La adicción no es una elección sino una consecuencia. Surge en la conducta humana como un sucedáneo compensatorio de una carencia necesariamente afectiva. Si no puedo satisfacer esa carencia buscaré alguna conducta que me genere una satisfacción, aunque esta sea transitoria, que calme esa sensación de carencia.
La carencia puede ser generada a partir de situaciones objetivas que producen una imprimación en la subjetividad, posiblemente el caso paradigmático tenga que ver con las necesidades básicas insatisfechas, pero también puede ser a partir de carencias subjetivas surgidas de las interrelaciones vinculares con los grupos de pertenencia; el fundacional, la familia.
Cuando hablamos de necesidades básicas insatisfechas, debemos entender que sufrir por hambre, sufrir por frío, desear el juguete que no se puede tener, etc., constituyen experiencias emocionalmente traumáticas que perduran en la memoria emocional mucho más allá de la edad en que ocurrieron. La ausencia voluntaria o involuntaria de cobertura afectiva por parte de la estructura familiar generará una necesaria sensación de abandono en los niños.
Es interesante pensar en lo que sugiere la palabra adicto: a – dicto, lo no dicho. Generalmente el adicto no sabe qué es lo ‘no dicho’ en su historia, desconoce cual es el hueco afectivo que constituye su carencia real.
Hay aquí varios elementos que se conjugan, el primero puede ser el deseo.
Todo deseo partirá de una carencia, por ejemplo comer o beber, en la medida que este deseo sea satisfecho, la carencia quedará cubierta; pero de no ser así esta se instalará como una deuda y por supuesto ligada a la diada placer/displacer, la condición con la que se instalan los significantes en nuestra subjetividad.
Todos somos adictos o potencialmente adictos.
Todos experimentamos o hemos experimentado alguna vez carencias afectivas. El tema está en que recursos hemos tenido disponibles para enfrentar esas situaciones de carencia en el caso de no haberlo podido satisfacerlas en tiempo y forma.
Tanto las zonas del cerebro involucradas en la afectividad como en la sensaciones de satisfacción se encuentran en el sistema límbico, lo que no resulta casual sino causal. Esta satisfacción ocurre, químicamente, a través del sistema de recompensa cerebral mediado por la actividad dopaminérgica; pero no es propósito en este escrito hablar de la estructura y el funcionamiento biológico molecular.
Hemos reparado en que, culturalmente, calmamos la ansiedad de nuestros niños con ese adminículo llamado chupete, un sucedáneo de la succión del pecho materno, fuente de alimentación y placer. Posiblemente dotemos así al niño de su primera adicción. Casi la institucionalización de una conducta a través de la oralidad.
Los adolescentes en el despertar sexual, ante la aparición explosiva del deseo generado por los cambios hormonales, con mucha frecuencia incurren en conductas masturbatorias compulsivas que pueden configurar una adicción. Posteriormente, con la llegada de la adultez y la adquisición de habilidades para las relaciones sociales, más los permisos que da la cultura, el grueso de los adolescentes pueden establecer relaciones afectivas en donde la sexualidad encuentra un cauce más estable e integrado entre la afectividad y la pulsión sexual con impacto físico, o sea, tienen sexo.
Como decíamos más arriba, todo deseo expresa una carencia, desde los más básicos como comer y beber o la pulsión sexual. La ansiedad o sensación compulsiva para satisfacer el deseo dependerá de las herramientas que tengamos para lograrlo.
Tomando como modelo de aprendizaje lo que la conducta evolutiva del ser humano en su proceso de crecimiento y socialización nos brinda, podemos establecer procesos terapéuticos para ayudar a las personas atrapadas por conductas adictivas.
