Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
“Nosotros sabemos que empieza el invierno cuando llueve durante más de la mitad de la semana, y así se van pasando los días hasta que ya no llueve más y entonces ahí sabemos que se acabó el invierno”. El tipo lo decía tan convencido que se hacía difícil no creer a esa mirada de ojos pequeños y piel arrugada y reseca por el sol de los Andes. La dificultad era por mi entendimiento de la posición de la tierra respecto del sol; muchas veces tuve que explicar qué es esto de los solsticios, los equinoccios y la convención de las estaciones del año. Y siempre esta explicación racional se confrontaba con el saber de la experiencia de muchas generaciones.
Como un recién llegado a Toronto, hace 20 años atrás, me cabía la posibilidad de conocer un poco de la realidad del clima de este país, gracias a una amiga que me prometió visitarnos en verano. Fue cuando le contamos que nos veníamos para aquí. Ella nos dijo que sabía que los veranos eran muy agradables en Canadá, sobre todo cuando es domingo. Y a juzgar por la cantidad de nieve que nos acompañó desde que llegamos y por más de tres meses, bien podría haber arrojado al cesto de basura mi conocimiento sobre las estaciones y abrazar con fervor aquella experiencia ancestral del hombre de nuestros Andes americanos.
Además del poco inglés, lo que aprendí en la escuela es que el verano comienza el día de la Reina Victoria, un feriado nacional movible, es decir que se celebra en fecha distinta cada año, pero siempre es el lunes previo al 25 de mayo en honor de la Reina, quien falleció el 24 de mayo de 1901. Para ese día se supone que ya tenemos clima lo suficientemente cálido como para invitar a realizar las actividades fuera del encierro del invierno.
También se aprende por la experiencia. Y esto fue lo que me pasó un fin de semana en que me tocaba ser el que hacía los desayunos en el asilo. En esos días mi labor terminaba a las cuatro de la tarde. Aquella vez salí caminando con mi chaqueta (campera) de invierno, mi bufanda al cuello, los guantes con capuchón para los dedos y mi eterna gorra de fieltro. Al doblar por la avenida Dundas me topé con un espectáculo que dio razón al calor que sentía bullir debajo de mi ropa. Sentados en el alfeizar de la vidriera de un negocio brasileño ubicado en el “Little Portugal” -el barrio portugués-, había una joven pareja en ojotas y con el torso descubierto mirando el sol de la tarde, cual si estuvieran en Ipanema. Me desprendí la chaqueta sin pudor e hice un bollo con las lanas que calcé en una manga. Disfruté de la caminata sin terminar de entender qué era ese súbito e intenso calor, mientras aun persistían en la vereda las pilas de nieve del invierno.
Al otro día y comentando la anomalía climática, mis compañeros se sumergieron en una discusión sobre si era el veranito de San Juan o el IndianSummer. Después supe que ni lo uno ni lo otro ya que ambos son fenómenos del otoño. Y lo peor es que el IndianSummer es ofensivo para con los indígenas de este lado del mundo, dado que con este apelativo se les otorga la categoría de vagos. Lo que habíamos padecido fue un fenómeno, mas o menos repetido del fin del invierno, que sucede hacia fines de febrero. Claro que aún nos quedaba la fiereza del principio de marzo y las tardías nevadas de abril.
Lo cierto es que la cara de sorpresa con la que llegué al departamento debe de haber sido igual que la tenía aquella noche que tocaron a la puerta de mi casa en el Barrio Dalvian. Era un señor de la empresa de mudanzas que me venia a reclamar unas cajas con las que había mudado mis cosas del departamento de calle Necochea y 9 de Julio, haciendo cruz con la Plaza San Martin, en Mendoza.
Allí había recalado al llegar a la provincia cuyana, en las postrimerías de la dictadura militar, después de la guerra de Malvinas. La persona con la que trabajaba me tentó con ir a vivir cerca de su casa, en una actitud paternalista y protectora que agradecí al principio y después me di cuenta tenia sus trastornos. Hombre de ciudad, al salir del departamento tenia una miríada de bares donde compartir una charla, leer el diario y a veces tomar café. En la Avenida San Martin podía revolver los libros de una librería bien surtida o elegir escuchar alguna música de un escaparate de discos de vinilo de una elegante tienda.
En el piedemonte podía aspirar el aire puro de Mendoza, y caminar por las calles desiertas entre las pocas casas que, algún día, prometían serían muchas más. Mi casa era la única de ese lado de la cuadra y tenía enfrente, pero en la otra esquina, un único vecino. Al final de la calle hacia arriba, el boulevard marcaba el fin de la civilización. Pasado ese limite no había allí nada, excepto jaurías salvajes que, cuando bajaban eran espantados a tiros de escopeta por los guardias que estaban siempre a la entrada del barrio.
