¿Qué pasa cuando el texto usado para una puesta en escena no es de origen teatral?
Nada.
O mucho.
Vemos a los más prestigiosos grupos de Mendoza… y del mundo, utilizar en sus obras un collage de textos a cada cuál más bello. Nadie puede poner en duda la sugestión de una poesía de Alejandra Pizarnik (¿alguien sería capaz de ponerla en duda?), la eficacia demoledora de un pasaje de la Biblia, la convicción lírica y filosófica de un texto de Nietzche; la insostenible levedad de un cuento de Borges.
Todos estos textos gritan sus portentosos contenidos, vestidos de una magnificencia sin par. Todo ello es indiscutible. Falta sólo trabajar un buen montaje, y tenemos una receta segura.
¿Por qué Nietzche en lugar de Shakespeare? ¿Por qué la Biblia en lugar de Strindberg? ¿Por qué Pizarnik en lugar de Pavlovsky? Tal vez sean estas preguntas sin respuesta. O tal vez no.
No entraremos ahora en la espinosa cuestión de si es más sencillo trabajar teatralmente un collage de textos de distinta naturaleza que un texto específicamente dramático. Vamos a afrontar el tema desde otra perspectiva, no menos importante y peligrosa: llevado a escena, un texto no teatral atenta contra el teatro.
Por más que los versos de un poeta muy amado nos conduzcan por los fecundos caminos de sus metáforas y sus imágenes; por más que un pasaje filosófico nos permita una increíble improvisación; por más que el capítulo de una novela nos inspire innumerables juegos corporales, estos textos, creados para una relación bipersonal autor-lector, se rebelan y se vuelven material radioactivo llevados a un escenario.
Un texto dramático ha sido creado para ser encarnado por un actor sobre un escenario, en el contexto de una puesta. O sea que este texto empezará a desplegar su poder una vez encarnado en el cuerpo y la voz del personaje, y desarrollará todas sus posibilidades en esa dimensión única que es el teatro. Para eso fue escrito, y por más que leamos a Hamlet como literatura, Hamlet es Hamlet sobre un escenario, porque es un personaje de una obra de teatro, sin la cual no existe.
Pero la Biblia, o los versos de la Pizarnik, o los cuentos de Borges, existen por sí mismos, como literatura, y no son teatro porque los pongamos sobre un escenario, ni se encarnan en personajes, ni despliegan sus posibilidades cuando son actuados en lugar de ser leídos. Los textos no concebidos para el teatro se vuelven divinidades vengadoras en boca de un actor y sobre un escenario, porque aplastan con sus cuerpos gigantescos cualquier teatralidad que hayamos querido imponerles, y que contradicen sus naturalezas de material literario.
Cuando un actor encarna un texto no teatral tiene que realizar un trabajo ciclópeo, que no es otra cosa que una lucha sin cuartel para imponer su actuación a la potencia avasalladora de este texto. Porque el texto no teatral no espera a penetrar su cuerpo y a salir por sus miembros y su boca en el despliegue escénico de una obra, sino que arrasa todo a su paso con los pies de plomo de sus contenidos, que fueron redactados para ser leídos y reflexionados en soledad.
He tenido oportunidad de ver excelentes trabajos teatrales montados con textos no teatrales, pero siempre he tenido la impresión que el actor padecía en un esfuerzo denodado por vencer la resistencia de ese texto, por teatralizar algo que nunca fue concebido como material para una encarnación actoral.
No puede un actor trasmutar la naturaleza de un texto, porque por más que se lleve a escena Nietzche, sus escritos seguirán siendo tratados de Filosofía, y él mismo seguirá siendo un filósofo, nunca un dramaturgo.
Qué diferente es ver a un personaje shakespeareano evolucionar a través de las escenas de su obra, construyendo su cuerpo teatral y su alma de personaje con sus acciones y sus movimientos, a ver a un actor en batalla con un texto filosófico o bíblico, sin posibilidades de dar al teatro lo que es del teatro: una verdadera actuación.
Tal vez esta defensa del texto teatral sea verdaderamente tardía, y ya el teatro no necesite dramaturgos.
Me pregunto qué pasaría si alguien anunciara que ya no son necesarios los poetas.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).


