Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Hace veinte años llegué a Toronto, Canadá. Fue pasado el mediodía del 29 de diciembre de 2000 y hacía frío. Cuando con mis dos hijos nos acercamos a la puerta automática de la zona de arribos del “International Pearson Airport”, las puertas no se abrieron. Nos miramos sorprendidos. Intentamos alejarnos y acercarnos para dar aviso al sensor automático de movimiento que activa la apertura de la puerta “…no funciona, está congelado el mecanismo…” dijo un empleado en un idioma que luego entendería.
Muchas veces escuché esa excusa/explicación: está congelado.
Aquel viaje lo hice con mi hija de doce años y mi hijo seis, quien dos días después estrenaría sus siete en una tierra helada, donde el idioma oficial es inglés o francés.
Estuvimos arriba de aviones y esperando en aeropuertos por más de 24 horas. En el último tramo de espera el menor de mis hijos me dijo: “¿cuando estaré con mi mamá? Yo quiero estar con mi mamá.”
Fue la primera vez que le escuché decir mamá, siempre la llama por su nombre de pila. Entonces atiné a sacar una manta y lo tapé tratando de remedar el calor de madre que reclamaba.
Su madre había viajado casi un mes antes para hacer los trámites previos, entre ellos encontrar una casa donde alojarnos.
Durante ese mes la empresa de teléfonos habrá quedado estupefacta con la cantidad de llamadas internacionales. Ella me llamaba desde una cabina pública, que después pude conocer, encaramada en una montaña de nieve dura ya. Había sido la primera nevada del año a principios de diciembre, luego la nieve se acumularía haciendo una roca blanca o blanca sucia, dependiendo de lo cerca de la salpicadura de la calle que estuviera.
Por mi lado yo la llamaba sentado en el living de la casa, que era también mi escritorio de trabajo, sentado en mi sillón de mimbre con sólo un pantalón corto y una remera para soportar los casi siempre treinta grados de Mendoza.
Cuando salimos de las instalaciones del aeropuerto rumbo al auto que nos llevaría al departamento alquilado, entendí aquello de lo que hablaba Federico Norte. La amplitud térmica era de más de cuarenta grados. Esa fue la brutal separación que primero me impactó.
No sería la única.
Junto con mi compañera de vida y aventuras estaba nuestra sobrina, una de las mellizas hijas de mi hermano y también la hermana de mi primera esposa. A ese coro de bienvenida luego se sumó un matrimonio con su hijo de 13 años. Ellos no pudieron ser anfitriones como habíamos planeado tantas veces, pensando en emigrar a Noruega, Australia o Canadá. Mi esposa viajó casi un mes antes, el 4 de diciembre, rumbo a un mundo desconocido para nosotros, al que nos habíamos destinado con la idea de tener un ámbito seguro para todos en nuestra pequeña familia.
Aún en Argentina, un mes antes, el día que mi hermano iba camino a activar la alarma que había instalado durante ese fin de semana, los amigos de lo ajeno dieron vuelta nuestra casa, como cuando se saca un guante. Buscaban las cosas de valor.
Lo que iban encontrando lo amontonaron prolijamente en la entrada del auto de la casa del Barrio Cementista. El bochinche que hacían los ladrones alertó a la vecina, quien llamó a la policía. La odisea del ladrón terminó siendo perseguido por los techos del barrio. Un policía perseguía al ladrón con el arma en la mano, lista para disparar a alguien tan joven como él mismo. El caco se las ingenió para entrar rompiendo una reja interna de la casa. Se llevó pequeñas cosas que pensó eran de valor, una billetera de cuero vacía, un talonario de cheques del Banco City, una lapicera que me regaló mi padre. Dejó atrás un desastre de cosas tiradas por el suelo, cajones y placares vaciados.
El ladrón nunca encontró un fajo de billetes verdes que eran todos los ahorros posibles envuelto en los pasajes de todos y los papeles de ingreso al nuevo país: Canadá.
Con esas pocas cosas y una maleta pequeña ella se embarcó cargada de incertidumbres y con la pregunta nunca terminada de responder: ¿estaremos haciendo lo correcto?
Muchos años después un inmigrante instalado aquí mucho antes que nosotros me preguntó qué me había motivado a venir a Canadá. Miré su casa simplona de barrio elegante, fuera de un barrio elegante, miré a su esposa y a su hija quienes con la mirada le devolvían la misma pregunta, pensé en su trabajo de todos los días encerrado en un sótano contando pequeñas chucherias de vidrio o plástico que vendía al por menor y que él, a su vez compraba al por mayor en China y le dije: cómo iba a perderme la oportunidad de vivir esta experiencia. Haber deshilvanado lo que sentía hubiera sido como tirar margaritas a los chanchos.
La respuesta es inacaba y cada vez se reescribe. Empecé a hacerlo poco antes de salir, el día en que como ex alumno de la “Escuela de Psicología Social Pichón-Rivière” de Mendoza, me invitaron a dar una charla sobre la comunicación y el rol de los medios masivos. Interesante experiencia, fue la primera vez que me paraba frente al publico a reflexionar sobre mi trabajo. Pero lo realmente valioso fue cuando la directora de la Escuela, al hablar después de mi, me agradeció y mencionó mi próxima partida.