Al abrir la puerta esa noche me encontré con la familiar cara del guardia que escoltaba al señor de la empresa de mudanzas. Pero el impacto fue el aire caliente, mejor dicho, sofocante que bajaba del cerro. Miré hacia el viento como si al mirarlo aprendería su razón de ser cálido en el fin del otoño. Después vino la historia del viento Zonda y gracias a mi trabajo de acompañar a Federico Norte en su acceso a la radio y de allí a los medios de comunicación, gané el conocimiento de la ciencia detrás de ese viento cálido, similar al de otras partes del mundo.
De esto estábamos hablando mientras trajinábamos con la comida del día, cuando llegó el chef. Obvio que todos seguimos moviéndonos como si nada hubiera estado pasando allí, pero el jolgorio desapareció y parecíamos una escena de película muda con la música del bullir de la sopa y el ronroneo permanente del extractor de la campana arriba de las cocinas. Como buen actor, secundaba a Chaplin y sin decir ni mu, seguí con lo mío.
Con el jefe no habíamos vuelto a hablar desde el episodio de la heladera, pero sabíamos que eso estaba allí entre nosotros, como un elefante rosado con lunares verdes caminando por entre las mesas de la cocina y pasando entre nosotros con su inmensa y pesada anatomía.
Antes de partir el chef me anunció, delante de todos, que mañana quería que llegase dos horas antes pues había decidido preparar pizzas y necesitaba mi ayuda; obviamente me anunció se me pagarían horas extras. Y se fue.
Como por arte de magia, volvió la discusión entre todos sobre el calor súbito de febrero, la noche de San Juan, el verano indio y el viento del argentino, dijo uno y todos estallaron en risas. Me sumé a la algarabía y volví a decir el nombre propio del fenómeno meteorológico originado en la Quebrada del Zonda, en San Juan. Pero hay otros similares, empecé a decir, y otra vez la discusión, las bromas y las chanzas. Pero mi cabeza rondaba entre las pizzas, la recuperación de la palabra del chef, mi futuro y el elefante rosado a lunares verdes.
Al otro día llegué más temprano, como se me había indicado. Me calcé mi uniforme alguna vez blanco, pero con aroma de recién lavado y me paré en la puerta de la oficina del chef. Me dijo que suponía que sabia preparar pizzas, que él había estado en Mendoza y que eran muy ricas, recordó un local cerca de la estación de trenes. En el acto se me hizo la imagen de la primera pizzería que frecuenté en Mendoza, en la Avenida Las Heras. Estaba equidistante de la otra en la calle de los cines. Pero aquel rincón mantuvo desde el principio el sabor de las cosas cercanas a mi: la discusión acalorada, el sabor intenso del queso fundido y los colores del equipo de fútbol. La otra era arrogante y pretenciosa.
Mientras hablaba el chef se paró del escritorio. Al salir de la oficina tomó su uniforme blanco y me pidió lo siguiera. Juntos fuimos al deposito de atrás y mi cabeza trataba de recordar cuántas bolsas de pan había apilado en la heladera, qué ollas había guardado mal debajo de la mesada, cuántos se podrían haber quejado por la falta de sal o el exceso en alguna de las comidas, mientras el chef siguió hablando de las pizzas, de los sabores y la forma de preparar la masa.
En un punto se detuvo, se volvió hacia mí mirándome directamente a los ojos. Se hizo un silencio que duró lo que tarda en caer una hoja en otoño. Me dijo que llevara una de las bolsas de harina que el llevaría la otra. Luego dedicó su mejor didáctica a preparar los ingredientes para la masa. Me explicó minuciosamente cómo hacerlo, pero fue haciéndolo él solo. Cuando la máquina amasadora quedó dando vueltas, me indicó en qué momento sacar el contenido ya listo. Entonces empezaríamos a preparar los bollos que luego se amasarían. Y se fue a su oficina y yo a mis tareas habituales. Al tiempo previsto estábamos los dos otra vez frente a la amasadora y así el resto de la mañana bailando un minué silencioso con el elefante rosado a pintas verdes. Hicimos los bollos, que quedaron leudando, estiramos cada una de las masas y llenamos toda la cocina de charolas con masas listas para el horno.
En el ambiente flotaba un inusual polvillo blanco, fruto de la manipulación de las masas, del golpeteo sobre la mesa, del espolvorear con harina antes de pasar el uslero y todo el trajín inusual de las pizzas. Terminamos al mediodía con las pizzas listas y el jefe se fue luego de decirle a todos que él tenia razón, que haber preparado ese menú con el argentino había sido un acierto. Me quedé el resto de la tarde preparando la cena, mientras le acariciaba el lomo al elefante rosado de lunares verdes. Pero de eso, sí que no se habla.