La biología nos muestra que toda conducta que se modifica no desaparece abruptamente, sino que en general es sustituida progresivamente por otra que la reemplaza. O sea que el espacio subjetivo ocupado por algo que se va, es ocupado por algo que llega, pero el continente sigue siendo el mismo; también guardará como recuerdo, consciente o no, el registro de conductas anteriores. Mientras estemos orgánicamente sanos nuestra subjetividad puede agrandarse pero nunca achicarse.
Cabe preguntarse ante la actitud de buscar consuelo en conductas que configurarán adicciones:
¿Qué nivel de tolerancia tenemos ante nuestras propias reflexiones?
¿Por qué es frecuente que ante situaciones de contacto social o ante la soledad que nos enfrenta a nosotros mismos, necesitemos interrumpir ese contacto externo o interno con alguna conducta adictiva?
Fumar tabaco u otras sustancias, snifar, beber, o alguna otra actividad repetitiva, en lugar de ser un propósito, como podría ser la satisfacción del deseo sexual habitual, solo tiene como objetivo aparente rescatarnos de una situación que nos produce una ansiedad incómoda. La incomodidad de estar con los otros o estar con nosotros mismos.
Tal vez entonces el segundo elemento a considerar tenga que ver con la socialización y la inseguridad que esta representa, enfrentar el contacto con el otro, fracasar en el deseo de ser deseado por el otro (Lacan dice que el deseo es en realidad el deseo de ser deseado por el otro), o sea ser integrado a una pertenencia afectiva; que el hueco afectivo del que no somos conscientes se reavive como una herida que no cierra.
Desde este punto de vista podríamos concluir que en la conducta del adicto hay una dificultad para integrarse en un grupo de pertenencia en el que se sienta contenido y aceptado.
Incluso la dificultad para enfrentarnos a nuestro encuentro obligado con nosotros mismos, ese encuentro que puede enfrentarnos a nuestros fantasmas cuando estamos solos, cuando no nos salva de la soledad una actividad que nos ocupe y no pueda ser interrumpida, y que tendrá por respuesta la huida a la adicción mil veces repetida.
Seguramente habrá adicciones de diversa magnitud, más o menos intensas, más o menos dañinas, con variables velocidades de desintegración de nuestras estructuras psíquicas; leves, moderadas y graves.
Entonces, como en tantos casos, la pregunta es: ¿qué hacer?
Primera respuesta: pesquisar en cada persona su historia para buscar el núcleo de sus carencias a fin de intentar resignificar sus experiencias.
Segunda tarea: establecer grupos terapéuticos que funcionen como comunidades de contención en donde la base de funcionamiento esté en la interacción y en la mutua y empática aceptación del uno por el otro.
Tercera tarea: preconizar tareas grupales en las que cada integrante tenga otros que dependan de él, intentando reproducir un modelo de cadena o de línea de montaje, un entramado interdependiente que genere lealtades y refuerce sentimientos éticos.
Los objetivos están en conocer las causas individuales y generar vínculos de pertenencia con compromiso afectivo de cuidado mutuo entre los integrantes de la comunidad terapéutica.
Todo esto tiende a destruir las conductas aislacionistas e individualistas que caracterizan a las adicciones, independientemente de que algunas adicciones parezcan predominantemente sociales como el alcoholismo.
Como conclusión encontramos en el origen de las conductas adictivas una carencia vinculada a las dificultades para establecer vínculos de pertenencia, un íntimo sentimiento de no aceptación por parte de la comunidad a la que desearía pertenecer el adicto. Es entonces el camino de la reintegración a la comunidad el proceso deseable a emprender para la reparación del daño que generó la conducta adictiva. En la interacción comunitaria está la respuesta.
Las múltiples posibilidades de las conductas adictivas.
La búsqueda de conductas compensatorias que nos den una satisfacción que en la medida en que es transitoria requiere repeticiones, progresivamente, va configurando la adicción en la que nos hacemos dependientes de esas conductas compensatorias, drogas, alcohol, compras, sexo, etc.
