Liberar a la democracia de la dictadura mediática
¿Alguien eligió a los dueños de medios para regir la conducción del país? No. ¿Alguien cedió a periodistas autodenominados “independientes” el monopolio de la constitución de opinión pública? No. ¿Alguien votó para tener una democracia tutelada y regimentada desde los medios masivos? Nadie. Seguro. Pero sin embargo, todo sucede como si esas preguntas tuvieran respuesta positiva. Ocurre como si hubiéramos cedido el poder soberano al gran pulpo mediático nacional, y a sus mentores secundarios.
Que nadie se rasgue las vestiduras en nombre de la libertad de prensa. La libertad de prensa la defendimos los que luchamos contra el absolutismo de la dictadura, no los medios que le hicieron coro y reverencias. Los que no tuvieron libertad de prensa fueron los alrededor de cien periodistas asesinados entonces en la Argentina, no los medios que –como pasó con Di Benedetto en Mendoza- eligieron guardar silencio con su apresamiento. Los grandes medios no defienden la libertad de prensa, sino su privilegio de emitir lo que les venga en gana sin que exista un contrapeso desde el cual se los pueda contradecir. En tiempos de post-verdad, ello significa el desafío permanente desde esos medios al poder político democrática y legalmente establecido, siempre que tal gobierno se salga del libreto de apoyo al gran capital, a la gran banca, a la geopolítica imperial. Para medios que están en esa tesitura, ni siquiera es escandaloso que la presidenta del PRO diga que hay que regalar las Malvinas, dando cachetazo a la historia de los caídos en la guerra y al público interés nacional. No es escandaloso que jueces hayan concurrido a ver a Macri cuando era presidente (15 veces Borinski, 8 veces Hornos, las comprobadas), mientras llenaron por meses titulares con una sola e inventada visita que imaginaron entre Casanello y Cristina Fernández. La verdad no debe ser obstáculo para una buena operación política, parece ser la consigna mediática.
Cuando se legisló inicialmente en torno a estas cuestiones, los medios se limitaban a la prensa, que llegaba a un limitado número de personas. No había radio, tampoco TV, y menos aún una TV que transmite 24 horas por día, y que se realimenta con las redes de Internet (y con el pago de trolls que escriben, persiguen y fustigan en esas redes).
Entonces, se debía proteger a los medios de la prepotencia estatal. Y si bien ello debe seguir siendo una consigna válida, a la vez hay ahora que proteger al poder legítimo instalado en el Estado, de la prepotencia mediática. “La prensa” (los medios) ya no es el quinto poder. A menudo es el primero, pues construye prestigios y destruye trayectorias apenas en minutos, con furiosas campañas orquestadas en simultáneo en varios canales de TV a la vez, con zócalos de escándalo que pueden sacudir a la opinión pública, la que no tiene cómo contrastar con puntos de vista diferentes; o cuando estos últimos son tan escasos, que aparecen como “raros”, atípicos, fácilmente calificables de “ideologizados”, cuando no de “izquierdistas”.
La democracia no puede subsistir como rehén de los medios. Cada medida que toma un gobierno como el de Arce en Bolivia, el de Fernández en Argentina o el de AMLO en México, debe soportar la andanada de comentarios maliciosos, deformaciones informativas, zócalos de infamia, ataques implícitos o explícitos que se sostienen desde periodistas en ardorosa militancia, decorada con el rótulo ingenuo de “periodismo independiente”. No en vano, Mafalda lo llamó una vez “in the pendiente”.
Porque la decadencia profesional en el ejercicio del periodismo, es alarmante: un oficio valioso y otrora respetado, convertido en espacio de mercenarios, mentirosos y propagandistas encubiertos. Por supuesto que no todos actúan así, ni merecen entrar en este rasero. Pero son los periodistas más vistos, los de los medios hegemónicos.
El reino de la post-verdad, absolutamente vigente. Nada importa la veracidad, lo que importa es imponer el punto de vista de los sectores sociales dominantes. Lo demás es anécdota. La verdad está abolida, lo que interesa es lo que se quiere imponer.
Así se dio la persecución político/mediático/judicial en tiempos del macrismo, como acaba de mostrar una informe de la Bicameral nacional sobre el lawfare, de cerca de 400 páginas de extensión. Se espiaba, en base a lo espiado se extorsionaba, si alguien se resistía se lanzaba la presión mediática, y luego se le iniciaba acción judicial tendenciosa, en base a lo previamente inventado por los medios. Bingo.
La democracia no puede tolerar esa extorsión permanente. Habrá que castigar a los responsables de lo practicado entre 2015 y 2019 (Arribas, Nieto, la mesa judicial toda, los fiscales y jueces activamente cómplices, el jefe político de entonces). Pero además, la teoría política debe proponer contrapesos al poder mediático: los medios deberán tomarse como servicio público, tendrán que actuar conforme a normas éticas universalistas, y merecerán algún tipo de seguimiento desde la sociedad civil –no desde los gobiernos-, que cuente con poder de sanción contra lo ilegal. Y la propiedad de medios, deberá ser regulada acorde a que cubra proporcionalmente a las diversas ideologías y tendencias presentes en el pensamiento de un país. En fin: la democracia, así como debe llegar de una vez al poder judicial, deberá llegar también al concentrado poder mediático. O, de lo contrario, será sin dudas democracia des/democratizada.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.