Marcelo me invitó a colaborar con una columna, y de inmediato me entusiasmé. Recordé las mañanas en las que con frío o calor me acercaba hasta su torre en el cilindro del CICUNC y con el disparador de hablar sobre el próximo concierto de la Sinfónica, hablábamos de música, oíamos algo que yo llevaba para compartir, y generábamos un espacio de conversación que lamentablemente con el tiempo se desvaneció. Escribir ahora una columna se me presentó como la manera de recrear aquella época, con la triste diferencia de, inmersos en la pandemia, no tener el móvil de presentar alguna música próxima a ser oída en vivo.
Así es que le dije que sí a Marcelo, con la condición, que él aceptó de inmediato, de escribir sobre los temas que en estos meses me han movilizado y no responder necesariamente a una efeméride (recordar el nacimiento o muerte de un autor… motor posible, pero un poco mecánico para mi gusto a la hora de motivar la escritura). Comienzo entonces por hablar de lo que ha significado en este tiempo no poder salir al escenario para todos los que nos dedicamos a la música clásica, reflexiones que pienso son extensivas a otras músicas y a otras expresiones artísticas.
El jueves 19 de marzo ya dentro de mi auto recibí un whatsapp. Mal hecho, pero lo hago: en los semáforos miro los mensajes cuando me carcome la ansiedad. Y el que recibí ese día decía algo así como “Profesores, el concierto de este sábado” -o viernes, más menos, ya no recuerdo- “se suspende”. Algo había leído sobre lo que sucedía en China, pero parecía tan lejano como la China misma. Igual llegué hasta la Nave Universitaria. Con mi cello en la espalda me acerqué hasta el reloj y marqué.
A esa hora el paseo Di Benedetto bulle de cigarrillos, almuerzos mal comidos, conversaciones sobre precios de cuerdas, y críticas a repeticiones o superposiciones de programación, amén de chismes amorosos, comentarios deportivos y políticos, y chistes. Ese día no había nada ni nadie. Entré a la Nave, y el silencio fue apabullante. Ningún violín repasando su parte difícil, ningún percusionista llegando temprano a armar su entorno. Sin más, sólo el comentario de personal de guardia que me confirmó que no, que no había nadie, ni nada. Con estupor, volví a mi casa, y el silencio fue aún más palpable.
Para los músicos que integramos un organismo -orquesta, coro, o ensamble de cámara-, el momento del ensayo es algo inefable. No se trata sólo de hacer cuadrar mi parte con el resto de la fila, sino con el resto de los colegas, y construir entre todos una sonoridad, un fraseo, un balance de volúmenes, una mezcla de colores entre los distintos instrumentos. Respirar juntos. Emocionarnos cuando superamos nuestros límites personales y grupales. Y el concierto, la coronación de ese trabajo labrado durante la semana, compartido con amigos, familiares, público habitual, o desconocidos, que uno desde el escenario ve sonreír, dormitar, aplaudir a rabiar o con desgano, llorar a veces… todos, ellos, nosotros, vivenciando al mismo tiempo la indecible experiencia de la música en vivo. Esta es nuestra forma de vivir, y nuestro trabajo, en privilegiados casos.
Digo todo esto para poder contrastar cómo hemos tratado de sostener esta experiencia, a través de producciones virtuales que en mi sentir son una manera “otra” de comunicación, pero que nunca creo -y espero- suplanten el aurático “vivo”.
Hacer uno de estos videos “de cuadraditos” que todos hemos visto en pandemia no tiene absolutamente nada que ver con nuestro trabajo y nuestra vivencia habitual. La preparación para tocar, sí, es la misma. Pero todo lo demás, no. Ni la tecnología que cada uno tuvo que desarrollar para conocer su dispositivo y grabarse, ni el modo en que tuvimos que hacerlo (siguiendo una pista, único modo de poder sincronizar videos y audios… que además muchas veces se encorseta en un “click”), ni el resultado sonoro final. No hay casi matices, no hay inflexiones de tiempo, no hay un respirar juntos, no hay una mirada del director ni entre nosotros para vernos y sentirnos haciendo música “con”.