Hoy dentro de los etcéteras debemos incluir a los estímulos constantes que recibimos a través de los teléfonos inteligentes, las tabletas o las computadoras. Posiblemente el sucedáneo de una cadena genérica de carencias que probablemente estén ligadas a una baja autoestima epidémica.
Vivimos en una sociedad en la que el capitalismo pretende inculcarnos, a través de los medios de comunicación que posee, la cultura del éxito y la competencia, del glamour, de la juventud eterna e inclusive de la no aceptación de la muerte como final de la vida. Solo vale ser campeón, número uno, ser segundo ya es deshonra. Como consecuencia el 99,99 % que no somos número 1, no somos dignos. En ninguna sociedad competitiva puede florecer la autoestima.
El estímulo permanente a través de las redes sociales, que poco tienen de sociales ya que nos llevan a un ejercicio solitario, casi masturbatorio, de vínculos con un universo numeroso pero ilusorio, la foto de una revista que a veces contesta; ocupa demasiadas horas de nuestro día, prácticamente todo el tiempo que estamos despiertos. El tema es que estas redes suponen espacios de pertenencia difusos, espacios irreales que solo están en ellas, y nos hacen querer estar en el ‘gran hermano’, sometiendo nuestra intimidad al escrutinio general con la infantil pretensión de ser vistos por alguien; deseo no verbalizado pero sí groseramente explícito desde la carencia afectiva que caracteriza a la baja autoestima, un soterrado pero desesperado pedido de ser confirmados por la mirada del otro. Tal vez el problema esté en que hemos cambiado el diálogo cara a cara por el chat, hemos sustituido el abrazo y el apretón de manos por el like.
Alguien dijo que la vida es lo que acontece entre el estímulo y la respuesta, algo parecido a pensar en lo que ocurre entre el deseo y su consecución o su límite. Habría que agregar a esto que el tiempo que media entre el estímulo y la respuesta puede ser variable y no necesariamente inmediato, porque el ejercicio de la vida también es elaboración, meditación, reflexión e incluso aburrimiento.
El estímulo permanente impide el aburrimiento, el aburrimiento que nos sacaría de la rutina de una rueda de hámster en la que calculamos nuestra vida algorítmicamente, en una interacción mecánica con herramientas tecnológicas, que a su vez nos estimulan con algoritmos surgidos de la información de nuestro funcionamiento y de nuestros deseos iniciales que volcados a las redes, que informan a los que elaboran esos algoritmos. Luego pasamos a ser manejados por esos algoritmos que nos crean necesidades ficticias, nos indican ”qué debemos hacer para pertenecer”. Es la teoría del feedback de la cibernética, la perpetuación del circuito de retroalimentación negativa que lleva a un círculo vicioso.
¿Y para que sirve el aburrimiento? Por ejemplo para permitir la creatividad.
Aparentemente hay dos caminos para encontrar novedades en la ciencia y en la especulación filosófica, entendiendo que todos los humanos podemos pensar y generar conclusiones. Uno de los caminos es el heurístico, en el que tras una búsqueda ordenada finalmente nos encontramos con el objeto de la búsqueda, el otro, y aquí es importante el tiempo que pasamos aburriéndonos aunque no sea condición imprescindible, es la serendipia, el hallazgo de algo no buscado, pero que reconocemos como importante.
Posiblemente Isaac Newton contemplaba aburrido un manzano cuando el evento ocurrido desencadenó en él la cadena de ideas y cuestionamientos que dieron origen a su teoría sobre la gravedad luego demostrada y a la que hoy llamamos ley.
La vida de cada ser humano es su historia afectiva, esto no es otra cosa que la búsqueda de aceptación por quienes considera su grupo de pertenencia.
El adicto pierde la empatía y se vuelve atrozmente individualista, solo existe para él su necesidad de consumir. Imperceptiblemente abandona toda pertenencia y se sumerge en una angustiosa soledad. La pérdida de la empatía lleva necesariamente al aislamiento, solo ve su propio ombligo, con la adicción al dinero ocurre lo mismo.
