Éramos bancarios. Pero también éramos hijos de obreros, nietos de campesinos, hermanos de maestras, padres de estudiantes. Y ese abril del setenta y dos, cuando la ciudad de Mendoza se cubrió de enojo y esperanza, nosotros no miramos desde la vereda: estuvimos en la calle, al frente, marchando con los nuestros.
No fue casual. Yo estaba dando mis primeros pasos como delegado gremial, recién comenzando a entender que las palabras en las asambleas no servían de nada si no iban acompañadas por los pasos en la calle. Y ese día, ese preciso cuatro de abril, fue mi bautismo de lucha.
Marchábamos con firmeza, con dignidad, con una alegría tensa que se parecía mucho a la libertad. Íbamos delante de todos, conduciendo con orden, sin gritos vacíos ni pancartas ajenas. Llevábamos la voz propia, el reclamo genuino, el cuerpo ofrecido sin heroísmos. Sabíamos que éramos trabajadores, no suicidas, y por eso también sabíamos cuándo avanzar y cuándo resguardarnos.
Nos habíamos organizado con claridad: unirnos todos -vecinos, empleados, docentes, estudiantes- en un solo grito, que no pedía nada imposible. Pedía justicia, comida, luz pagable, respeto.
Pero lo que de verdad encendió la chispa fue otra cosa. No fue el 300 % de aumento de la tarifa eléctrica. Fue lo que le hicieron a las maestras. Las golpearon, las arrastraron, las insultaron. Nadie necesita exagerar eso.
Las golpearon de verdad. Y no eran cualesquiera: eran las que habían enseñado a escribir a esos mismos policías. Lo que hicieron no era sólo represión, era traición a la ternura.
Ahí algo en mí se rompió, o tal vez algo se completó.
Vi a Pedro Torres, mi amigo, caer de un hidrante con el tobillo reventado por una bala. No tuve miedo. O sí, pero el miedo me empujó para adelante. Sentí que cada piedra que volaba no era un acto de violencia, sino de afirmación.
La piedra no mataba: la piedra decía basta. Y por primera vez, los vi correr. Vi que los hierros de sus armas no los volvían invencibles.
Que detrás de sus cascos había rostros con miedo. Y que esta vez la pulseada podía torcerse.
Nos escondimos detrás de los árboles frente a la Casa de Gobierno. Yo también me cubrí ahí, con el corazón latiendo a la par de los bombazos. No era cobardía. Era sobrevivencia. Era estrategia. Era saber que para seguir luchando, primero había que estar vivos.
La escena completa tenía algo de mágico y algo de brutal. Éramos la bronca organizada, la dignidad caminando con zapatos gastados. No buscábamos gloria, sino justicia. No queríamos caos, sino orden verdadero, nacido del respeto y no del miedo.
Y ese día, lo juro, me sentí por primera vez un hombre completo. Porque dije lo que pensaba, sentí lo que vivía y hice lo que debía hacer. Ya no era sólo delegado. Era parte de una historia que no se enseña, pero que se hereda.
Ese día no lo olvidé jamás. No por la violencia. No por el dolor.
Sino porque descubrí que el pueblo, cuando se junta con dignidad, puede hacer temblar hasta las botas del poder.
Pero no todo fue épica.
Aquel día, también sentí una vergüenza rara. Una mala vergüenza, si se puede llamar así.
Estaba escondido detrás de un árbol flaco, como quien busca amparo en un palo de escoba, y ahí, a menos de dos metros, detrás de otro arbolito, vi a un exprofesor mío de la Escuela de Periodismo (ahora compartíamos docencia).
Buen tipo, buen periodista, apasionado de las fotos aunque esa vez no llevara cámara.
Nos cruzamos las miradas.
Él no dijo nada.
Solo estiró la mano en un gesto simple y ambiguo, tal vez buscando un saludo, tal vez preguntando en silencio qué hacía yo ahí con una piedra en la mano.
Y yo, casi sin querer, cerré el puño.
No por odio. No por rebeldía de adolescente tardío.
Lo cerré por pudor. Por vergüenza.
Como si esconder la piedra fuera un intento de no traicionar al alumno que él había conocido, a ese Mario que escribía artículos, que buscaba la palabra precisa en vez del proyectil necesario.
Pero algo se quebró -o se unió, no sé bien- en ese instante.
Cuanto más apretaba la piedra dentro de mi puño, más comprendía que ya no podía soltarla.
Que ese puño era mi voz, que esa piedra era mi parte del grito colectivo.
Era mi “basta” hecho cuerpo.
Mi profesor bajó la mirada. No con reproche. No con miedo.
Con comprensión.
Ya no me juzgaba.
Tal vez entendía que ya no era su alumno. Ni su narrador de historias.
Ahora yo era la historia.
Y él, que siempre había querido contar lo que otros vivían, ahora tendría que contarme a mí…
O callarse.
Columnista invitado
Mario Santos Amézqueta
Nació en Mendoza en 1946. Próximo a cumplir ochenta años, su voz sigue sembrando versos como quien riega una viña antigua. Su vida estuvo marcada por giros intensos: ingresó joven al seminario, donde la fe y las humanidades templaron su vocación de servicio. La guitarra y la palabra lo llevaron a villas de emergencia y patronatos de menores, siempre al lado de los más olvidados. Estudió periodismo, ciencias políticas y sociales y psicología, y fue docente universitario hasta que el golpe militar de 1976 lo convirtió en preso político y luego en exiliado. En Ecuador fundó agencias, publicaciones infantiles de pedagogía escolar, productoras audiovisuales y una organización de los niños por la paz. En España reinventó sus manos como artesano, mientras su pluma se abría en diarios y poemas. Hoy, después de haber vivido en tres países y atravesado tantas estaciones, continúa escribiendo con la misma vocación que lo sostuvo siempre: servir, compartir y dejar testimonio. Su obra literaria -intensa, cercana, marcada por la esperanza- es el fruto maduro de una vida que nunca se rindió.