Mas allá de todas las consideraciones, enmarcó mi emigración en nuestra condición de humanos, de cómo nosotros siendo Homo sapiens hemos estado migrando desde que nos paramos en el costado este de África y comenzamos a caminar. Y no hemos dejado de hacerlo nunca, por hambre, por guerra, por intolerancia étnica, religiosa, política, de género, de preferencia sexual, de color de piel o cualquiera de los otros modos en que nuestra insegura condición humana nos impulsa a odiar al otro.
El 28 de diciembre de 2000 con un poco de estas ideas, mucha emoción por la partida y reprimiendo todo como para sacar valor y poder acompañar a mis hijos en un trance que no sabía cómo pero estaba seguro que dejaría huellas en ellos, subí a un avión en El Plumerillo.
Es decir, intenté, pero en la fila de embarque me hicieron salir, un policía me buscó y me dijo: “hay un problema…”. Ensayé una excusa, pero ahí nomás se acercaron otros y entre todos me hicieron salir, alcancé a manotear a mis dos hijos y quedamos todos a fojas cero. Imaginar el papelón.
Mientras mi familia, mis hermanos, mi padre, mi sobrina se quedaban con los niños me abalancé sobre el mostrador a preguntar cual era el problema. “Su equipaje…”, dijo una rubia que transpiraba como testigo falso.
Y allí apareció uno de los del séquito que me había impedido salir del país. Una de las tantas malas imágenes que se guardan bien guardadas se vino a mi memoria, alojada en mí como estaba desde una noche de junio de 1976 en la estación del subterráneo de Chacarita, en Buenos Aires. Rodeado por una patrulla de policias y militares armados como si yo fuera el asesino más requerido por Interpol.
Seco y tajante el militar me dijo que debía abrir mi equipaje.
No lo haré, le dije. Tenía algo así como seis paquetes inmensos de más de 30 kilos cada uno. Allí iban nuestras ollas, las cortinas, algunas frazadas, en fin… las cosas mínimas de una casa que se acaba de desarmar y que uno pretende rearmar al llegar a un destino desconocido. En una de las llamadas, mi compañera me dijo: traé todo lo que puedas porque nos hará falta; aquí hay de todo, pero hay que comprarlo.
-No abriré lo que me ha costado mas de cuarenta años armar prolijamente y que no podré rehacer antes que salga el vuelo-, le dije mientras caminaba al recinto de las valijas. Allí, en medio de un mar de maletas de todo color y tamaño estaban mis bultos desgarbados, envueltos en ese inútil film de plástico que uno se afana en colocar para “proteger” las pertenencias. Entonces tomó una de las valijas y con una cuchilla empezó a intentar abrirlas… -¡No!- le grité, -¡no haga eso, me arruinará toda la protección!- vociferé ganando la atención de todos allí.
Entonces se acercó alguien que supe era el oficial a cargo. Lo advertí por la cantidad de tiras que tenia en la charretera -al fin de algo me sirvió hacer la colimba-. El militar me dijo con tono de voz severa: -Nuestros equipos de rayos han detectado algo y tenemos que verificar qué es-. Respondí: -Se lo digo, no abra las valijas, es yerba mate, me estoy yendo del país a Canadá y quisiera seguir con algunas de las costumbres que dejo aquí-. Obstinado siguió: -Lo siento mucho, pero tengo que hacerlo-.
Y tomando la cuchilla arremetió decidido a despanzurrar la valija. Para hacerlo tuvo que sostener con una mano la etiqueta de identificación que mi padre escribió con su trazo de arquitecto, letras dibujadas, de carácter. Con mi apellido y nombre bien notables.
El militar lee, me mira, tira la cuchilla al suelo y dice: ¿vos sos el Rodrigo Briones, el de la radio? Yo te conozco, vos sos el comisario de la novela. Yo los escucho siempre; al Jorge Sosa, al Pocho, al Carlos Marcelo Sicilia, al Cacho Cortéz. Claro ¡vos sos el comisario!
Se sonrió recordando una novela que habíamos hecho casi diez años antes, para rematar el momento, rehíce el llamado al comisario que con Jorge Sosa habíamos ideado para dar un tono característico al espacio de media hora, justo antes de las noticias del mediodía en la Radio Nihuil.
-¡Comisaaaaaaaaaaaaaaarrriooooooooooo!” dije con mi mejor tono actoral. Gané la risa, la atención y la sorpresa de policías, militares, personal del aeropuerto y también de la rubia transpirada, a quien le cayó la ficha en ese momento. El oficial me estrechó la mano como con orgullo, me deseó un buen viaje y se lamentó que me fuera a otro país. Ahí supe que el capital social que acumulé durante años en Mendoza estaba intacto.
Al volver a la terminal intenté explicar el sainete vivido a mi familia que me esperaba para abordar. No es fácil resumir 20 años en una ciudad a la que uno se amarra con fuerza y que de alguna manera no me dejaba salir. Contracara de lo que dijo el Jorge Marziali, que Mendoza se la pasa pariendo “filósofos y cantores que no piensa alimentar cuando mayores”. Esta vez recibí una ayuda para cumplir con mis decisiones.
Antes de perderme en el túnel del tiempo y del espacio, mi padre me abrazó con la certeza de que sería la ultima vez y susurró al oído algo que después leí en un cuento premiado en Canadá: “ahora entiendo lo que sintió mi padre”. Recordaba a mi abuelo, cuando lo despidió en el anden de una estación de trenes a orillas del Río Uruguay.
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.