Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Empezar siempre es un desafío, hacerlo en un ambiente nuevo implica poner a punto todos los motores, ya que no se sabe qué hay que enfrentar esta vez. Podría ser una verdad de perogrullo para mucha gente. No era mi caso, enfrentaba el desafío de quedar sin trabajo, o sea que los ingresos familiares cayeron drásticamente a menos de la mitad y encima afuera hacía frío, pero frío de verdad y según decían en la tele, se venía una fuerte tormenta de nieve. Todo eso era demasiado para comenzar el mes de diciembre por primera vez en Canadá.
Hace veinte años esperaba el principio de diciembre con mucha expectativa pues al terminar las clases en Argentina, nuestra hija vendría a quedarse con la familia canadiense durante todo el invierno.
Perdimos la cotidianidad con ella luego de los primeros meses en este país. Durante doce años habíamos estado con ella, todos los días compartiendo su ir y venir, su descubrir las palabras, el caminar, ¡bah!, la vida misma. La nueva realidad era que nos veríamos una vez al año, y esperábamos ese momento.
No eran épocas de WhatsApp, avanzábamos a tientas con el teléfono cuando había tarjetas de llamadas o con el naciente e-mail. Nunca se llegaba a lo instantáneo del zoom o la video llamada con el teléfono celular. Así es que la visita anual era imprescindible para reparar tanta ausencia.
La llegada estaba prevista desde hacía meses para el primer sábado de diciembre. Los vuelos desde Suramérica llegaban poco antes de las 6 de la mañana, así es que había que madrugar. Pero qué alegría hacerlo con la certeza de encontrar a quien tanto se había esperado. Nos guardamos las malas noticias de este lado, estaba en esos días transitando mi primer semana de desocupado, pero la alegría de la llegada esperada daba otro color a la vida.
Suena el teléfono en casa, estoy solo en esa mañana, me atropello con los muebles para llegar al aparato y cuando tomo el auricular es la voz del italiano. ¿Cómo? ¿Lo que viví fue una pesadilla o acabo de entrar en el túnel del tiempo? ¿Sigo trabajando en el multimedio y me están esperando para una reunión? Estas y otras preguntas ocuparon el inmenso instante entre que reconocí la voz y escuché su saludo en italiano: ¡Ciao Rodrigo!, ¿dove sei, cosa fai?
-Que importa que ahora no estés trabajando vos sos parte de nuestra famiglia. Te voy a estar esperando. Me pareció que decía La Famiglia, era mi entendimiento. Me lo dijo en esa mezcla de inglés, español e italiano que fue el idioma de comunicación que usamos todo el tiempo. Me acordé de Michael Corleone cuando hablaba con Fredo. Con esa imagen en la cabeza le agradecí temblorosamente la invitación a su fiesta de fin de año de la compañía y confirmé que estaría el viernes a la noche en la sala de banquetes donde siempre hacia estas pantagruélicas reuniones para festejar que terminaba un ciclo y empezaba otro.
¡Qué complicación! ¿Y si me quedaba dormido? Nuestra hija estaría parada en el amplio salón de Arribos del Aeropuerto, con una chaqueta mínima esperando que estuviéramos allí para darle el calor familiar y un abrigo más acorde a la temporada ártica de Canadá en diciembre. Cavilé el resto de la semana arrastrando el peso del compromiso asumido tarareando la canción de El Padrino.
Aquella semana de diciembre fue inaugural de una condición que venía a quebrar la totalidad de mi rutina desde que nací. Pero también, como me lo recordó años después mi hermana mayor: “¿cómo tenés que haber sufrido al tener que ser el mantenido, y dejar tu lugar de macho proveedor? Son siglos sobre tus espaldas” me dijo una mañana por teléfono desde su lejana Patagonia. Fue una buena reflexión que me sirvió para seguir pensando en esa capa mas de nuestra condición humana, atravesada por el patriarcado y roles de género siempre cristalizados. Lo que supimos conseguir. Pero esta es otra historia.
