Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Cuando llegué a Canadá, hace veinte años atrás sabía que en este país se habla inglés y francés, lo cual es una verdad a medias, pero sólo en el lado este del país. También sabía que la esposa de un primer ministro, aprovechando la visita de un famoso grupo de rock se fue de parranda con uno de los integrantes. Es uno de los escándalos más grandes en la historia canadiense. En marzo de 1977, el primer ministro Pierre Elliott Trudeau y su esposa Margaret Joan Sinclair decidieron festejar el sexto aniversario de casados, pero cada uno por su lado. Maggie se fue a un concierto de los Rolling Stones en el club El Mocambo de Toronto.
Seguramente algunas cosas más ya las sabía, pero tendrían que pasar al menos siete años para poder integrar los conocimientos y así poder entender algo más de este país. No es magia, es la lógica de las personas que migramos de nación en nación.
A los dos años de llegar me tocó trabajar en una iglesia anglicana, una escisión de la iglesia católica a raíz de los amores del Rey Enrique VIII, quien desde el trono en Inglaterra se hizo famoso además por establecer la primera legislación contra la sodomía en Inglaterra y la Witchcraft Act de 1542, que castigaba la brujería con la pena de muerte.
En la parte trasera del templo que me tocaba cuidar cada tanto, había varias banderas colgando del balcón donde se ubica el coro. Quise saber el significado de una de ellas, que me intrigaba particularmente. No me llamaba la atención la bandera del orgullo gay, ya que en ese templo se militó por el matrimonio gay de Canadá por décadas. Pero al lado de esa afirmación política, social y religiosa pendía un paño azul que decía “Peacemaker”. Pacificador, sí entendía la palabra, pero no el significado en el contexto de un país que fue a las dos guerras mundiales del siglo XX. Una de las antiguas parroquianas, con quien compartíamos el almuerzo los días en que me tocaba estar de guardia, se las ingenió para explicarme que la tradición del ejercito de este país, además de participar en guerras y matar gente, cosa que efectivamente había sucedido en las dos contiendas mundiales; también ha participado activamente en misiones de paz y de ayuda humanitaria. Entonces había que trabajar y poner en valor el costado solidario de las fuerzas armadas, que está presente en la idiosincrasia del canadiense.
Algo de eso sabía, porque los domingos a las 6 de la mañana y junto con la pastora que estaba a cargo, nos dedicábamos a proveer de desayuno a las personas homeless (sin hogar), que esperaban verme llegar para entrar al refugio cálido de los bancos de la iglesia a esperar que se hiciera el café y que tuviéramos listas las rodajas de pan con manteca y queso.
Creo que me “cayó la ficha” una mañana, diez años después de llegar. Iba manejando rumbo al trabajo, una fresca mañana del fin del verano, cuando se cumplían 10 años del ataque a las torres gemelas. El día del ataque en septiembre de 2001 alrededor de 500 aviones se dirigían a ciudades estadounidenses. Aquella mañana se prohibió volar sobre todo el cielo de Estados Unidos. Las autoridades canadienses autorizaron aterrizar en el aeropuerto más cercano a los vuelos transoceánicos que se encontraban al menos a mitad de camino hacia su destino. La lógica era que si ya habían pasado el punto de no retorno a través del Atlántico o el Océano Pacífico, podían aterrizar. Los aviones entraban en el espacio aéreo canadiense a una velocidad de uno a dos aviones por minuto.
Para evitar potenciales conflictos, los grandes aeropuertos de este lado de Canadá: Montreal, Ottawa y Toronto quedaron como último recurso. La idea fue que bajaran en los aeropuertos secundarios.
Así 40 aviones bajaron en la costera ciudad de Halifax. Otros tantos en la costa del Pacífico, en Columbia Británica British, mientras que los vuelos transpolares bajaron en las ciudades de Edmonton, Calgary, Winnipeg y Yellowknife ubicadas en el centro de Canadá.
El Aeropuerto Internacional Gander que está en la Isla de Terranova y Labrador, que era el primer aeropuerto de América del Norte en la ruta transatlántica, recibió 38 aviones de los grandes, en su mayoría con destino a Estados Unidos. Entre pasajeros y tripulantes se encontraron en esa ciudad aproximadamente 7 mil personas. La población de Gander, en ese momento era de menos de 10.000 personas. Había más gente en el aeropuerto que en la ciudad.
La gente de esa pequeña ciudad miraba todos esos aviones alineados en el aeropuerto y no pensó en terrorismo, no vio ataques potenciales. Sólo querían ayudar.
¿Pero… cómo hacer? La ciudad no tenía hoteles ni restaurantes para recibir a esos 7 mil inesperados visitantes y la comunidad sabía que las personas de más de 100 países atrapadas en esos aviones eran madres, padres, hijas, hijos, abuelas. Al igual que aquellos primeros europeos que llegaron a esa isla hacía cientos de años atrás y encontraron a las personas integrantes de los pueblos originarios dispuestos a ayudarles.
La gente de Gander y los pueblos de pescadores circundantes llenaron sus escuelas, las salas comunitarias y también las iglesias con catres y colchonetas, para brindarles algo lo más parecido a una cama a quienes habían quedado varados. Las personas que conducen autobuses de la ciudad, que estaban en huelga ese día, volvieron al trabajo. Alguien debía trasladar a esa multitud a algún destino temporario. Las panaderías entraron en producción a toda marcha, los hospitales aumentaron su personal efectivo y sus habitantes abrieron sus casas y ofrecieron sus camas a la “gente del avión”. Se las arreglaron para cuidar a los 17 perros y gatos y también a dos grandes simios que estaban a bordo de los aviones.