El aislamiento narcisista lleva en algún momento a la sensación de fracaso, a la soledad y a la depresión que no es otra cosa que la abolición del deseo, después de esto, el suicidio es posible.
En la autoexplotación que nos plantea la sociedad capitalista neoliberal no hay con quien enojarse ante el fracaso más que con uno mismo, magnificando así los sentimientos de frustración que atentan contra la generación del deseo.
La sociedad de las adicciones.
Posiblemente la contradicción primordial de nuestra especie esté entre el miedo y el deseo. El deseo que nos impulsa hacia algo y el miedo que nos muestra el límite de lo posible o lo imposible según las posibilidades objetivas y según nuestras creencias expresadas en nuestra subjetividad. De su modulación y equilibrio dependerá nuestra estabilidad emocional, esto no es otra cosa que lo que llamamos madurez.
Pareciera ser que tenemos dificultad para caer en la cuenta de lo contradictorias que pueden ser nuestras conductas y no advertimos que nos comportamos, frecuentemente, como un perro que se muerde la cola. Nuestras sociedades denostan públicamente las adicciones a drogas pero parecen ignorar que la adicción, más allá de lo fáctico, es una conducta abarcativa que no se agota en el consumo de una sustancia sino que impregna todas nuestras actividades porque su imprimación está registrada en la conducta social, es parte de la la cultura imperante.
Más arriba decíamos que la adicción es la consecuencia de una carencia afectiva que intenta ser cubierta por un sucedáneo que nos da una satisfacción temporal estimulando químicamente nuestro centro de recompensa cerebral.
Nos hemos concentrado desde hace años en el “remedio” y no en la enfermedad; entendiendo que la enfermedad es la carencia y la sustancia de adicción es el remedio o en todo caso el mal remedio.
Posiblemente el origen de la carencia que nos impulsa a sustituir, a llenar un hueco afectivo del que frecuentemente no somos conscientes, radique en nuestras inseguridades con respecto a la pertenencia a nuestras comunidades, a la sensación de aceptación o no por parte de nuestros semejantes, lo que conocemos en general como sentimiento de autoestima; una autoestima que no se refiere exactamente a nosotros sino a nosotros con respecto a los otros, los espejos en los que pretendemos reflejarnos.
Si entendemos que la adicción es una conducta, esto nos permitirá rastrear sus causas, sus porqués, sus para qués y sus cómo; de acuerdo a la particularidad y circunstancias de estas preguntas podremos establecer contextos y consecuencias.
Cuando hablamos de conductas posibles, lo hacemos en referencia a modos que tenemos los humanos de enfrentarnos a diversas circunstancias adversas, así como ante el peligro o la agresión podemos optar entre la huida o la lucha; ante una carencia afectiva, que es inevitablemente social, o sea referida a la sociedad en la que vivimos, o familiar, hablando de un núcleo de pertenencia más pequeño y personal, tendremos posibilidades de respuestas individuales o comunitarias. La adicción es, fundamentalmente, una respuesta individual ante una conflictiva familiar o lo social que son ámbitos comunitarios.
En lo dicho hasta ahora hemos mencionado el ‘porqué’ como una situación de carencia afectiva necesariamente vinculada a la pertenencia social y/o familiar. También mencionamos el ‘para qué’ al caracterizar a las conductas adictivas como la búsqueda de sucedáneos que provoquen una satisfacción, que al ser transitoria obliga a la repetición frecuente configurando la adicción.
Cabe detenernos en el ‘cómo’, ya que esto tiene que ver con una conducta y no con la cosa consumida, hay un amplio menú de posibilidades que hacen a la adicción una conducta única ante objetos variables y variados. En general se asocia la adicción al consumo de sustancias que en este momento son consideradas ilícitas como la cocaína, heroína, crack, pasta base, paco, opiáceos, algunas drogas de síntesis y también algunas sustancias legales como el alcohol, el tabaco, la comida, el juego y los tranquilizantes. Hace relativamente poco tiempo que también se habla de adicción al trabajo o al sexo, pero indudablemente la adicción más frecuente, de magnitud pandémica, radica en el consumo de bienes, lo que hace que seamos descriptos como la sociedad de consumo.