Por más de diez años nuestra economía familiar estuvo regida por roles no tradicionales. En la distribución que acordamos, mi tarea fue tener la comida lista, esperar a la familia con casa limpia y ayudar con los deberes a los infantes escolares. La mayor parte del tiempo terminábamos haciendo las cosas entre toda la familia, a mi me tocaba garantizar que tuviéramos todas las cosas necesarias para cumplir con el menú que una vez a la semana discutíamos.
La hora de las comidas era un bullicio general que incluía a las recientes amistades con quienes compartíamos desde la mañana a la noche. Mi compañera puso el tiempo y el esfuerzo para que la cuenta bancaria estuviera siempre con los fondos suficientes para seguir con nuestra vida. Mis ingresos fueron mínimos y suplementarios haciendo tarea en forma parcial como portero en una Iglesia Anglicana en el centro de Toronto y otras cosas más.
Romper la inercia de años, o de siglos, a tener por los dichos de mi hermana, implicó el esfuerzo de reacomodar ideas, posiciones y de una actitud frente a las cosas de todos los días. Una de mis tareas era acompañar la entrada a la escuela, llevar y traer a mi compañera al trabajo o eventualmente a la parada de subterráneo. Una forma de hacer menos árido el momento en que el trasporte público está saturado de gente que quiere llegar, ¡y que sea ya! La ventaja para mi fue que me quedaba con el vehículo que habíamos comprado para hacer los trámites y en algún momento para hacer un trabajo de distribución de periódicos en negocios Latino Hispanos. Así fue como conocí la ciudad en sus vericuetos más insólitos, caminos alternativos a las rutas más congestionadas y habilidad en el manejo. Dos cosas, debo confesar, no me dejaron realizar: ser taxista ni tampoco servir café en un Tim Hortons en Kandahar, durante la invasión a Afganistán, pero eso es otra historia.
Ahora puedo manejar en la nieve con naturalidad, pero hace veinte años era un mundo desconocido, con un único antecedente: una tarde volviendo de Vallecitos, manejando mi camioneta que rebotaba alternativamente a izquierda y derecha entre dos paredes de nieve.
El viernes previo a la esperada llegada de nuestra hija empezó a caer una intensa nieve. Era la primera tormenta que anunciaba una acumulación nívea récord. Estábamos en el living de casa, toda la troupe arreglada como para ir de boda. La fiesta del italiano implicaba vestidos largo y ternos; se trataba de una fiesta donde exhibir el brillo de las lentejuelas –expresión vieja si las hay-. Veía desde la ventana de nuestra casa en el barrio judío como ya no se podía distinguir entre vereda y calle, todo era un montículo de nieve cambiante por el viento, que se armaba de a ratos de un lado o del otro, o en medio de donde se sabía, había habido una calle hasta hace menos de dos horas. El menor de la casa había quedado a dormir en casa de una familia amiga, con la promesa que pasaría a buscarlo cuando volviéramos del aeropuerto como para desayunar con quien acababa de llegar, momento esperado desde hacia meses.
En un momento decidí que ya no iría a la fiesta, me imaginaba como el personaje de Stephen King, sumergido en una montaña de nieve siendo rescatado por una enfermera. De sólo pensarlo sentía un agudo dolor en mi tobillo. No fue fácil decir que no al festejo con el italiano. Por un lado, estaba la idea de que no había nada que festejar, ya que me habían despedido, el cadáver aun estaba caliente. Por el otro sonaba el tema de amor que compuso Nino Rota que anticipaba otro cadáver. La fruta en el indigesto pastel era una amiga y compañera de trabajo que no tenía como ir y que invitamos para llevar en nuestro auto. Disculpame, le dije, pero no me siento bien haciéndote pasar este mal rato, mejor sería que llamés un taxi y que te vayas yendo por las tuyas, no quisiera que por nuestra culpa no pudieras estar en la fiesta. Al cabo de casi un año entre canadienses había adquirido esas formas diplomáticas de diluir responsabilidades.
