En tiempos de pandemia, hemos aprendido que la cuestión del cuidado no queda reducida a función materna, o a la atención de niños y ancianos: se ha vuelto parte constitutiva de la vida misma, de la cotidianeidad toda. De tal manera, nos hemos visto enfrentados a la necesidad de modificar hábitos, de aprender nuevas acciones y rituales, y de sostener ciertas solidaridades de conjunto, que previamente no eran imprescindibles.
La solidaridad no se da naturalmente: es un valor aprendido. Y la pandemia nos ha enseñado también, que se dan discursos de la agresividad y del odio que conspiran contra la solidaridad socialmente necesaria. Discursos que buscan minar la atención a la salud de los otros, llegando incluso a erosionar el cuidado de la salud propia: el caso de un manifestante que iba al Obelisco a perorar diciendo que la Covid era “un invento” y luego murió contagiado por el virus, fue prueba de ello.
Alguna vez el psicoanalista Lacan habló sobre lo imposible de la prescripción de amar al prójimo, si se la entiende como completo desprendimiento del amor a sí mismo: sólo con una carga libidinal inscripta en el narcisismo, cabe un yo con potencia suficiente como para investir positivamente a otrxs.
Esto lleva, entonces, a algo que podría parecer paradojal: hay que fomentar ideales altruistas en los estudiantes, insistir en la idea de que haciendo entrega a los otros, vale la pena vivir. Pero no hay que hacerlo en la negación del propio lugar y del propio placer, porque la exigencia moral tiránica obtura la realización de cada unx. De tal manera, es importante hacer notar que un egoísmo sano, se potencia con el altruismo: si todos mejoramos, también yo puedo mejorar. Pero si sólo me miro el ombligo, los otros jamás van a ayudarme ni socorrerme, y estoy no sólo perjudicándolos, sino también tirándome tierra a mí mismo. El mejor modo de quererme, incluye querer a los demás.
Es ese un modo de superar el discurso de extremo individualismo que cierta derecha ideológica ha sembrado en la Argentina -y no sólo aquí- desde inicios de la pandemia. El ultra liberalismo que propone algo como “yo soy yo, hago lo que me viene en gana, y nadie me dirá si me debo quedar en casa”, lleva a enfermar por contagio a parientes y amigos: pero también puede llevar a mi propia muerte. Cuidar de los otros es cuidar de mí, y cuidar de mí es cuidar de los otros.
La apelación a la ciencia también tiene su lugar en este proceso. Aberraciones como el terraplanismo, se imponen hoy en el mundo de la post-verdad y de la ignorancia vertida en las mal llamadas “redes sociales” (*). En un mundo donde se ha renunciado al chequeo y a la exigencia de datos, ha podido afirmarse que “el virus no existe”, o que “el virus existe pero no la pandemia”, que no hay que cuidarse porque todo esto es una invención maléfica de Bill Gates y de Soros (como si un virus “producido” no pudiera infectarnos tanto como uno que hubiera surgido de mutaciones biológicas sin mediación humana).
Frente al irracionalismo en ciernes, la exigencia del cuidado en relación a los datos y las informaciones, así como la rigurosa necesidad de la deliberación argumentada, deben ser subrayadas. En tiempos de velocidad y urgencia permanentes, la paciencia científica debe apelarse y destacarse, mostrando a los estudiantes que los ritmos acelerados de la vivencia electrónicamente mediada no sirven para el pensamiento, ni promueven la posibilidad de razonamientos consistentes.
Hay quienes creen que de la pandemia hemos de salir necesariamente mejores. Es una ilusión de esas que ayudan a sostenernos en tiempos tan áridos, pero que difícilmente se corresponda con una tendencia necesaria en la realidad. La pandemia ha conmovido los cimientos de nuestras costumbres y nuestras pretendidas certidumbres: de tal manera, es la oportunidad para nuevas modalidades de la existencia, para cambios de actitudes y de valores.
Pero si bien esto puede darse en algunas personas, en otras el resultado habrá de ser paradojal: también pueden aparecer nuevas taras, podemos asumirnos más depresivos o más egoístas.
La acción educativa, que tanto se ha visto obstaculizada por el distanciamiento y la necesidad de apelación a las posibilidades virtuales, es decisiva para que la salida de este enorme trauma histórico colectivo, sea razonablemente positiva. Que la lectura que hagan los estudiantes, sea asumir que la lucha colectiva rinde frutos, y que la obstinación individualista no salva a los sujetos. Que podemos y deberemos sufrir en todos los casos, pero que el dolor es menor cuando se lo puede compartir. Que a la hora de las dificultades, es bueno tener quienes quieran ayudarnos. Y que como Nación y país, la apelación al Estado, la superación del privatismo y el primado de la conciencia colectiva, componen el único modo de salir adelante en situaciones como la que aún padecemos, y seguiremos teniendo por mucho tiempo.
No hay ninguna necesariedad para obtener ese resultado ético: será fruto de la cotidiana construcción en las aulas presenciales o virtuales, con la obvia preferencia por las primeras cuando ellas se hacen posibles. Frente a la prédica del odio y del antagonismo brutal que hoy muchos pregonan desde la política o desde la televisión, es notorio que la gran mayoría de la población toma prudente distancia. No le es indiferente ese discurso, unos pocos lo asumen, pero la mayoría prefiere el cuidado, prefiere la vacunación, prefiere la paciencia, la solidaridad básica al menos para con los cercanos. No es poco. En tiempos en que voces destempladas y en gritería llaman al caos, la mayoría prefiere el orden familiar y barrial, la protección del hogar y de los suyos. Es base suficiente para edificar lo que se trabaje en la escuela.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.
(*)Sobre post-verdad y su choque con la ciencia, puede verse nuestro artículo “Deriva epistemológica y emergencia de la post-verdad” en N. Garnica y A. Rodríguez (coord.), Las ciencias sociales a debate (Epistemología, crítica y sociedad),de reciente publicación por editorial Homo Sapiens (Rosario)