Eso cantaba la Negra Sosa. “Cuando tenga la tierra”… y casi todos aplaudían. Eran otros tiempos. También entonaba el “Triunfo agrario”, de nuestro Tejada Gómez: se decía al final, “el que no cambia todo, no cambia nada”. Tiempos de esperanza, en los tempranos años setenta. Luego, la dictadura, años de plomo, el terror. Y el achicamiento de las expectativas. Empezamos a confiar en que basta siquiera cambiar algo. Y los dueños del poder económico y geopolítico fueron cada vez más férreos: no dejaremos cambiar nada. Así, perseguidos, presos o proscriptos están quienes quisieron cambiar algo en el continente: Lugo, Zelaya, Lula, Correa, Evo, Cristina. Todos golpeados por vagas acusaciones, pero muy concretas consecuencias. Como decía Néstor Kirchner, recordado especialmente las últimas semanas, desde el Poder -con mayúsculas- no quieren a un gobernante: quieren un gerente, un empleado, un lacayo. Quien no lo sea, sufrirá las consecuencias.
No en vano estos días hemos visto diversas reivindicaciones de la dictadura, desde la ahora suspendida diputada De Ferraris en Córdoba, a una insólita diputada sanrafaelina en Mendoza. Las dos son de Juntos por el Cambio. Desnudan la simpatía de un sector de esa agrupación -queremos creer que minoritario- para con los macabros Falcon verde. El stablishment se acostumbró a la impunidad desde esa dictadura en adelante. Por eso, se adecua más el inicio del triunfo agrario: “Este es un triunfo, madre, pero sin triunfo: nos duele hasta los huesos el latifundio”.
Latifundio intocable. La reforma agraria jamás se tomó como posibilidad en Argentina. Cuando la nombró Grabois, el solo decirlo se consideró un delito. Las chaqueñas Ligas agrarias de Lovey, son un dato histórico olvidado. Incluso vale recordar el proyecto de impuesto a la renta potencial de la tierra propuesto por Perón/Gelbard, en el apogeo del veterano líder hacia 1973. Se trataba de no expropiar ni un metro cuadrado: sólo de cobrar por las tierras improductivas, contando el impuesto no sólo por lo efectivamente sembrado, sino por lo que podría obtenerse si se sembrara todo el terreno, si se sembraran tierras que están yermas y sin usar. “El campo”, es decir, los terratenientes de espacios campestres que casi nunca dejan la ciudad, dijo no. Y fue no. Se acabó. El que quiere cambiar poco, no cambia nada. Ni cambiar mucho, ni cambiar poco. Los dueños de la tierra mandan.
Así, también están las tierras para especulación inmobiliaria. Nadie se pregunta quiénes son los dueños de la zona de Guernica, que se informa llevan años de no pagar impuestos. Ni indagan cómo se puso allí a la jueza y al fiscal que ordenaron el desalojo, que se susurra que los ubicó la intendenta, amiga de Luis Barrionuevo y Acuña, es decir, opositores totales a Kicillof. No se pregunta nada: los golpeados por falta de trabajo en pandemia que fueron a refugiarse allí son tratados por el discurso televisivo como delincuentes. Gente desesperada, que requiere una vivienda que no puede otorgar a corto plazo -a todos los que en el país la requieren- ni siquiera el gobierno mejor posicionado, dado que el déficit habitacional acumulado es grande, e incluso porque a la toma de terrenos por los pobres, se suman activistas que no siempre buscan vivienda, sino también la activación del conflicto permanente como estrategia de poder (o de negocio, en otros casos).
Y ni hablar de los usurpadores de cuello blanco. Como el conocido amigo -además extranjero- de Macri en el Sur, que impide llegar a Lago Escondido, y ha tomado un paisaje paradisíaco para sí mismo, y hasta hecho un aeropuerto prohibido para zonas limítrofes. O los muchos que ahora se ve que usufructúan countries, pero no han pagado impuestos o tarifas. El espectáculo de los varones Etchevehere felices de que echen a su hermana no ha sido muy edificante, porque si la sucesión no está terminada, ella es tan dueña como cada uno de ellos.
En fin, todos saben: la tierra pampeana se distribuyó según la campaña contra los pueblos originarios. Los inicios de la tan mentada propiedad privada sobre desproporcionados territorios, ahíncan en la guerra desigual, en el exterminio de los que estaban antes. Lo cierto es que los descendientes de aquellos guerreros son dueños de la tierra y en buena medida, del país. “Cuándo será ese día -decía Tejada- que por la tierra entera vengan sembrando, todos los campesinos desalojados”.
Nunca, según el actual horizonte histórico. Pareciera que nunca.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.