En vez de dejarlo para la mañana siguiente, salí en medio de la tormenta y fui a casa de la gente amiga a buscar al menor de la familia. Esas cuatro o cinco cuadras hasta la casa que estaba sobre la avenida fue una prueba muy difícil de manejo en la nieve. El limpiaparabrisas no daba abasto para sacar la nieve que caía. Tenia las ventanillas cerradas, entonces por diferencia de temperatura los vidrios quedaron empañados y tenia visión empobrecida sólo hacia adelante.
A mitad de camino, paré la marcha, me bajé del auto e intenté sacar la nieve de las ventanas. Cuando terminé de sacar algo de lo mucho que había, tenia las manos heladas y los vidrios otra vez llenos de nieve.
Me subí al auto frustrado, con las manos congeladas y con la incertidumbre de cual seria el paso siguiente. Por suerte no había quien se hubiera animado aquella noche a transitar por las calles desiertas del barrio. Se adivinaba el camino por el trazado de la perspectiva de la línea de construcción y porque al final de la calle se veían manchas que se movían de un lado y de otro con una bola de una cosa blanca por delante, era la imagen formada por la intensa luz de los faros de los pocos autos circulando por la avenida y los copos de nieve cayendo.
No podía quedarme mucho tiempo más allí, inmóvil en medio de la calle. El auto quedaría atrapado por la nieve. Pensé en el avión que llegaría al aeropuerto dentro de pocas horas y yo aun allí haciendo no se qué. La gente amiga esperando que llegara a buscar al menor de la familia –dejalo acá que están jugando y en un rato ya se irán a dormir, me había dicho por teléfono– no tenés porqué salir con esta nevada; dijo antes de colgar. Mi compañera tejiendo como Penélope atenta a que yo volviera a la casa. No pasa nada, salgo ahora, total es un poco de nieve y estamos sólo a tres o cuatro cuadras. Lo dije con tono canchero antes de subir al minúsculo autito blanco, con un limpiaparabrisas de adorno y con un sistema de calefacción que no alcanzaba a desempañar ningún vidrio.
Decidí avanzar. Abrí las ventanillas, se llenaba de nieve adentro, pero podía entrever algo entre los copos. Arranqué en segunda para que el auto no tuviera tracción intensa y el auto salió levemente hacia adelante. En la esquina tuve que frenar porque una inmensa máquina inusitada pasó veloz. No venía limpiando, se estaba agrupando la caballería para la batalla de limpieza que comenzaría en algún momento de la noche. Lo cuento ahora que lo sé, porque a la mañana siguiente, cuando salimos para el aeropuerto, las calles principales estaban limpias como un paño de billar y pudimos llegar al aeropuerto a encontrarnos con la sonrisa amplia de la hija mayor. Después, ella contó que también pasó momentos intensos esperando dentro del avión por más de una hora: -el fantasma de 9/11 sobrevolaba el pasaje y la explicación que el mecanismo de apertura estaba congelado no alcanzaba. Alguien logró ver por la ventanilla que desde afuera tiraban un liquido en la puerta. Adentro parecía que le tiraban con baldecitos de playa, la ansiedad de llegar era inmensa” dijo cuando al fin pudimos abrazarla.
Había logrado lo propuesto la noche anterior. Rescatar al menor de la familia quien durmió en casa. No sufrió ningún daño el auto, no choques, ni roces, menos aun terminar en un barranco. Seguramente perdí unos kilos por todo lo que transpiré haciendo fuerza con las uñas para que el auto no se deslice en la nieve y con los ojos para transformar la vista en rayos equis de Superman para ver a través de la cortina blanca.
El tiempo por venir me pondría otras instancias un poquito mas complicadas para resolver. Lo de aquella primera nevada fue sólo un examen. Creo que lo aprobé o en todo caso me llevé a casa el premio que llegó a bordo de un avión a la mañana siguiente.
Toronto 3 de diciembre 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


