pero sin dudas en lo cognitivo, la ciencia lleva ventaja. Ella no es infalible pero es metódica, y tiene control de sus procesos y sus márgenes de error. La ciencia no es como las ocurrencias de los improvisadores televisivos.
Defendamos sin fanatismos a la ciencia: ésta debiera ser lo contrario del fanatismo. Y hagámoslo con énfasis, en tiempos en que quieren corrernos hacia las opiniones de los militantes de la ignorancia y los aborrecedores de la razón.-
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.