La economía creció 10% en 2021, y está teniendo fuerte reactivación con las vacaciones y el programa Previaje, que ha sido un rotundo éxito. Se verá si eso puede llegar a los bolsillos de la población, pero en esta condición resulta absurdo el pedido opositor de “un programa económico”, tras el logro del preacuerdo entre el gobierno nacional y el FMI. La economía marcha bien: en tiempos de Macri tuvo PBI con crecimiento negativo en tres de los cuatro años de gobierno, con Plan económico o sin él. Ahora crece.
Pero en realidad la cantinela del “plan económico” es de los típicos consejos publicitarios que se les enseña a repetir a los políticos opositores: cuando no hay nada que decir de un tema, se les enseña a hablar de otro. Si el convenio puede ser bueno, hablemos de plan económico, o de lo que sea. Como Vidal, que cuando le preguntan por la Gestapo dice que “se han puesto a disposición de la justicia”, en vez de explicar lo debido: qué hacían sus ministros allí, rodeados de espías y tramando persecución ilegal a sindicalistas.
Lo otro que dice esa oposición es que el gobierno “demoró demasiado” en conseguir el acuerdo. Eso es implausible. Macri en pocos minutos metió al país en una deuda de la que no saldremos en décadas, y el actual gobierno negoció de modo permanente e intenso para que el collar que el gobierno anterior puso a nuestra economía, no nos ahogue. Pedir que se obtuviera un buen acuerdo en poco tiempo, es absurdo: sólo en una larga y trabajosa pugna pudo sacarse un convenio que -según Álvarez Agís, uno de los mejores economistas del país- es sorprendentemente bueno.
¿Por qué? Porque pide baja del gasto público, pero es gradual en tres años. Porque no incluye ni reforma laboral, ni reforma previsional, ni devaluación súbita, ni privatización de empresas públicas, todas medidas que el FMI habitualmente exige. Por supuesto que controlarán cada tres meses, y que impedirán que el Banco Central financie al Tesoro. Pero el FMI desembolsará todo el dinero que hay que pagarle en estos dos años, de modo que la deuda se tira para adelante, hacia alguna nueva negociación en que habrá que seguir consiguiendo condiciones favorables.
La frustración del stablishment se da porque no ocurrió que el gobierno eligiera no pagar, lo que hubiera llevado al default y el consiguiente caos económico que acabaría en desastre. Y tampoco hizo un acuerdo que lo pusiera de rodillas, lo que también hubiera desprestigiado al gobierno, y lo hubiera obligado a hacer “la tarea sucia” de ajuste y privatizaciones que la derecha quiere y no puede lograr (si bien Bullrich está prometiendo hacerla rápido y sin anestesia, como si ello fuera tan fácil).
Al gobierno le queda apagar cierto frente interno. La vicepresidenta no se ha expresado, y alguna vocera informal del sector “duro” del kirchnerismo hizo la esperable protesta. Es que en la izquierda y el progresismo existe notoria confusión ante la complejidad de la situación, la cual ha solido reducirse a “pagar o no pagar”. Suena menor no pagar. Pero lo que ocurre es menos claro: se trata de “seguir con el convenio de Macri, o hacer uno nuevo con el FMI”. No hay chance de “no convenio”: el de Macri está vigente. Y obliga a pagar 20 mil millones de dólares este año. Como eso es imposible, se iría derecho al default o moratoria. Eso quitaría el escaso crédito internacional que dispone el gobierno, cuando sus reservas están agotadas. Y haría casi seguramente saltar al dólar, con la corrida bancaria consiguiente y el aumento de la inflación hasta límites inconcebibles. De tal modo, “no pagar” no es una opción sin fuertes problemas.
Mientras esto se discute y se debatirá largamente en el Congreso, un sector de sindicatos y organizaciones sociales –cercano al gobierno pero no perteneciente al mismo- salió en todo el país a manifestar masivamente contra la Corte Suprema, Comodoro Py, y otros sectores prominentes del Poder Judicial. Esos que hicieron de una figura semigrotesca como Bonadío su más alto representante. Los que se mezclaron con espías a granel, los que concurrían a la Casa Rosada y a Olivos durante el gobierno anterior, los que obedecían a la insólita “mesa judicial” donde hasta Angelici participaba, los que quisieron bajar penas a los genocidas de la dictadura, los que quisieron ser miembros de la Corte con la ilegalidad flagrante de un decreto, los que permitieron la doctrina de poner presos a dirigentes entonces opositores y recién luego someterlos a proceso, a defensa y prueba. Los que armaban causas junto a periodistas venales y delincuentes como D’ Alessio. Los que sostienen a un procurador partidario como es Conte Grand en provincia de Buenos Aires, a otro “interino ad infinitum” como Casal en la Nación, y a un fiscal procesado como Stornelli. Los que “no vieron” cómo se amenazó a Gils Carbó para obligarla a renunciar. Los secuaces del prófugo Rodríguez Simón.
Hay todo el derecho a peticionar de parte de la población, y nada que objetar a la convocatoria. La acumulación de hechos irregulares en lo más alto del Poder Judicial llega a niveles impensados. Este ha sido sólo el inicio de una larga saga, en la que pueda desanudarse la condición de un poder que se ha salido de los cauces de la legalidad, cuando es quien debiera sostenerla.
La convocatoria resultó masiva: muchos han sido los perjudicados, y por ello, muchos han sido los presentes. Habrá que ver la reacción de este poder judicial tan lejano a su imagen idealizada como “la justicia”. La justicia es, en cambio, lo que hay que recuperar como valor vigente en una sociedad donde –en considerable medida- se la ha extraviado.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.