Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Varias veces he compartido mi impresión respecto del clima cuando llegué a Canadá hace veinte años. Es que en este país el estado del tiempo es el tema de conversación preferido, sirve para romper el silencio y a veces no se pasa de allí, aunque hay que reconocer que es un buen “starter”, como dice una buena amiga. Se empieza hablando del clima y se culmina discurriendo sobre el sentido de la vida.
A mediados de octubre el frío de Toronto se siente con intensidad, sobre todo cuando es el primer octubre tan cerca del Polo Norte. Quizás extrañaba las largas tardes en el patio en la casa del barrio Cementista, removiendo las brasas lentamente, preparando un asado y esperando la llegada de quienes compartirían la chirriante carne, la discusión sobre los temas del momento mientras veíamos vaciar la damajuana.
El frío más intenso lo sentí por primera vez aquella mañana. Estaba tranquilo preparando el programa en Correo Radio del Sol, cuando recibí la llamada de la CEO, la jefa ejecutiva de la corporación. Me pedía que estuviera en su oficina a las dos de la tarde. Fue la primera reunión con ella y la última.
Después nos hemos encontrado varias veces, un par de ellas en la cena de gala de la Canadian Journalists for Free Expression –la cena de recaudación de fondos y reconocimiento a periodistas de todo el mundo que dignifican la profesión-. En ese momento ella era una estrella en el universo de los medios masivos étnicos. Así se les llama aquí a las publicaciones, radios o programas de televisión en idiomas distintos del inglés y francés. Después devino una “enana blanca” como pasa con los astros fulgurantes.
Hacía poco la compañía que nos cobijaba se había transformado en una corporación pública. Eso significaba que las acciones se cotizaban en la bolsa. Quizás en algún momento se pudiera crecer; sin estar muy claro qué podía significar eso de “crecer”. Muchas personas pensaban así en la redacción del diario, habían comprado aquellos del “trickle down”, ese fantasioso, pero bien vendido efecto derrame de la riqueza. Un “cuento chino” como decía mi madre, cuando llegábamos tarde a sentarnos a la mesa servida, entonces apelábamos a cualquier excusa que nos salvara de la reprimenda por no cumplir con lo que se esperaba que hiciéramos, aquello que se suponía era lo mejor para todos: “no me vengan con cuentos chinos” sentenciaba mi madre y asunto terminado.
Desde mediados de los setenta se empezó a imponer una única forma de entender la realidad. Venía de la mano de tecnócratas y especialistas en economía. Era la época de Ronald Reagan, que había dejado los estudios de Hollywood encaramándose en la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica, mientras que del otro lado del Océano Atlántico Margaret Thatcher ocupaba Nº 10 de Downing Street, la casa del primer ministro británico.
Supuestamente se coronó con éxito cuando cayó el muro de Berlín a fines de los ochenta. En esa coyuntura algún iluminado decretó que transitábamos el fin de la historia, mientras que la historia se seguía produciendo cada día.
En la radio Latino Hispana de Toronto mirábamos con desconfianza ese ingreso de los “aires nuevos”, que daban un aspecto más acorde con los tiempos. Faltaba más de una década para que Scorsese nos mostrara por dentro descarnadamente Wall Street.
Aquella primera y única reunión con ella, instaló el comienzo del frío, que sería el anticipo del largo invierno. Ella me mostró el cuadro de la inversión realizada y cuál había sido el retorno de esa inversión. No recuerdo los números, pero eran para llorar. No se había vendido lo suficiente, no hubo quien lo hiciera eficazmente. Ella me insinuó que saliera a vender, traté de explicarle cuál era mi posición, le dije que la cabeza de la corporación me había contratado para hacer la radio, no para venderla. Ahí fue que se paró y con violencia me dijo que ella era la que tomaba las decisiones ahora, que tenía que seguir sus directivas. Dio un par de vueltas por su oficina, que era un pequeño cubículo en donde cabía sólo un escritorio mínimo. Era ridículo verla darse aires cuando el decorado no se lo permitía. Al fin se sentó y señalando con la mano extendida los papeles que habíamos estado revisando, me dijo casi gritando: “time is money”. Lo dijo con una voz que salía de sus entrañas y mostraba su costado mas áspero, mas rudimentario. Sentí que todo rastro de lo humano que podría haber en ese ámbito ya no estaba más allí.
Mientras manejaba lentamente las diez cuadras hasta la radio, me dí cuenta de que todo se había derrumbado.
