Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Cuando llegué a Canadá, me di cuenta que el mes de diciembre de hace veinte años atrás no marcaba el fin del año. Las actividades cotidianas relacionadas con el trabajo seguían patinando en medio de la nieve. La escuela de frente de mi casa en el barrio judío, salvo por el corto receso de Navidad, seguía haciendo sonar el timbre anunciando el momento del recreo. Claro que sí, estaba lo de Navidad y la fiesta de Fin de Año. Pero ese bullicio pertenece al ámbito de lo comercial. Más allá de este fenómeno previsible, había perdido esa sensación que me había acompañado por décadas. Ese ritmo aprendido a fuerza de diciembres tórridos y tormentas de Navidad.
Diciembre siempre fue el mes de cierre, la ultima ficha. Esa sensación permanente de urgencia por terminar lo empezado, cumplir la promesa del primero de enero: bajar de peso, largar el cigarrillo, pasar más tiempo con la familia, disfrutar regularmente el encuentro con las amistades. Se acercaba el día 31 y aun quedaban muchos renglones en la lista de los deberes por completar. De ahí la urgencia, la promesa que invariablemente no se cumpliría de vernos si o si, antes de que termine el año con los amigos encontrados por casualidad.
Canadá en diciembre ha sido el mes de las urgencias también, pero del “last minute shopping” salir a conseguir los regalos para completar la lista de compromisos. El ultimo mes del calendario es de las compras desenfrenadas preámbulo de las bancarrotas de enero. Otros ritmos.
Viene fácilmente a mi memoria lo difícil que era encontrar una noche libre de diciembre para juntarse con la gente amiga de la barra. Mes definitivamente alcohólico e indigesto. Llegábamos a la cena de fin de año tomando un alka seltzer sin siquiera poder mirar el manjar a destiempo en el centro de la mesa.
De este lado del mundo recreamos los encuentros con la familia que supimos construir, muchos encuentros gastronómicos del ámbito del trabajo ocupan el lugar de las reuniones de amistad. La parte buena de la historia es que cuando llegamos a disfrutar las típicas cenas de las fiestas de fin de año, hay una concordancia entre las calorías ingeridas y el riguroso clima invernal.
Los que vinimos para este lado del mundo padecemos el “jet lag” del ritmo de la vida. El jet lag es el síndrome del cambio rápido de zona horaria, también llamado síndrome transoceánico, o descompensación horaria. Los científicos lo llaman disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios; como sea que lo llamemos es un desequilibrio producido entre el reloj interno de una persona –el que marca los periodos de sueño y vigilia y el nuevo horario que se establece al viajar a largas distancias-, a través de varias regiones horarias. Canadá esta en la otra punta, no solamente geográfica, sino de las costumbres que supimos conseguir.
Tengo una amiga que hablando de lo que hará después del receso de invierno, me refiero a esa semana entre Navidad y Año Nuevo, dice “eso mejor lo vemos después de julio” como si estuviera hablando con los pies en la pelopincho un atardecer de diciembre. Actuando en verano y pensando en invierno y el ciclo escolar.
En aquel diciembre de hace veinte años se me había confundido la vida. Al principio le adjudiqué la falta de ubicación a la perdida del trabajo. Había estado trabajando desde casi mi llegada a este país, no había tenido vacaciones cuando todos salían: ¿a quien se le ocurre ir de vacaciones en julio o agosto?
Después me di cuenta de que era algo más profundo. Aunque no hubiera salido de vacaciones -eso de veranear, viajar, o cualquier otra cosa por el estilo-, había algo más que rondaba mi cabeza y bullía en mi interior. Entre diciembre y marzo mi vida siempre había sido más lenta. No se emprenden actividades, ninguna entre diciembre y marzo. Hasta los infames golpes de Estado se programaron para después de febrero. Diciembre es cuando empezamos a desbarrancar en la inacción posponiendo todo para cuando se disipa el calor.
De este lado de la vida cuando llega el verano del hemisferio norte, uno esta mentalmente programado por años de vivencias propias y decenas de lustros de experiencia social acumulada, que en julio se hace un alto durante los días de más frío, pero se retoma la actividad ahí nomas. No intente hacerme recordar que aquí es lo mismo después del receso de invierno, porque el cambio de nombre del mes no es un dato menor. Le invito a releer el párrafo donde cuento la anécdota de mi amiga que aun después de una década de vivir aquí sigue confundiendo primavera con otoño y pone la canción de Pocho Sosa en el mes de abril.
La vida en Canadá es como la rueda en la que camina sin descanso la ardilla en la casa de mi tía. Vamos caminando, esperando que llegue el descanso, que cuando llega dice que no es el momento, y cuando llega el momento el rotulo del mes lo niega. Para cuando tratamos de darnos cuenta, la rueda sigue girando. Es como decía una psicóloga amiga, es imposible vivir la vida sin poner un punto final, digamos el 31 de diciembre para recomenzar. Necesitamos la primera hoja del cuaderno del año sin marcas, para empezar de nuevo. No hay mente que pueda soportar una cinta sin fin, sino te invito a la casa de mi tía a que mires su ardilla en la jaula de cristal.
Después de veinte años en Canadá, aun no logro acomodar los ciclos naturales, aun sigo esperando que el año de actividad termine el 15 de diciembre y comience en marzo, luego del farragoso lapso de los primeros meses del año. Se que julio y agosto son los meses de descanso y cuando mi jefe me dice a donde voy a ir de vacaciones, pienso en enero, cuando es más propicio ir a la playa, andar con ropa mas ligera y juntarse con la familia a compartir una larga mesa debajo del parral del patio.
¿Dónde ponemos los puntos suspensivos, la pausa necesaria para tomar aire, para cambiar de posición y seguir en carrera? Como no he podido responder a esa pregunta llevo el cansancio de 20 años arrastrando en la mochila de la vida. Miro a mi alrededor y recuerdo lo que decía mi madre: mal de muchos, consuelo de tontos. Diciembre es el mes en que gran parte de la comunidad latino-hispana de Toronto, arma las valijas y se va para el sur.
Quizás sea el momento de empezar a resignificar, según he podido leer antiguamente se decía que el mal de muchos, consuelo o gozo es, lo que suena más razonable, conforme con la naturaleza humana. Lo vemos en cada grupo de iguales, el afligido por un desafío relativiza su sufrimiento, cuando levanta la vista y descubre que no esta sólo en el camino, que es compartido por otros muchos.
Toronto 10 de diciembre 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


