Tenemos que pensar al actor teatral como a una persona fuera de lo común.
Someterse a los delirios de un director, a las neurosis de un dramaturgo, al régimen masacrante de un entrenamiento que lo empuja de cabeza por los laberintos del capricho de un supuesto visionario, que la mayor parte de las veces no tiene en cuenta en lo más mínimo las necesidades espirituales, vitales, psíquicas de su discípulo. ¿Qué es un actor? ¿Un masoquista? ¿Un fingidor que necesita un patrón? ¿Un exhibicionista que se escuda detrás de un director, de un texto, de una bambalina? ¿Un cuerpo sin alma? En definitiva, ¿un gran irresponsable?
Creo que el actor es, más que ninguno de los demás componentes de esa gran esfinge enigmática que es el teatro, es, repito, el más indefenso y sincero buscador del mundo del arte.

Cuando Grotowski propone el “yoga del actor” y traza el camino hacia el propio espíritu a través del trabajo teatral (digamos así, aunque creo que el maestro polaco se alejaba cada vez más de “lo teatral”), probablemente pensaba en el actor como en la materia más maleable y dispuesta al trabajo sobre sí mismo, del mundo del arte. Más que un músico, que un escultor, que un pintor, el actor de teatro es el más humano de todos los artistas, porque no puede renunciar a su inmensa generosidad, una generosidad que le lleva la vida, el cuerpo, el alma.
Hablo de los actores que no se dejan encandilar por la quimera de las representaciones y los montajes sucesivos y espontáneos; por el espejismo de las agrupaciones instantáneas y anodinas con la finalidad de una “gran puesta”. Hablo de quienes no consideran que aportan “su arte” a una puesta, sino que se desmembran en un grupo durante un largo trabajo, para construir un proceso que puede dar como resultado una obra, o sea que en algún momento de su evolución puede ser mostrado al público. Hablo de quienes aman profundamente el teatro y hacen de él su vida, de los que le entregan su tiempo sin días ni noches, y de los que son capaces de ponerse en manos de un guía para que los introduzca en un estudio y un entrenamiento cuyo horizonte no se percibe nunca, y cuyo camino es silencioso, duro y enfrentado al mundo, a la sociedad y a veces hasta al propio yo. Y claramente especifico: hablo de actores teatrales, para diferenciarlos de las personas que aparecen en el cine y la televisión y que muy erróneamente han sido catalogados dentro del mundo del arte.
Siempre envidié la relación de Grotowski con Cieslak, y sin embargo cada vez que contemplo el minucioso trabajo de uno de “mis” actores, su camino difícil entre los meandros de todas sus posibilidades físicas, me pregunto qué fuerza lo mueve, qué promesa y que dicha atraviesan su espíritu entregado al trabajo en silencio, en secreto, lejos de cualquier ansia de reconocimiento o expectativa material. Luego pienso que el actor no es un santo, ni un alma aniquilada por la generosidad, sino un lujurioso de sí mismo, un cuerpo que se penetra y se desprende y se desintegra y se reconstruye en un éxtasis que ninguno de los que estamos afuera podemos ni siquiera intuir. ¿Qué tiene de libre este actor devorado por sí mismo? ¿Finge su entrega o goza de manera inconmensurable y egoísta?
Creo que el actor goza, sí, en un proceso que parte de la materia y de la mente y que se dirige y culmina en el espíritu y en el cultivo detallado y laborioso de la humildad.
Entonces los derechos espirituales del actor, más que los de ningún otro artesano del mundo del arte, son derechos únicos, irrenunciables, poderosos como la piedra y sin embargo muy frágiles.
Me he encontrado muy a menudo con directores que me han comentado con una sonrisa de sorna acerca de la estupidez de los actores, y del hecho de que, sea como fuere, los actores no entienden mínimamente la grandiosidad del arte en el que están trabajando. Por mi parte, yo no me canso de repetir a mis actores que “no piensen”, y por ello en más de una oportunidad fui calificado dentro del grupo de los directores que desprecian a los actores. Creo, en cambio, que es justamente la misión del director permitirle e inducir al actor a que se libere del pensamiento cotidiano, que no es un pensamiento sino un mero sistema asociativo montado para resolver cuestiones prácticas, y que claramente obstaculiza y hasta impide el surgimiento del verdadero pensamiento, o sea el pensamiento creativo, vinculado al arte.
Los actores, por lo tanto, no son estúpidos, sino que son los verdaderos contenedores del arte del teatro, mientras que por lo general somos los directores los encubiertos estúpidos que nos limitamos a contemplar, impotentes, el proceso inexplicable del nacimiento del arte en el cuerpo de nuestros discípulos.
Debemos, por lo tanto, proteger a los actores.
Un joven que elige el camino del teatro y le entrega su alma, concibe la existencia en un modo fantástico que ningún otro ser humano puede ver ni siquiera concebir; pero comprende además que siempre va a depender de la mano de un maestro -que puede ser loco, neurótico o simplemente megalómano-, para realizar su arte, el arte que le exige la vida y le devuelve la clarividencia, la humildad suprema, la entrega y la metamorfosis sobrehumana, la capacidad de ser y dejar de ser mientas se está siendo, como nunca, como nadie podría imaginar.
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Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).