Sí hay el sentido de crear en conjunto, el sentido de sostener el vínculo entre nosotros y con quienes nos siguen, sí está la belleza de la música, al menos en aquello esencial que hasta el celular más demodé puede captar. Esto se ha dicho bastante, con obvias diferencias, en torno a otras artes performáticas, como el teatro y la danza, pero personalmente en este tiempo no me he encontrado con reflexiones que provengan de la música académica de conjunto, que creo ha sido y será durante un tiempo, uno de los espacios más golpeados por la pandemia.
Opino que estos videos producidos por las orquestas y coros locales deben verse así. Como lo que son: arte por emergencia. No sonamos así. No nos vemos así en el escenario. No ensayamos así. El trabajo se metió en nuestra casa, y nuestra casa se convirtió en el lugar de trabajo. Nos mira y oye una cámara de celular, y nos corregimos a nosotros mismos escogiendo nuestra mejor versión. No tenemos el ambiente de recogimiento y concentración que propicia el teatro o sala de ensayo.
El público es un pulgar para arriba o un corazón desde la red. Ha sido un momento inolvidable para poner en valor cuánto aporta el convivio, y cuánto de lo que la tecnología trajo habrá de quedarse de algún modo. Por ejemplo, es evidente la falta de contenidos de música clásica en esta pandemia, porque acostumbrados a nuestro arte efímero, pocas veces nos habíamos tomamo el trabajo de registrar los conciertos. Y es por eso que, impelidos por la necesidad, salimos a hacer estas producciones audiovisuales que son de otro terreno.
Pudimos ver y oír algunos materiales con interesantes resoluciones desde lo visual, apuestas por arreglos novedosos, o simplemente, y por qué no, realzar algún compositor que este año merecía el recuerdo. En YouTube se pueden rastrear materiales de la Orquesta de la Universidad Nacional de Cuyo, de la Filarmónica de Mendoza, del Coro de Amicana, Coradictos (mi favorito: “Ding-a ding-a ding”), el Coro de Cámara de la UNCuyo, y seguro se me escapa algo que no vi. Y varias decenas de pequeñas producciones: solos, dúos, tríos de músicos quienes huyendo del tedio, de la enfermedad, buscando maneras de obtener ingresos en algunos casos, pero por sobre todo manteniendo vivo el deseo de compartir nuestra pasión, hemos subido (¿para siempre?) a la red que nos atrapa.
No podemos asegurar cómo será de ahora en más la producción y el consumo del arte. Es pronto aún para afirmar como continúa esta pandemia. Hay quienes descubrieron que esta nueva forma les agrada (¿más?). Personalmente, la emoción del encuentro para montar un repertorio, luego la adrenalina del escenario con el sonido a pleno, y finalmente el regocijo del post, compartido o a solas, no han podido ser remplazados.
Gabriela Guembe
Se formó en la Universidad Nacional de Cuyo, en las especialidades Piano, Teorías Musicales y Violoncello. Es Magister en Arte Latinoamericano. Integra la Orquesta Sinfónica de la UNCuyo, y es docente en la Facultad de Artes y Diseño. Actualmente se desempeña como Directora de Carreras Musicales en dicha unidad académica. Especializada en estilos preclásicos, dirige el conjunto Violetta Club, y ha formado parte de diversos proyectos que la han llevado a actuar en Chile, Uruguay, Brasil, Bolivia, México, Estados Unidos, España, Eslovenia y Checoslovaquia. Música versátil, participa en ensambles musicales dedicados a variados géneros, y ha grabado como sesionista junto a importantes músicos de Mendoza. Es también investigadora y sus escritos se han publicado en revistas de Argentina, México y Cuba.
Gracias, Gabriela, por poner magistralmente en palabras este raro tiempo que nos toca vivir como músicos. Comparto tu sentipensar y abogo por que sigamos esmerándonos en sostener los lazos que nos unen a la música, y a todo lo demás, aunque sea a través de estas herramientas limitadas.