Una crónica periodística cuenta que “el 11 de septiembre perdurará en la memoria como un día de terror y dolor”, como dijo el entonces primer ministro canadiense Jean Chrétien en el aeropuerto de Gander en el primer aniversario de los ataques. “Pero gracias a los innumerables actos de bondad y compasión realizados en Gander y en todo Canadá, vivirá para siempre en la memoria como un día de consuelo y curación”.
Esta misma historia, desde la perspectiva de quien la vivió, la escuché en la radio pública de Canadá contada por un pasajero, que estuvo cerca de treinta horas sin moverse de su asiento en la cabina de uno de esos aviones. El jet estuvo la mayor parte del tiempo estacionado en una pista de aterrizaje, en una ciudad canadiense, siendo parte de una larga fila de aviones rodeados por camiones del ejército como si fueran una amenaza latente. Habían sido informados por quienes piloteaban el avión que no llegarían a New York, el aeropuerto había sido cerrado, tendrían que buscar un lugar en Canadá. Y allí estaban mirando con temor las armas que sobresalían de los vehículos del ejército, sin tener certezas de lo que estaba ocurriendo en New York y en el mundo.
Escuchaba el vívido relato del pasajero sobre la incomunicación con la familia, el hambre, la ropa que se pegaba al cuerpo y la incertidumbre. Hasta un punto en que por los altavoces del avión se anunció que podrían bajar a tierra. Lo que se encontró al bajar fue a la gente del pueblo con una sonrisa amplia, ofreciendo una taza de café, una frazada y una bolsa con elementos de higiene personal. Fueron siendo agrupados de acuerdo con determinados parámetros, algunas personas mayores iban a las pocas casas disponibles, quienes viajaban juntos fueron destinados como familia a un mismo sitio. Después se pudo saber que la demora en bajar fue para organizar la recepción.
A partir de la actitud solidaria de este pueblo canadiense, una línea aérea creó una beca que permite estudiar en la Universidad a jóvenes de Gander. Un productor de teatro de Toronto impresionado por la respuesta del ese pueblo de la isla de Terranova y Labrador comenzó a soñar con la idea de producir un espectáculo musical que terminó en el circuito de Broadway, uno de los dos centros más importantes del teatro comercial en el mundo, contando y cantando esta historia.
La obra se presentó en 2017 en New York a escasa distancia del extremo sur de Manhattan, luego de haber dado la vuelta al mundo por cinco años. A esa altura de la historia los ataques se habían convertido en la peor pesadilla para los habitantes de la ciudad y la desgracia para Afganistán y los países vecinos.
La guerra de ocupación se desató con el argumento vengativo de encontrar a Osama Bin Laden en las montañas de Afganistán. Luego se transformó en derrocar a Saddam Hussein por tener Armas de Destrucción Masiva, que nunca se encontraron.
Los números al fin de veinte años de juegos de la guerra dejaron en Afganistán 200 mil civiles y más de 20 mil soldados muertos. Más de 2 millones de pobladores desplazados a países vecinos sumados al medio millón que debió dejar su casa y encontrar dónde vivir en el mismo país. Un tercio de la población desnutrida y la mitad de los niños del país con igual diagnóstico también fue parte de esa tragedia humanitaria. Se habían gastado 2.3 billones de dólares, cifra que aumentará a un estimado de 8 billones por los gastos derivados de la guerra.
Un poco más de números: los seis años de ocupación guerrera en Irak ha dejado casi 2 millones de muertes, 3.3 millones de desplazados. Se ha gastado casi 2 billones de dólares y se estima que el costo final será de 3 a 6 billones de dólares. Un tercio de los niños padece de desnutrición y 2/3 de la población sufre algún tipo de estrés post traumático que requiere tratamiento psicológico. En el ámbito de la violación de los derechos humanos, como si fuera necesario puntualizar algo más, nos trae el recuerdo de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib y en la base de Guantánamo.
Luego de 20 años, estos conflictos se han convertido en una “causa célebre” de resentimiento por la participación de Estados Unidos en el mundo musulmán y ha sido un exitoso cultivo de partidarios del movimiento yihadista global.
Recordemos que las organizaciones terroristas que participaron en la guerra de diez años afgano-soviética de fines de la década del ’70, fueron las que reforzaron el auge del yihadismo. Esta modalidad se ha propagado en varios conflictos armados desde 1990. A partir de 2001 fueron perseguidas, sin éxito, por las fuerzas de la coalición que encabezó Estados Unidos después del 11 de septiembre. Hay que recordar que fue precisamente el gobierno de Reagan el que financió, proveyó de armas y de equipo bélico a estas incipientes y minoritarias guerrillas que estaban en el extremo noreste de Afganistán, para lograr expulsar a los soviéticos de ese país.
Pasaron veinte años de mi primer viaje a Nueva York. He tratado de evitar el trámite de la frontera entre Canadá y ese país del sur. Es desgastante, trae malas memorias quedarse inmóvil sometido al escrutinio de un sujeto sólo porque tiene uniforme y la posibilidad de llevarte a Guantánamo siempre está presente. Ese pedazo de soberanía clavado en la dignidad del pueblo cubano. Y siempre campea ese sentimiento, nunca expresado claramente, pero mostrado en el cine de Hollywood en cada ocasión que sea posible: para la cultura media del estadounidense, el canadiense, pese a su solidaridad y amistad sigue siendo el hermano bobo que vive cerca del Círculo Polar Ártico.
Toronto 18 de septiembre 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.