Ver caer el edificio que hasta ese momento me sostenía no fue algo novedoso. He visto caer otras radios. Las excusas, los motivos han sido diversos, el camino de salida estuvo siempre pavimentado por la oferta de vender publicidad.
Recuerdo cuando salí de Radio de Cuyo primero y de la Emisora del Sol después. Antes del telegrama de despido la oferta fue vender publicidad. Habría que hacer un análisis de lo que significa esta actitud. Nos permitiría determinar qué lugar ocupa esta actividad de venta publicitaria, que debiera de ser tan respetable como otras. Dejarla en algo así como el corredor de la muerte, ese pasillo que lleva al cadalso, es un poco injusto. O a lo mejor es, tal y como la hemos visto en la serie “Mad Men”. Ese show -la serie- de la televisión norteamericana que nos mostró ese momento del reinado de la publicidad, que encarnaban los hombres de la calle Madison en Nueva York.
Por mi parte he realizado varios intentos de entender cómo, en esa corporación mediática de Toronto llegamos hasta ese punto en nuestro proyecto de radio. Lo máximo que he podido colegir es la parte que me había tocado a mi en el juego, en el que hubo muchas más personas jugando. Sospechas nada más, mucho “juego de tronos” -otra serie-, algunas personas que buscaban más el lucimiento personal o recuperar brillos perdidos en el proceso de migración. No se, ya no importa. Sólo tengo atisbos.
Como solía decir una amiga, “hay que proyectarse para adelante”. Hay que tener un propósito que, como una tabla de salvación te permita salir de la inundación.
Me acordé de mi profesor tejano de inglés, el que decía que en este país se empieza haciendo cualquier trabajo. “No se preocupen por lo primero que hagan aquí, es sólo para sobrevivir los primeros tiempos” solía decir con la sabiduría del que lleva más horas de vida aquí, frente a quienes aun teníamos el ticket de avión en el bolsillo. “De a poco se encuentra el lugar donde mejor se siente. Pero no dejen de estudiar inglés”, remataba sabiamente.
Esa tarde volví al COSTI, aquella institución que, entre otras cosas apoyaba al inmigrante con clases de inglés. Estaba dispuesto a retomar el estudio sistemático con mi profesora egipcia. En la recepción del edificio, justo al lado de la puerta de entrada a los salones de clase, estaba quien me recibió la primera vez. La diferencia fue que ahora el que entraba no era un inmigrante recién llegado, sino una “persona famosa” de los medios de comunicación.
Creo que fue una de las primeras veces que alguien me devolvía esa mirada. Ella no sólo escuchaba la radio, sino que además tenía ejemplares del diario, incluidos aquellos con la crónica del viaje a New York cuando los aviones chocaron con las torres. No fui el primer personaje que transitó esas aulas. Hubo otras personas con mayor o menor prestigio, con la doble condición de profesional de medios de comunicación y calentando un banco en calidad de ignorante del idioma inglés.
Tenía clases de lunes a jueves entre las seis y las nueve de la noche. Era un sacrificio que bien valía la pena. Retomé el estudio en el mismo nivel que lo había dejado casi un año antes. A la semana la profesora me pidió que me quedara después del fin de la clase. Como otras veces le ayudé a juntar las hojas que repartía para que completaran todas las personas de su clase. Cuando ya no quedaba nadie en el aula, me llevo a su escritorio y me sugirió que pasara al próximo nivel escolar, al avanzado. Ella estaba encantada de que estuviera en su clase, dijo algo de la fama y nos reímos. “Vas a perder tiempo aquí, ya lo sabés”. Entendí qué me decía. No había estudiado regularmente, pero había usado el idioma en el supermercado y cosas mínimas. Las películas, la radio y lo que se escucha o se habla aquí o allá, así se va sumando vocabulario y entendimiento.
Los viernes eran mi día libre de la escuela, así fue como terminamos armando una juntada semanal con la nueva familia adquirida. En esos viernes había entretención general, el correteo de los juegos infantiles llenaba nuestro departamento de sótano. El aroma de la masa en el horno, transformándose en pizza llena de olores y anticipaba sabores. Entre ellas, una era fugazzetta, un invento argentino derivado de la “focaccia” que se impuso como parte de una tradición que empezábamos a construir. Gracias al calor de estos encuentros, pude mitigar el frío del invierno que se acercaba inexorablemente.
Toronto 22 de octubre 2020.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