Al día siguiente el menú incluía puré de papas. Siempre dejaba eso para el final, pues el puré si queda mucho rato sobre la mesa que mantiene el calor termina siendo una roca que se sirve como ladrillo. Lo ideal del puré es que quede como una masa suave, que mantenga la forma que uno le da al servir la porción en cada plato. Mis compañeros no se jugaban esa carta pues implica correr con el tiempo justo y a la hora señalada hay que estar en el salón para servir la cena a los 80 adultos mayores sentados ya, y con hambre.
Hice como siempre, atareado con los otros componentes del menú. Cuando súbitamente veo aparecer por el costado de las hornallas la figura del chef. Me preguntó si tenía todo listo para la cena. El sabía que no estaba listo el puré. La máquina donde se lo preparaba estaba en el campo de visión de su escritorio. Lo extraño es que se hubiera quedado hasta esa hora, me pregunté mentalmente mientras colaba el agua de la olla repleta de papas y marchaba hacia la máquina.
Otra vez el jefe se calzó el uniforme blanco y se vino hacia mí con el estuche de los cuchillos sagrados. Los puso sobre la mesa y me ofreció uno. Te voy a ayudar, me dijo tomando una papa caliente con uno de los trapos de cocina. Y empezó a pelar la papa velozmente. Lo acompañé en la tarea, cada uno a un lado de la máquina y con la inmensa olla repleta de papas humeantes. Miré hacia los lados para ver dónde estaba el elefante. Allí rondaba. La tarea se me hizo eterna, el silencio era tal que podíamos escuchar el rasgar de la cáscara al separarse del cuerpo de cada papa que pelamos. Pero la real papa caliente ninguno quería tomarla.
Fui a buscar los condimentos para agregar a la preparación y cuando regresé, el jefe se estaba poniendo la chaqueta, salió por la puerta de atrás y el elefante rosado se apoyó contra la puerta metálica. En el camino de regreso al departamento empecé a evaluar cuánto hilo me quedaba en el carrete. Los dos exámenes finales parecía que los había aprobado, las pizzas quedaron bien, el puré se agotó en la preferencia de los ancianos. Pero aún quedaba la consideración del profesor, punto oscuro en la nota final, muchas veces subjetiva, casi siempre injusta a los ojos del alumno.
Por suerte el frío me mantuvo despierto y atento hasta llegar, la sensación de derrota hubiera sido imposible de tolerar con una jornada de calor tipo viento Zonda, Veranito de San Juan o el políticamente incorrecto verano indio. Cuando llegué al departamento mi compañera me contó que había llamado una amiga de Mendoza, en ese momento radicada en Toronto, quien la invitó a visitarla en la redacción de un diario en español que estaba por salir en un mes. Que seguro habría un lugar para ella. La abracé con real alegría, se me cerraba una puerta, pero se abría una para ella. No, me dijo, no te confundas, yo voy a abrirte el camino a vos. Pero eso lo contaré más adelante.
Al otro día caminé con pies de plomo hasta el asilo. Entré por la puerta de atrás, como siempre desde que me vedaron el acceso por la entrada principal, ese día lo sentí como una discriminación feroz. Al abrir la puerta de la cocina un vaho de calor y humedad me empujó hacia afuera. Eran señales que me mostraban que no tenía que entrar. Dejé mi chaqueta y ajustándome el delantal, alguna vez impoluto, pasé frente a la oficina del chef.
-Rodrigo, por favor, tomá asiento-, me indico la silla frente de sí y me dijo tres cosas, la primera es que había aprendido el valor de la paciencia mientras pelaba las papas sobre el filo de la hora, la otra es que admiraba mi entereza porque, y aquí va la tercera, si a él le hubieran dicho todas las barbaridades que me dijo dentro de la heladera, se hubiera puesto como loco. Luego me pidió disculpas por ser tan desconsiderado y grosero y tratando de encontrar alguna justificación al desatino, compartió conmigo los desafíos económicos que se le habían planteado esa mañana en la oficina de su banco, un rato antes de meterme del brazo en la heladera.
Estaba en mi primer invierno en Canadá y era inevitable que cada día debía ser un día frío. Algunas veces la alineación de los planetas, la corriente de los océanos, la concentración de humedad o la baja presión atmosférica hace que lo que debería ser un gélido día más de la estación fría, se transforma en una jornada cálida que anima a seguir en el camino, por más que la experiencia nos asegure que aun faltan varias jornadas para que termine el invierno.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.



Excelente relato! La historia y como esta escrito. Leerlo fue como estar alli en esa cocina!