El modo de producción capitalista, basado no en la satisfacción de las necesidades reales de la comunidad, sino en la obtención de la máxima ganancia, estimula no solo la sobreproducción, con el riesgo de agotamiento de recursos no renovables, sino que arbitra los medios para generar necesidades inexistentes a ser satisfechas. Sus herramientas fundamentales son la publicidad y la propaganda, que propalan como condición de pertenencia la posesión y el consumo de objetos o servicios, que además deben ser de tal o cual marca. Se exhiben las marcas de prendas y objetos como signo de prestigio y pertenencia a determinado estrato social. De la misma manera la carencia de esos bienes o servicios implica exclusión social, lo que resulta totalmente parecido a una condena. La mayor o menor posibilidad del consumo certifican la pertenencia a una clase y establecen la caracterización social.
Por supuesto las conductas adictivas no son propias de la modernidad; no solo porque hay registros históricos que describen acciones que podemos considerar como tales, sino porque hay una conducta adictiva humana que ha sido históricamente generadora de genocidios y masacres, me refiero a la adicción al poder. No podemos obviar las masacres perpetradas por los personajes que pasaron a la historia como grandes líderes de culturas de la antigüedad. Son incontables los muertos provocados por Alejandro Magno, Julio César y los mandamases de todos los imperios, en general grandes genocidas, y todo esto atrás de la conquista del poder o de más poder del que estos personajes ya tenían, logrando arrastrar u obligar a los pueblos a la guerra. Es además notable como en nuestra cultura eurocéntrica, en la construcción de la historia, solo se reconocen como perpetradores de masacres a los imperios orientales y no a los europeos.
Cuando comenzamos a desarrollar el pensamiento con respecto a las adicciones y sus consecuencias, inevitablemente funestas, vemos no solo que dependen de la estructura social de las comunidades sino también que en la base del análisis aparece el poder ejercido por las élites como núcleo de la conducta adictiva y como gran motivador de las causas que generarán otras adicciones.
Así observamos que las élites dominantes, además de tener su propia adicción al poder y a todo lo que lo simbolice, lujo, lujuria, soberbia, etc., casualmente todo lo que se conoce como pecados capitales; también han utilizado las adicciones como herramientas de dominio. Es conocido como el imperio británico favoreció la producción y el consumo de opio para debilitar la voluntad de resistencia de los chinos en las llamadas guerras del opio. En América, tanto del norte como del sur se administró alcohol a las tribus de pueblos originarios para doblegar su voluntad y sabotear su resistencia al avance europeo. Fundamentalmente para el capitalismo, las adicciones son un negocio altamente rentable, tanto para el latrocinio como para estimular el consumo. El capitalismo ha manipulado y manipula la subjetividad comunitaria a través de la publicidad fabricando adictos al consumo. El mecanismo de manipulación está centrado en la construcción subjetiva de falsas pertenencias que contengan emocionalmente a los individuos, y que supuestamente los haría ser parte de la minoría que está por encima del resto de los miembros de la comunidad, una fantasmagórica y absurda ilusión de poder y pertenencia. Para la sociedad de consumo el valor de la persona humana no reside en el ser sino en el tener.
La conclusión obligada es que las sociedades desiguales producirán, inevitablemente, profundas carencia.
Columnista invitado
Daniel Pina
Militante. Ex-preso político. Médico especialista en Terapia Intensiva. Jefe de Terapia Intensiva del Hospital Milstein. Psicoterapeuta dedicado al tratamiento de Trastornos post- traumáticos.


